Por Valentina Oropeza
El lunes 10 de diciembre,
Susana Raffalli Arismendi recibió el Premio Franco-Alemán de Derechos Humanos y
Estado de derecho de 2018.
—¿Qué es esto, Mora?
—Ropa.
—¿Ropa de pacientes de
hospital? No, Mora. No puedes traer ropa de hospitales a la casa.
Susana se frustraba cuando
no la acompañaban en una causa justa. Socialmente justa. Le decían Mora
porque era morocha de Alfredo. Metió la ropa de los niños en una bolsa, agarró
la guitarra y se fue al Centro de Recuperación Nutricional Menca de Leoni
en El Cementerio, Caracas. Iba con las monjas del colegio San José de
Tarbes de La Florida, donde estudiaba bachillerato. Sólo admitían niñas. Alfredo
estudiaba en otro colegio. Tenían 15 años.
Las monjas llevaban a las
niñas de tercero, cuarto y quinto año a hospitales públicos y barriadas para
hacer apostolado. Discutían sobre el compromiso con los pobres influenciadas
por la teología de la liberación, un movimiento que calaba en América Latina.
Susana prendía velas y cantaba en las vigilias por monseñor Oscar Romero. Leía
sus discursos. Lo mataron de un tiro en el pecho en plena misa en El Salvador.
Le pedía a militares y policías que no asesinaran a civiles para reprimir. Era
1980.
Estaba prohibido llevar
comida a los niños del Menca de Leoni. Sólo comían lo que preparaban los
nutricionistas. Como no podía colaborar con la alimentación, Susana optó por la
compañía. Cuando se dio cuenta de que las enfermeras servían las bandejas y se
iban, empezó a quedarse con los niños. Les picaba la comida chiquitica, tocaba
la guitarra y les cantaba hasta que se dormían. Lloraba cuando llegaba a casa,
nunca frente a ellos. Era la primera vez que veía a niños con hambre.
Un año antes de graduarse de
bachilleres, los morochos descubrieron un secreto de su madre. Leonor Arismendi
no era mujer de puertas cerradas, pero desde hacía tiempo se encerraba en la
biblioteca todas las tardes. Algo pasaba. Un día confesó que intentaba sacar el
bachillerato por parasistema y necesitaba ayuda con las matemáticas. Nadie
podía saberlo. Ni su padre Pedro Arismendi, ni su esposo Alcides Raffalli
estaban de acuerdo con que Leonor estudiara.
Flor, en cambio, sí había
estudiado. Flor Isava-Fonseca era amiga de Leonor desde la infancia. Había
practicado tenis, golf, equitación y natación, mientras que Leonor dejó el
ballet cuando se hizo novia de Alcides. Le pidió que no bailara más porque el
profesor era hombre. Años después, Flor se convirtió en una de la primeras
mujeres que entró en la Comisión Ejecutiva del Comité Olímpico Internacional.
Con casi sesenta años, seis hijos grandes y los morochos a punto de entrar
en la universidad, Leonor sentía que ya era hora de hacer lo que le diera la
gana, sin importar qué esperaban de ella los hombres de su época. Susana
comenzó a impregnarse de esa transgresión mientras estudiaban matemáticas.
Los morochos y Leonor se
graduaron de bachilleres y entraron en la Universidad Central de Venezuela al
mismo tiempo. Alfredo se fue por Arquitectura, Susana por Nutrición y Leonor
por Bibliotecología. Susana quería sanar la tristeza que le dejó el Menca de
Leoni. Quería curar a niños desnutridos, así que escribió “Nutrición” en todas
sus postulaciones para un cupo universitario. Leonor estudiaría escondida de
Alcides y organizaría la biblioteca de ocho mil volúmenes que heredó de los
Arismendi. Eran descendientes del general Juan Bautista Arismendi, esposo de
Luisa Cáceres y jefe de batalla durante la campaña admirable. Bajo el decreto
de guerra a muerte y por órdenes de Simón Bolívar, Arismendi mandó a fusilar a
casi 900 prisioneros españoles en Caracas. Era febrero de 1814.
Leonor le decía a Alcides
que ya volvía, iba a llevar a la morocha a la UCV. Susana y Leonor llegaban
juntas a clases y se esperaban para regresar. Leonor rondaba los 60 y sus
compañeros tenían la edad de los morochos. Un día, Alcides descubrió la verdad.
