JURATE ROSALES 15 de diciembre de 2018
Cuando
fui a votar en las elecciones de concejales el domingo pasado, saqué
mentalmente la cuenta de las familias que conozco y calculé cuántos miembros de
cada familia todavía están en Venezuela para ir a votar. Mi cuenta fue que de
cada familia, sólo quedan en Venezuela los ancianos (ni siquiera todos),
mientras que el resto de grandes y numerosas familias se han ido en un esfuerzo
para sobrevivir.
Así
que mentalmente revisé la gente que conozco y que se ha ido, y me percaté que
no había quien pueda votar, porque están fuera de Venezuela. La cuenta de los
que se fueron salió tan abultada, que me impresionó. Al final, no encontraba ni
una sola familia, donde algunos, o muchos, o todos, no se hayan ido. También me
di cuenta que igual se van los hijos que vivían en un rancho de tablas, como el
que creció en una mansión. La única diferencia es que unos se fueron a pie y
otros con pasaje en vuelo comercial.
Después
de ese ejercicio mental, no me sorprendí cuando escuché al alcalde de Chacao
explicar que en tal o cual edificio, no recuerdo cuánto por ciento de los
apartamentos están cerrados, sin ocupantes. Sé que esto es cierto: familias
enteras los cierran, encargan a alguien de pasar de vez en cuando y se van,
buscando escapar de las penurias y sobre todo – de la desesperanza.
Es
algo que yo viví hace muchos años cuando nosotros también, los de mi familia,
tuvimos que huir de mi nativa Lituania para no caer de nuevo en un sistema
comunista. Ya habíamos vivido bajo el comunismo y sabíamos cómo era, ahora,
nuevamente, con el avance del Ejército Rojo soviético, sabíamos que la
situación era “o te vas, o te mueres de hambre y mengua, o terminas preso en un
campo de concentración”. Estábamos en junio 1944. Recuerdo claramente cuando se
armaron las maletas – justo lo que cada uno puede cargar en la mano – un poco
de ropa, un puñito de fotos de la familia, bastante comida para aguantar el
mayor tiempo posible y los documentos, empezando por la partida de nacimiento y
los certificados de colegio, diplomas, reconocimientos. Recuerdo, como hoy, el
momento cuando mi madre cerró la puerta de la casa y colocó la llave debajo de
la alfombrita donde uno se limpiaba los pies antes de entrar. Después – más
nunca.
Salimos
en un tren repleto de mucha gente, familias, y todas cargaban el mismo
sufrimiento y sus maletas eran como las de nosotras cuatro: éramos mi mamá, su
hermana, o sea mi tía, mi hermanita menor y yo, de 13 años.
Cuando
el tren pasó frente a una barrera que marcaba la frontera de Lituania, alguien
lo dijo y se oyeron unos llantos. La gente lloraba.
Lo más
grave era que todos, recuerdo que absolutamente todos, estábamos convencidos
que pronto regresaremos. Pensaba que la casita nos estará esperando exactamente
como la dejamos, que cuando estaremos de regreso, nada habrá cambiado, porque
nos parecía imposible que la ocupación ruso-comunista pueda durar más de un
año. Pues salimos en 1944 y esa ocupación soviética duró hasta el 11 de marzo
1990, cuando los propios lituanos, al precio de sacrificio de vidas, fueron el
primer país de los que integraban la Unión Soviética, en declararse
independiente.
Cuando
hago memoria y me pregunto cómo logró la pequeña Lituania ser el primer país
que inició el desmembramiento de la URSS, puedo dar fe personalmente, cómo
pasó. En 1989 viajé de Venezuela a Lituania como periodista. Fui testigo
presencial de que, pasadas tantas décadas, no había división entre gente del
gobierno soviético y los que exigían el fin de ese régimen. Los únicos en ese
momento en ser los “irreductibles” eran los de la diáspora, muchos ya
ciudadanos de los países que los albergaron, pero llenos de rencores y deseos
de castigar a todos los comunistas. En cambio, los que vivían en Lituania, se
sentían unidos todos juntos para sacudir aquel modo de vida sin suficientes
alimentos, sin comodidades, cuando el resto del mundo los tenían. Para llegar a
esa unión, fueron necesarios dos cambios generacionales, varios millones de
presos políticos que cumplieron sus penas y la convicción unánime de que todos
por igual, desean otro tipo de vida.
Me
pregunto cómo terminará ahora lo de Venezuela y lo primordial es que no tengan
que esperar hasta que sus vidas se arraiguen en otras tierras, porque nunca –
nunca – les desaparecerá el sufrimiento de la partida.
Cuando
muchas décadas después, regresé de visita a Lituania, busqué la dirección y la
casita donde mi mamá había dejado la llave bajo la alfombrita. Encontré la
calle, el sitio, pero la casita que era de madera, chiquita, preciosa, no
existía. Mamá y mi tía la habían dejado con todo lo que tenía adentro y me di
cuenta que lo único que de todo eso me quedaba, era un recuerdo entre grato y
doloroso.
Aconsejo
a los venezolanos, unirse para no esperar tanto.
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