Carolina Gómez-Ávila 30 de octubre de
2018
Dos mecanismos, sólo dos, se pueden dar en el ser humano
como reacción a una amenaza. Suceden fisiológica y psicológicamente y da igual
si la amenaza es real o imaginada. Física o mentalmente, huimos o luchamos. No
hay otra opción.
¿Cómo elegimos entre luchar o huir? Escogemos la opción
que nos ofrezca mayores probabilidades de supervivencia o dejamos que decida
por nosotros un viejo trauma o el efecto que creamos que tendrá en nuestro
entorno lo que nos pase.
Si estamos impedidos de huir o luchar y la amenaza se
mantiene en el tiempo, desarrollamos el síndrome general de adaptación que
tendrá rasgos distintos según nuestra fortaleza, herramientas y entrenamiento
individuales.
De la alarma a la resistencia y de la resistencia a un
eventual agotamiento; pero en el trayecto al inframundo, como en el viaje hacia
Ítaca, no hallarás monstruos a menos que los lleves en el alma y tu alma los
ponga ante ti
Hasta aquí, todo manido. Pero visto desde quienes aspiran
a gobernar, no.
Quienes de ellos no huyeron sino que escogieron luchar
(por el poder, como les corresponde), deben representar una amenaza para el
mandante establecido y para eso han de seguir las instrucciones de un manual.
En la vida democrática, ese manual dice que deben capitalizar simpatías que
puedan convertirse eventualmente en votos.
Una multitud que se conquista, dicen, transmitiéndole
esperanza. Pero, ¿qué clase de esperanza se puede transmitir a un pueblo
amenazado que no ha podido huir ni luchar y que ya acumula tiempo en
resistencia y no parece tener mucha fortaleza, herramientas ni entrenamiento?
A falta de esperanza, se le ofrece un discurso que pueda
adoptar para expresar su rabia –que es la suma de su miedo con su impotencia–
además de su frustración. Ya que no hace nada porque cree que no puede hacer
nada, porque no sabe qué hacer o porque no está dispuesto a hacer lo que está
facultado para hacer, al pueblo se le ofrece sumarse a un coro para llorar y
maldecir, aunque hacerlo sea inútil o contraproducente.
Fue con esta lógica se publicó un manual sin método, no
para luchar sino para claudicar. Bajo el título de “Manual de lucha” hay un
decálogo de consignas que no ofrecen procedimientos ni instrucciones precisas
con objetivos que las justifiquen.
El “Manual de lucha” es seguramente uno de los más
bochornosos panfletos que hayamos visto en los últimos años, en la búsqueda de
representatividad política. Estimula un montón de expectativas inexpresadas y
potencialmente peligrosas para los individuos que lo abracen y para la nación.
Sólo sirve para erigirse en líder de quienes están furiosos pero paralizados de
miedo como para hacer algo, salvo emigrar.
Carolina Gómez-Ávila
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