Entendió que no tenía sentido oponerse a las intenciones de Leonor y empezó a
levantarse más temprano para llevarlos a todos a la universidad. Se hizo amigo
del chichero mientras esperaba a que salieran de clases. Alcides se tomó fotos
con la toga y el birrete de Leonor cuando se graduó.
Miedo a morir
El pregrado en Nutrición de
la UCV hacía énfasis en tres áreas: tecnología de alimentos, nutrición pública
y nutrición clínica. Susana escogió nutrición clínica para dedicarse a los
pacientes, aunque Cintia le advirtió que no tenía carácter para lidiar con
niños desnutridos. Cintia y Susana estudiaban juntas. Cuando vieron la materia
de nutrición en pediatría, hicieron las prácticas en el Hospital de Niños JM de
Los Ríos. Se encariñaron con una niña llamada Jessica. Susana aplicó lo que
había aprendido con las monjas del San José de Tarbes. Le llevaba sopa y le
cantaba después de comer. Un día, Susana y Cintia pasaron a visitar a Jessica y
encontraron la cama vacía, sin sábanas. Susana no quería llorar frente a otros
pacientes pero no podía parar. “No vas a aguantar esto”, le dijo Cintia.
Susana se graduó en la
Escuela de Nutrición de la UCV y cursó el posgrado de especialización en
nutrición clínica del Centro Médico de Caracas. La doctora Josefa Vivas de
Vegas fue su mentora; se quedó trabajando con ella después de graduada. Susana
se aburría en la consulta regular, especialmente cuando recibía a ejecutivos
con el colesterol alto o a mujeres que querían bajar de peso en tres días
porque tenían una boda el sábado. Quería dedicarse a los que tenían
hambre, la privación nutricional la desvelaba.
Solo un visitante no la
aburría. El doctor Luis Alberto Machado, un abogado y político que se había
dedicado a investigar y escribir sobre cómo potenciar la inteligencia. Luis
Herrera Campins lo nombró Ministro para el Desarrollo de la Inteligencia a finales
de los setenta. Machado escuchó que Susana había parado una diarrea persistente
en el hijo de un amigo con una dieta libre de gluten. Decidió conocerla. No
necesitaba consulta. Iba a conversar, a reflexionar sobre lo que había leído, a
compartir ideas nuevas. Tenía un familiar diagnosticado con depresión y estaba
convencido de que podía curarse a través de la alimentación. Aunque era calvo,
un día llegó al consultorio de Susana con cuatro pelos parados y tierra en
las uñas.
—Comí trigo durante dos semanas
y mire lo que me pasó en el pelo. Y míreme las uñas.
—Doctor Machado, ¿usted se
ha bañado en estas dos semanas?
—¡Claro, licenciada!
—Dios mío, ¿qué es esto?
Machado intentaba demostrar
con su propia experiencia que cuando el trigo deshidrata a las personas
sensibles a su consumo, seca la piel y la retrae tanto que puede afectar la
apariencia del paciente. Rieron hasta las lágrimas.
Susana superó el
aburrimiento cuando comenzó a tratar a niños con errores innatos del
metabolismo, enfermedades congénitas que impiden al cuerpo metabolizar los
alimentos. Comer hacía la diferencia entre la vida y la muerte para los que
padecían de este mal.
Su primer paciente con este
perfil fue María José. Era la menor de tres hermanos que habían nacido con
fibrosis quística del páncreas, una enfermedad genética en la raza caucásica
poco común. Aquella familia era una rareza estadística. La niña tenía siete
años, su piel era como porcelana blanca y tenía los ojos azules. Su páncreas no
producía enzimas para digerir la comida. Por eso estaba desnutrida. Sus
secreciones exocrinas eran espesas. Los esputos parecían tacos de plastilina y
como estaba desnutrida, no tenía músculos para toser y expulsarlos. Por eso
tenía enfermedades respiratorias todo el tiempo. Sudaba salado. En el siglo XV
se pensaba que los niños con fibrosis quística estaban embrujados. Cuando los
besaban, sabían a sal y morían prematuramente. En la literatura médica les
decían los niños salados.
