Francisco Fernández-Carvajal 02 de diciembre de 2018
— La
alegría verdadera llega al mundo con María.
— Ella
nos enseña a Ser motivo de alegría para los demás.
—
Echar fuera toda tristeza.
I. Oh
Dios, que, por la encarnación de tu Hijo, has llenado el mundo de alegría,
concédenos, a los que veneramos a su Madre, causa de nuestra alegría,
permanecer siempre en el camino de tus mandamientos, para que nuestros
corazones estén firmes en la verdadera alegría1.
En
Dios está la alegría verdadera, y lo que nos llega de Él viene siempre con este
gozo. Cuando Dios hizo el mundo de la nada, todo fue una fiesta, y de modo
particular cuando creó el hombre a imagen y semejanza suya. Hay un gozo
contenido en la expresión con que concluye el relato de la creación: Y
vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho2.
Nuestros primeros padres gozaban de cuanto existía y exultaban en amor,
alabanza y gratitud a Dios. No conocían la tristeza.
Pero
llegó el primer pecado, y con él algo perturbador cayó sobre el corazón humano.
La pesadumbre vino a sustituir en el hombre a la clara y luminosa alegría, y la
tristeza se infiltró en lo más íntimo de las cosas. Con la Concepción
Inmaculada de María vino al mundo, silenciosamente, el primer destello de
alegría auténtica. Su nacimiento fue de inmenso gozo para la Trinidad
Beatísima, que miraba complacida al mundo porque en él estaba María. Y con
el fiatde Nuestra Señora, por el que dio su asentimiento a los
planes divinos de la redención, llenó su corazón más plenamente de la alegría
de Dios, y ese gozo, que tiene su origen en la Santísima Trinidad, se ha
desbordado a la humanidad entera. Cuando Dios «quiere trabajar un alma,
elevarla a lo más alto de su amor, la instala primeramente en su alegría»3.
Esto lo hizo con la Virgen Santísima; y la plenitud de este gozo es doble: en
primer lugar porque está llena de gracia, llena de Dios, como
ninguna otra criatura lo ha estado ni lo llegará a estar; en segundo lugar,
porque desde el momento de su asentimiento a la embajada del Ángel, el Hijo de
Dios ha tomado carne en sus purísimas entrañas: con Él llegó toda la alegría
verdadera a los hombres. El anuncio de su nacimiento en Belén se llevará a cabo
con estas significativas palabras: No temáis, pues vengo a anunciaros
una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la
ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor4.
Cristo es el gran contento, que barre las tristezas del corazón; Nuestra Señora
fue la Causa de nuestra alegríaverdadera, porque con su
asentimiento nos dio a Cristo, y actualmente, cada día, nos lleva a Él y nos lo
vuelve a entregar. El camino de la vida interior conduce a Jesús a través de
María. La alegría no podemos olvidarlo jamás es estar con Jesús, aunque nos
rodeen por todas partes dolores y contradicciones; la única tristeza sería no
tenerle. «Esta experiencia viva de Cristo y de nuestra unidad es el lugar de la
esperanza y es, por tanto, fuente de gusto por la vida; y de este modo, hace
posible la alegría; una alegría que no se ve obligada a olvidar o a censurar
nada para tener consistencia»5.
II. La
Virgen lleva la alegría allí donde va. Y en cuanto oyó Isabel el saludo
de María, el niño saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu
Santo6. Es la proximidad de María, que lleva en su seno al Hijo de
Dios, la causa de tanto alborozo en aquella casa, que hasta el Bautista aún no
nacido muestra su alegría en el vientre de su madre. «Estando presente el Señor
no puede contenerse escribe San Juan Crisóstomo ni soporta esperar los plazos
de la naturaleza, sino que trata de romper la cárcel del seno materno y se cuida
de dar testimonio de que el Salvador está a punto de llegar»7.
La
Virgen nos enseña a ser causa de alegría para los demás en el seno de la
familia, en el trabajo, en las relaciones con aquellos a quienes tratamos,
aunque sea por poco tiempo, con motivo de una entrevista, de un viaje, de esos
pequeños favores que hacen más llevadero el tráfico difícil de la gran ciudad o
la espera de un medio de transporte público que tarda en llegar. Debe
sucedernos como a esas fuentes que existen en muchos pueblos, donde acuden por
agua las mujeres del lugar. Unas llevan cántaros grandes, y la fuente los
llena; otros son más pequeños, y también se vuelven repletos hasta arriba;
otros van sucios, y la fuente los limpia... Siempre se cumple que todo cántaro
que va a la fuente vuelve lleno. Y así ha de ocurrir con nuestra vida:
cualquier persona que se nos acerque se ha de ir con más paz, con alegría. Todo
aquel que nos visite porque estemos enfermos, o por razón de amistad, de
vecindad, de trabajo... se ha de volver algo más alegre. A la fuente,
normalmente, le llega el agua de otro lugar. El origen de nuestra alegría está
en Dios, y la Virgen nos lleva a Él. Cuando una fuente no da agua se llena de
muchas suciedades; como el alma que ha dejado de ser manantial de paz para los
demás, porque posiblemente no están claras sus relaciones con el Señor. «¿No
hay alegría? Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. Casi siempre acertarás»8.
Y una vez descubierto, Nuestra Señora nos ayudará a quitarlo.
