Francisco Fernández-Carvajal 11 de diciembre de 2018
—
Jesús, modelo de mansedumbre que hemos de imitar.
— La
mansedumbre se apoya en una gran fortaleza de espíritu.
—
Frutos de la mansedumbre. Su necesidad para la convivencia y el apostolado.
I. El
texto del profeta Isaías en la Primera lectura de la Misa1,
como el Salmo responsorial2,
nos invitan a contemplar la grandeza de Dios, frente a esa debilidad nuestra
que conocemos por la experiencia de repetidas caídas. Y nos dicen que el
Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia3,
y quienes esperan en Él renuevan sus fuerzas, les nacen alas como de
águila, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse4.
El
Mesías trae a la humanidad un yugo y una carga, pero ese yugo es llevadero
porque es liberador y la carga no es pesada, porque Él lleva la parte más dura.
Nunca nos agobia el Señor con sus preceptos y mandatos; al contrario, ellos nos
hacen más libres y nos facilitan siempre la existencia. Venid a mí
todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré, nos dice Jesús en el
Evangelio de la Misa. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras
almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera5.
Se propone a Sí mismo el Señor como modelo de mansedumbre y de humildad,
virtudes y actitudes del corazón que irán siempre juntas.
Se
dirige Jesús a aquellas gentes que le siguen, maltratadas y abatidas
como ovejas sin pastor6,
y se gana su confianza con la mansedumbre de su corazón, siempre acogedor y
comprensivo.
La
liturgia de Adviento nos propone a Cristo manso y humilde para
que vayamos a Él con sencillez, y también para que procuremos imitarle como
preparación de la Navidad. Solo así podremos comprender los sucesos de Belén;
solo así podremos hacer que quienes caminan junto a nosotros nos acompañen
hasta el Niño Dios.
A un
corazón manso y humilde, como el de Cristo, se abren las almas de par en par.
Allí, en su Corazón amabilísimo, encontraban refugio y descanso las multitudes;
y también ahora se sienten fuertemente atraídas por Él, y en Él hallan la paz.
El Señor nos ha dicho que aprendamos de Él. La fecundidad de todo apostolado
estará siempre muy relacionada con esta virtud de la mansedumbre.
Si
observamos de cerca a Jesús, le vemos paciente con los defectos de sus
discípulos, y no tendrá inconveniente en repetir una y otra vez las mismas
enseñanzas, explicándolas detalladamente, para que sus íntimos, lentos y
distraídos, conozcan la doctrina de la salvación. No se impacienta con sus
tosquedades y faltas de correspondencia. Verdaderamente, Jesús, «que es Maestro
y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó pacientemente a
sus discípulos»7.
Imitar
a Jesús en su mansedumbre es la medicina para nuestros enfados, impaciencias y
faltas de cordialidad y de comprensión. Ese espíritu sereno y acogedor nacerá y
crecerá en nosotros en la medida en que tengamos más presencia de Dios y
consideremos con más frecuencia la vida de Nuestro Señor. «Ojalá fuera tal tu
compostura y tu conversación, que todos pudieran decir al verte o al oírte
hablar: este lee la vida de Jesucristo»8.
Especialmente la contemplación de Jesús nos ayudará a no ser altivos y a no
impacientarnos ante las contrariedades.
No
cometamos el error de pensar que ese «mal carácter» nuestro, manifestado en
ocasiones y circunstancias bien determinadas, depende de la forma de ser de
quienes nos rodean. «La paz de nuestro espíritu no depende del buen carácter y
benevolencia de los demás. Ese carácter bueno y esa benignidad de nuestros
prójimos no están sometidos en modo alguno a nuestro poder y a nuestro
arbitrio. Esto sería absurdo. La tranquilidad de nuestro corazón depende de
nosotros mismos. El evitar los efectos ridículos de la ira debe estar en
nosotros, y no supeditarlo a la manera de ser de los demás. El poder de superar
nuestro mal carácter no ha de depender de la perfección ajena, sino de nuestra
virtud»9.
La
mansedumbre se ha de poner especialmente de manifiesto en aquellas
circunstancias en las que la convivencia puede resultar más dificultosa.
II. La
mansedumbre no es propia de los blandos ni de los amorfos; está apoyada, por el
contrario, sobre una gran fortaleza de espíritu. El mismo ejercicio de esta
virtud implica continuos actos de fortaleza. Así como los pobres son los
verdaderamente ricos según el Evangelio, los mansos son los verdaderos fuertes.
«Bienaventurados los mansos porque ellos, en la guerra de este mundo, están
amparados contra el demonio y contra los golpes de las persecuciones del mundo.
Son como vasos de vidrio recubiertos de paja o heno, que no se quiebran al
recibir los golpes. La mansedumbre es como un escudo muy fuerte contra el que se
estrellan y rompen los golpes de las agudas saetas de la ira. Van vestidos con
vestidura de algodón muy suave que los defiende sin molestar a nadie»10.
La
materia propia de esta virtud es la pasión de la ira, en sus muchas
manifestaciones, a la que modera y rectifica de tal forma que no se enciende
sino cuando sea necesario y en la medida en que lo sea.
Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón. Ante la majestad de
Dios, que se ha hecho Niño en Belén, todo lo nuestro adquiere sus justas
proporciones, y lo que podría convertirse en una gran contrariedad se queda en
su exacta medida; la contemplación del nacimiento de Jesús nos sirve para
avivar nuestra oración, extremar la caridad y no perder la paz. Junto a Él
aprendemos a ser justos al valorar, en su presencia, los diversos incidentes de
la vida ordinaria, a callar en otras ocasiones, a sonreír, a tratar bien a los
demás, a esperar el momento oportuno para corregir una falta. También a salir
en defensa de la verdad y de los intereses de Dios y de nuestros hermanos con
toda la fuerza que sea necesaria. Porque a la mansedumbre, íntimamente
relacionada con la humildad, no se opone una cólera santa ante la injusticia.
No es mansedumbre lo que sirve de pabellón a la cobardía.
La ira
es justa y santa cuando se guardan los derechos de los demás; de modo especial,
la soberanía y la santidad de Dios. Vemos a Jesús santamente airado frente a
los fariseos y los mercaderes del Templo11.
Encuentra el Señor el Templo convertido en una cueva de ladrones, en un lugar
falto de respeto, dedicado a otras cosas que nada tenían que ver con la
adoración a Dios. El Señor se enfada terriblemente, y lo demuestra con sus
palabras y sus hechos. Pocas escenas nos han dejado los Evangelistas con tanta
fuerza como esta.
Y
junto a la santa ira de Jesús con quienes prostituyen aquel santo lugar, su
gran misericordia con los necesitados. Al mismo tiempo se acercaron a
Él, en el Templo, varios ciegos y cojos, y los curó12.
III. La
mansedumbre se opone a las estériles manifestaciones de violencia, que en el
fondo son signos de debilidad (impaciencias, irritación, mal humor, odio,
etcétera), a los desgastes inútiles de fuerzas por enfados que no tienen razón
de ser, ni por su origen –muchas veces estriba este en pequeñeces, que podían
haber pasado con una sonrisa o un silencio–, ni por sus resultados, porque nada
arreglan.
De la
falta de esta virtud provienen las explosiones de mal humor entre los esposos,
que van corroyendo poco a poco el verdadero amor; se origina también la
irascibilidad y sus funestas consecuencias en la educación de los hijos; la
falta de paz en la oración, porque en vez de hablar con Dios se rumian
agravios; en la conversación, la cólera debilita enseguida los argumentos más
sólidos. El dominio de sí mismo –que forma parte de la verdadera mansedumbre–
es el arma de los fuertes; nos contiene de hablar demasiado pronto, de decir
palabras que hieren y que luego nos hubiera gustado no haber pronunciado nunca.
La mansedumbre sabe esperar el momento oportuno y matiza los juicios, con lo
que adquieren toda su fuerza.
La
falta habitual de mansedumbre es fruto de la soberbia, y solo produce soledad y
esterilidad a su alrededor. «Tu mal carácter, tus exabruptos, tus modales poco
amables, tus actitudes carentes de afabilidad, tu rigidez (¡tan poco
cristiana!), son la causa de que te encuentres solo, en la soledad del egoísta,
del amargado, del eterno descontento, del resentido, y son también la causa de
que a tu alrededor, en vez de amor, haya indiferencia, frialdad, resentimiento
y desconfianza.
»Es
necesario que con tu buen carácter, con tu comprensión y tu afabilidad, con la
mansedumbre de Cristo amalgamada a tu vida, seas feliz y hagas felices a todos
los que te rodean, a todos los que te encuentren en el camino de la vida»13.
Los
mansos poseerán la tierra. Primero se poseerán a sí mismos, porque
no serán esclavos de sus impaciencias y de su mal carácter; poseerán a Dios,
porque su alma se halla siempre dispuesta para la oración, en un clima de
continua presencia de Dios; poseerán a los que les rodean, porque un corazón
así es el que gana amistad y cariño, imprescindibles en la convivencia diaria y
en todo apostolado. A nuestro paso por el mundo hemos de dejar el buen
aroma de Cristo14:
nuestra sonrisa habitual, una calma serena, buen humor y alegría, caridad y
comprensión.
Examinemos
nuestra disposición al sacrificio necesario para hacer agradable la vida de los
demás; si somos capaces de ceder el juicio propio, sin pretender tener siempre
razón; si sabemos reprimir el genio y pasar por alto los roces de toda
convivencia. Este tiempo de Adviento es buena ocasión para reforzar esta
actitud del corazón. Lo conseguiremos si tratamos con más frecuencia a Jesús, a
María y a José; si luchamos cada día por ser más comprensivos con quienes nos
rodean; si procuramos sin descanso limar nuestras propias asperezas; si sabemos
acudir al Sagrario para tratar con el Señor los asuntos que más nos preocupan.
1 Cfr. Is 40, 25-31. —
2 Sal 102, 1-2. 8. 10. —
3 Sal 102, 8. —
4 Is 40-31. —
5 Mt 11, 28-30. —
6 Mt 9, 36. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 2. —
9 Casiano, Constituciones,
8. —
10 F.
de Osuna, Tercer abecedario espiritual, III, 4.
—
11 Cfr. Jn 2,
13-17. —
12 Mt 21,
14. —
13 S. Canals, Ascética
Meditada, pp. 72-73.—
14 Cfr. 2
Cor 2, 15.
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