Susana Raffalli retratada
por Roberto Mata
El examen para confirmar el
diagnóstico de esta enfermedad lo hacía en el IVIC el doctor Sergio Arias, un
genetista especializado en fibrosis quística. Al doctor Arias no le sorprendía
el caso de esta niña; su perfil encajaba con el de las víctimas de su trastorno
genético. Lo que le asombraba era detectar ese tipo de fibrosis en niños
morenos del JM de Los Ríos. Susana fue al hospital y se puso a trabajar con el
equipo de médicos especializados en fibrosis quística.
Como el aparato digestivo de
María José no funcionaba, Susana la conectó a una sonda para alimentarla
continuamente, gota a gota. Además de los sueros, le diluía las pastillas de
enzimas digestivas en suero fisiológico para incrementar las posibilidades de
que las absorbiera. Susana dormía al pie de la cama para monitorear el
tratamiento. Comenzó a mejorar, desarrolló músculo, dejó de toser y no tuvo
neumonía durante varios meses. Sus padres y los médicos estaban optimistas. Dos
años después, cuando tenía nueve, una infección respiratoria aguda devolvió a María
José a hospitalización. Como nadie esperaba que empeorara, nadie la preparó
para morir. Susana nunca se perdonó que justo antes de irse, María José le
dijera que tenía miedo.
El dilema humanitario
Susana confió a la doctora
Josefa que quería especializarse en el manejo de niños con errores innatos
del metabolismo. Su mentora la apoyó y le recomendó estudiar en el mejor centro
especializado en el área: el Hospital John Hopkins de Baltimore, Estados
Unidos, para cursar un internado docente en nutrición y gastroenterología
pediátrica.
Susana aplicó tres veces a
una beca Fundayacucho pero no se la dieron. Recibió un crédito educativo que
reintegró luego con la ayuda de la Fundación Eliodoro González, los fabricantes
de Ponche Crema. Cubrieron sus gastos durante un año, 1993. Una compañera
venezolana que estudiaba malaria le recomendó mirar la maestría en Nutrición
Internacional de la Escuela de Salud Pública de John Hopkins. Susana no tenía
recursos para inscribirse formalmente, pero asistió a todas las clases. No
aparece en los registros de la escuela, no presentó exámenes ni se llevó el
título, pero el programa cambió su vida.
Nutrición internacional
significaba nutrición a nivel poblacional. En las primeras clases discutieron
sobre Biafra, un estado que se independizó de Nigeria durante tres años y era
un caso emblemático de hambruna en África. Debatieron sobre una epidemia de
ceguera en Cuba que podía tener causas nutricionales durante el período
especial. Y estudiaron las razones políticas de las hambrunas en China durante
la época de Mao y en la Unión Soviética de Stalin. Por primera vez, Susana
escuchó que el hambre podía ser una decisión política. Se le movieron las
tripas y los recuerdos. Pensó en las monjas del San José de Tarbes y en
monseñor Romero.
Una clase marcó a Susana.
Analizaron un discurso de James Grant, el tercer director ejecutivo de Unicef.
Reconoció que la ayuda humanitaria pasaba a veces por el dilema de negociar con
dictadores y genocidas para llevar asistencia a las víctimas de las violaciones
que perpetraban. En 1989, Grant aceptó una invitación a cenar con el general
Fadallah Burma Nassir, la cabeza de las milicias progobierno que bloqueaban la
llegada de la ayuda humanitaria a los campos de refugiados en la frontera entre
el norte y el sur de Sudán. En aquella cena, Grant logró un acuerdo inédito
para que un consorcio de agencias de la ONU y organizaciones no gubernamentales
cruzaran las líneas de batalla de la guerra civil y llevaran asistencia a
todos, sin importar su color en el conflicto. Ese día Susana entendió que el
trabajo humanitario y la defensa de los derechos humanos podían tener
fricciones y que era necesario un armisticio entre ambos porque eran campos
fundamentales para la dignidad humana.
Dos meses después de
arrancar el curso, Susana decidió abandonar la nutrición clínica para dedicarse
a la pública. Al mes siguiente apareció en Baltimore un equipo de nutriólogos
guatemaltecos del Instituto de Nutrición de Centroamérica y Panamá (Incap), el
laboratorio de investigación de hambre y nutrición más importante de América
Latina. Ellos crearon la incaparina, un complemento alimenticio con alto valor
proteico que además era barato. La versión venezolana se llamó Lactovisoy.