La
alegría enseña Santo Tomás de Aquino- nace del amor9.
Y tanta fuerza tiene el amor «que olvidamos nuestro contento por contentar a
quien amamos. Y verdaderamente es así, que, aunque sean grandísimos trabajos,
entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces»10.
El trato con Jesús nos hace pasar por encima de las diferencias o pequeñas
antipatías que podrían surgir en algún momento, para llegar al fondo del alma
de quienes tratamos, frecuentemente sedientos de una sonrisa, de una palabra
amable, de una contestación cordial.
En
este cuarto día de la Novena a la Inmaculada podemos examinar cómo es nuestra
alegría, si es camino para que otros encuentren a Dios, si somos luz y
no cruz para aquellos con quienes tenemos habitualmente una relación
más intensa. Hoy podemos ofrecer a Nuestra Señora el propósito firme y sincero
de ser motivo de alegría para otros, de «hacer amable y fácil el camino a los
demás, que bastantes amarguras trae consigo la vida»11.
Es un modo cordial de imitar a la Virgen, que nos sonreirá desde el Cielo y nos
alentará a seguir por ese camino, en el que enseguida encontraremos a su Hijo.
Y esto en los días en los que alegrar a los demás nos resulta fácil, y también
en aquellos en los que, por cansancio o porque llevemos alguna sobrecarga, nos
cueste un poco más. En esas ocasiones nos ayudará especialmente nuestra Madre
del Cielo.
III.
Quienes estuvieron cerca de Nuestra Señora participaron del inmenso gozo y de
la paz inefable que llenaba su alma, pues en todo se reflejaba la riqueza y
hermosura con que Dios la ha engrandecido. Principalmente por estar salvada y
preservada en Cristo y reinar en Ella la vida y el amor divino. A ello aluden
otras advocaciones de nuestra letanía: Madre amable, Madre admirable,
Virgen prudentísima, poderosa, fiel... Siempre una nueva alegría brota
de Ella, cuando está ante nosotros y la miramos con respeto y amor. Y si
entonces alguna migaja de esa hermosura viene y se adentra en nuestra alma y la
hace también hermosa, ¡qué grande es nuestra alegría!»12.
¡Qué fácil nos resulta imaginar cómo todos los que tuvieron la dicha de
conocerla desearían estar cerca de Ella! Los vecinos se acercarían con
frecuencia a su casa, y los amigos, y los parientes... Ninguno oyó de sus
labios quejas o acentos pesimistas o quejumbrosos, sino deseos de servir, de
darse a los demás.
Cuando
el alma está alegre con penas y lágrimas, a veces se vierte hacia fuera y es
estímulo para los demás; la tristeza, por el contrario, oscurece el ambiente y
hace daño. Como la polilla al vestido y la carcoma a la madera, así la
tristeza daña al corazón del hombre13;
y daña también a la amistad, a la vida de familia..., a todo. Predispone al
mal; por eso se ha de luchar enseguida contra ese estado de ánimo si alguna vez
pesa en el corazón: Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa lejos de
ti la congoja; porque a muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad en ella14.
El olvido de sí mismo, no andar excesivamente preocupado en los propios asuntos,
que pocas veces son demasiado importantes, confiar más en Dios, es condición
necesaria para estar alegres y servir a quienes nos rodean. Quien anda
preocupado de sí mismo difícilmente encontrará la alegría, que es apertura a
Dios y a los demás. Por el contrario, nuestro gozo será en muchas ocasiones
camino para que otros encuentren al Señor.
La
oración abre el alma al Señor, y de ella puede arrancar la aceptación de una
contrariedad, causa, quizá, de ese estado triste, o dejar eso que nos preocupa
en las manos de Dios, o nos puede llevar a ser más generosos, a hacer una buena
Confesión, si la tibieza o el pecado han sido la causa del alejamiento del
Señor y de la tristeza y el malhumor.
Terminamos
nuestra oración dirigiéndonos a la Virgen: «Causa nostrae laetitiae!,
¡Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros! Enséñanos a saber
recoger, en la fe, la paradoja de la alegría cristiana, que nace y florece del
dolor, de la renuncia, de la unión con tu Hijo crucificado: haz que nuestra
alegría sea siempre auténtica y plena, para poderla comunicar a todos»15.
Ofrezcamos
a nuestra Madre del Cielo en este día de la Novena el propósito firme de
rechazar siempre la tristeza y de ser causa de paz y de alegría para los demás.
1 Misas
de la Virgen María, Misa de Santa María, Causa de nuestra
alegría. Oración colecta. —
2 Gen 1,
31. —
3 M.
D. Philippe, Misterio de María, p. 134. —
4 Lc 2,
10-11. —
5 L.
Giussani, La utopía y la presencia, en Revista 30 DÍAS,
VIII-IX-1990, p. 9. —
6 Lc 1,
41. —
7 San
Juan Crisóstomo, Sermón recogido por Metafrasto. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 662. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4. —
10 Santa
Teresa, Libro de las Fundaciones, 5, 10. —
11 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 63. —
12 F.
M. Moschner, Rosa mística, Rialp, Madrid 1957, p. 180.
—
13 Prov.
25, 20. —
14 Ecl 30,
24-25. —
15 Juan
Pablo II, Homilía 31-V-1979.
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