La dirección del Incap
planeaba cambiar el perfil del instituto. Querían hacer menos epidemiología y
más formación de personal en derecho a la alimentación. Se proponían abrir la
primera Maestría en Seguridad Alimentaria de América Latina. Susana decidió
irse a Guatemala para hacer la maestría y formarse en políticas públicas de
nutrición, con el apoyo financiero de la Fundación Andrés Mata del diario El
Universal. Susana estudió economía política de los sistemas alimentarios,
analizó los planes de varios países latinoamericanos y viajó por Centroamérica
para conocer proyectos comunitarios de gestión alimentaria.
Cuando le tocó volver a
Venezuela para hacer su tesis de grado, propuso un arreglo tipo economato
comunal para facilitar el acceso al alimento en Catuche, un barrio caraqueño
que creció sin planificación ni servicios públicos, en una montaña junto a una
quebrada. Presentó el proyecto ante la alianza de gestión comunal y urbana
llamada Consorcio Catuche. La comida en Catuche era más cara por las
dificultades de acceso y la oferta alimentaria era escasa.
Susana empezó su carrera por
organizaciones internacionales antes de entregar la tesis. Aaron Lechtig,
director para Asuntos de Nutrición en América Latina de Unicef, dio una
conferencia en el Incap. Conoció a Susana y le propuso reemplazar a su asistente,
que se iba de permiso posnatal, en la oficina de Unicef en Bogotá. Susana
aceptó. Llegó a la organización cuando la abogada venezolana Teresa Albanes
acababa de entregar la dirección general para América Latina y el Caribe
después de 12 años. Susana sentía que su acento venezolano era bienvenido
gracias al legado de Albanes. Vio a Lechtig negociar con gobiernos y
empresarios para lograr la fortificación de las harinas con hierro y la
yodación de la sal. Le fascinaba el mundo de la diplomacia de la nutrición. Y
aprendió cómo funcionaba.
Cuando terminó el contrato
con Unicef, Susana regresó al Incap para coordinar un programa de monitoreo de
la seguridad alimentaria en Centroamérica. Y llegó su primera emergencia
humanitaria en 1998: el huracán Mitch, con vientos de casi 300 kilómetros por
hora, devastaba los circuitos alimentarios en Guatemala, Honduras, Nicaragua,
El Salvador y la península de Yucatán. Sobre la marcha aprendió a rehabilitar
nutricionalmente a poblaciones en emergencia.
Desde entonces, Susana no
paró de abordar aviones que la llevaban a emergencias humanitarias, hambrunas
causadas por desastres naturales o decisiones políticas. No hay hambrunas en
democracia, recuerda el Nobel de Economía Amartya Sen. El trabajo humanitario
la impulsó a volver a clases. En 2004, compró un pasaje a Madrid con sus
ahorros e hizo un curso en gestión de emergencia humanitaria con énfasis en
alimentación, impartido por la Cruz Roja española y la Universidad Complutense.
Con los conocimientos
frescos, se postuló a un cargo en gestión de riesgos en Oxfam Internacional,
una coalición de ONG que realiza trabajo humanitario en 90 países, y que tiene
por lema “trabajar con otros para combatir la pobreza y el sufrimiento”. La
sede principal está en Inglaterra. Susana no estaba familiarizada con el acento
británico, así que no le entendió una palabra a la persona de recursos humanos
que le explicó sus beneficios y obligaciones laborales.
En Oxfam organizó el regreso
de los damnificados desde los refugios a sus comunidades después del tsunami en
Indonesia. Presenció cómo las ratas se comieron los cultivos de maíz y arroz en
la Región Autónoma del Atlántico Norte en Nicaragua. Susana usaba botas de
cuero con soportes de metal para evitar que la mordieran. Participó en la estrategia
que aplicaron Oxfam y la FAO para incentivar a los pobladores a que hicieran
trampas para ratas. Pagaban 0,75 dólares por cada rabo de rata. Con ese dinero,
las víctimas de la crisis podían comprar provisiones. Susana trabajó en Acción
Contra el Hambre, la FAO, Incap. Estuvo en Angola, Afganistán, Pakistán, el
Sahara Occidental, Colombia.
Después de 20 años en el
circuito de ayuda humanitaria, Oxfam la nombró coordinadora regional para
el Sureste Asiático de su programa de seguridad alimentaria en emergencias.
Trabajó en Filipinas, Vietnam, Camboya, Tailandia, Indonesia y Birmania, donde
escribió uno de los pocos programas de esa agencia sobre seguridad alimentaria,
derechos humanos y gobernanza.
Birmania la obligó a pisar
el terreno de la defensa de los derechos humanos al documentar crímenes de
Estado relacionados con la alimentación, perpetrados por la Junta Militar. En
2008 presenció la limpieza étnica de los rohingyas y la devastación que
ocasionó el ciclón Nargis, que levantó una ola gigante y aplastó lo que
encontró a su paso en 35 kilómetros costa adentro. Murieron más de 78 mil
personas. Miles desaparecieron. Susana admiró en Birmania la resiliencia de un
pueblo vulnerado por devastaciones naturales y políticas.
Susana Raffalli retratada
por Roberto Mata
El regreso a Venezuela
Mientras vivía en Birmania,
ocurrió una emergencia familiar para la que Susana no tenía plan. Su hermana
Noni tenía cáncer. Susana viajó desde Birmania para cuidarla.
—¿Noni, dónde te quieres
morir?
—En Caracas, viendo El
Ávila.
Cuatro meses después le
diagnosticaron cáncer a Marianela, su hermana mayor. Susana renunció a Oxfam y
vio morir a su segunda hermana en 2011.
A medida que pasaba el luto,
Susana se preocupaba más por la seguridad alimentaria en Venezuela. El gobierno
tomaba medidas regresivas para el derecho a la alimentación. Cada vez era más
difícil comer. Lanzar un programa de distribución de bolsas de comida
demostraba que el Estado había secuestrado el sistema alimentario y limitaba la
posibilidad de los más pobres a elegir los alimentos que querían comer y su
capacidad para comprarlos. Si pudieran hacerlo, no dependerían de una bolsa
regalada, ni de un carnet, ni de un partido político. Susana sintió la
necesidad de alertar una situación parecida a la de Birmania. Recurrió a las
organizaciones de defensa de derechos humanos para poner su experticia a
disposición de la denuncia. Empezó a colaborar con el Programa Venezolano de
Educación-Acción en Derechos Humanos; la Red Venezolana por los Derechos Humanos
de Niños, Niñas y Adolescentes; la Red de Acción Ciudadana Contra el SIDA; la
red de organizaciones por el derecho de las mujeres a una vida libre de
violencia.
Denunciar era importante,
pero también había que rescatar a los niños desnutridos en riesgo de muerte.
Había que actuar de inmediato pero necesitaban información, saber quién
necesitaba qué y dónde. Janeth Márquez, la directora de Cáritas, pensaba lo
mismo. Janeth le propuso a Susana que la asesorara para diseñar un proyecto que
sería financiado por la Unión Europea. Pidieron dinero para construir un
Sistema de Monitoreo, Alerta y Atención en Nutrición y Salud. SAMAN. En poco
tiempo, SAMAN se convirtió en uno de los pocos instrumentos que llevaba el
pulso en tiempo real de la emergencia humanitaria en Venezuela. Y Susana asumió
la vocería que divulgaba mediciones y analizaba el hambre en un país donde el
gobierno negaba la crisis en 2016.
Su trabajo dentro del
movimiento venezolano de derechos humanos ha ayudado a visibilizar la crisis.
Un objetivo fundamental se ha logrado. Venezuela ya está recibiendo los fondos
de ayuda humanitaria más importantes del mundo: 9,2 millones de dólares por el
Fondo Común de Respuesta a Emergencias de la ONU, 35 millones de euros desde la
Comisión Europea.
Susana Raffalli Arismendi
considera que es clave aprovechar estos recursos para salvar las vidas que
están en riesgo, organizar a la sociedad civil y la ayuda de los venezolanos
que están fuera del país. Advierte que si las causas de la crisis no se
corrigen, Venezuela puede llegar a un punto sin retorno. Lo ha visto en otros
países: las emergencias humanitarias se enquistan cuando se alargan y cursan
sin pronóstico. La precariedad se vuelve forma de vida. En esos extremos, no
hay más socorro.
Alemania y Francia le
otorgaron el premio que reconoce su trabajo, el lunes 10 de diciembre de 2018.
Lo aceptó en nombre de los venezolanos que documentan y denuncian violaciones
de derechos humanos y los que prestan ayuda humanitaria.
Se siente incómoda con el
protagonismo, afirma. Los protagonistas de su historia son las víctimas.
11-12-18
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