Francisco Fernández-Carvajal 03 de febrero de 2019
— La
presencia de Jesús en nuestra vida puede significar, alguna vez, perder algo
temporal. Jesús vale más.
—
Todas las cosas deben ser medios que nos acerquen a Cristo.
—
Desprendimiento. Algunos detalles.
I. Nos
dice San Marcos en el Evangelio de la Misa1 que
llegó Jesús a la región de los gerasenos, una tierra de gentiles, al otro lado
del lago de Genesaret. Allí, nada más dejar la barca, le salió al encuentro un
endemoniado que, postrado ante Él, gritaba: ¿Qué tienes que ver
conmigo, Jesús, hijo de Dios Altísimo? Te pido por Dios que no me atormentes.
Porque Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo, sal de este hombre.
Jesús le preguntó por su nombre, y él respondió: Me llamo Legión,
porque somos muchos. Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de
aquella región. Cerca del lugar donde ellos se encontraban pacía una gran
piara de cerdos.
La
aparición del Mesías lleva consigo la derrota del reino de Satanás, que por eso
muestra su resistencia de modo tan acentuado en numerosos pasajes del
Evangelio. Como en los demás milagros, cuando Jesús expulsa a los demonios pone
de relieve su poder redentor. El Señor se presenta siempre en la vida de los
hombres librándolos de los males que les oprimen: Pasó haciendo el bien
y sanando a todos los que habían caído bajo el poder del diablo2,
dirá San Pedro en el discurso ante Cornelio y su familia, resumiendo esta y
otras muchas expulsiones de demonios que hizo el Señor.
Aquí
los demonios hablan por boca de este hombre y se quejan de que Jesús haya
venido a destruir su reino en la tierra. Y le piden quedarse en aquel lugar.
Por eso quieren entrar en los cerdos. Era también, quizá, una manera de
perjudicar y de vengarse de aquellas gentes, y de alborotarlas contra Jesús. El
Señor accede, con todo, a la petición de los demonios. Entonces, la piara
corrió con ímpetu por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua. Los
porqueros huyeron y dieron la noticia en la ciudad y en el campo. Y la gente
fue a ver lo que había pasado.
San
Marcos nos indica expresamente que eran alrededor de dos mil los cerdos que se
ahogaron. Debió de significar una gran pérdida para aquellos gentiles. Quizá
sea el rescate pedido a este pueblo por librar a uno de los suyos del poder del
demonio: han perdido unos cerdos, pero han recuperado a un hombre.
Y este endemoniado, este hombre «rebelde y dividido, con dominio miserable de
una multitud de espíritus impuros, ¿no ofrece por ventura algún parecido con un
tipo humano que no es ajeno a nuestro tiempo? En todo caso, el alto costo
pagado por la liberación de aquel hombre, la hecatombe de la piara de los dos
mil cerdos ahogados en las aguas del mar de Galilea, tal vez sea el índice del
elevado precio que tiene el rescate del hombre pagano contemporáneo. Un costo
valorable también en riquezas que se pierden; un rescate cuyo precio es la
pobreza del que generosamente intenta redimirle. La pobreza real de los
cristianos quizá sea el valor que Dios haya fijado por el rescate del hombre de
hoy. Y vale la pena pagarlo (...); un solo hombre vale mucho más que dos mil
cerdos»3, vale más que todo el mundo creado con sus riquezas y sus
maravillas.
Sin
embargo, sobre estas gentes pesa más el daño temporal que la liberación del
endemoniado. En el cambio de un hombre por unos cerdos se inclinan por estos,
por los cerdos. Ellos, al ver lo que había pasado, rogaron a Jesús que
se marchara de su país. Cosa que el Señor hizo enseguida.
La
presencia de Jesús en nuestras vidas puede significar, alguna vez, perder la
ocasión de un buen negocio, porque no era del todo limpio, o por no poder
competir con los mismos medios ilícitos que nuestros colegas..., o,
sencillamente, porque quiere que ganemos su corazón con nuestra pobreza. Y
siempre nos pedirá el Señor, para permanecer junto a Él, un desprendimiento efectivo
de los bienes, una pobreza cristiana real, que señale con claridad la primacía
de lo espiritual sobre lo material, y del fin último –la salvación, la nuestra
y la del prójimo– sobre los fines temporales del bienestar humano.
II. Le
pidieron a Jesús que se alejase de su región. No incurramos
nosotros jamás en la aberración de decir a Jesús que se aleje de nuestra vida,
porque por manifestarnos como cristianos perdamos en alguna circunstancia un
cargo público, un puesto de trabajo, o debamos sufrir un perjuicio material de
cualquier clase. Al contrario, hemos de decirle muchas veces al Señor, con las
palabras que el sacerdote pronuncia en secreto antes de la Comunión en la Santa
Misa: fac me tuis semper inhaerere mandatis, et a te numquam separari
permittas: haz que cumpla siempre tus mandatos y no permitas que me separe
nunca de Ti. Es preferible estar con Cristo sin nada, que estar sin Él y tener
todos los tesoros del mundo juntos. «Bien sabe la Iglesia que solo Dios, al que
ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el
cual nunca se sacia plenamente con solo los elementos humanos»4.
Todas
las cosas de la tierra son medios para acercarnos a Dios. Si no sirven para
eso, no sirven ya para nada. Más vale Jesús que cualquier negocio, más que la
vida misma. «Si destierras de ti a Jesús y lo pierdes, ¿a dónde irás?, ¿a quién
buscarás por amigo? Sin amigo no puedes vivir mucho; y si no fuere Jesús tu
especialísimo amigo, estarás triste y desconsolado»5.
Perderás mucho en esta vida, y todo en la otra.
Los primeros
cristianos, y muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos, han preferido
el martirio antes que perder a Cristo. «Durante las persecuciones de los
primeros siglos, las penas habituales eran la muerte, la deportación y el
exilio.
»Hoy,
a la prisión, a los campos de concentración o de trabajos forzados, a la
expulsión de la propia patria, se han unido otras penas menos llamativas pero
más sutiles: no es ya una muerte sangrienta, sino una especie de
muerte civil; no solo la segregación en una prisión o en un
campo, sino la restricción permanente de la libertad personal o la
discriminación social (...)»6.
¿Seremos nosotros capaces de perder, si fuera necesario, la honra o la fortuna,
a cambio de permanecer con Dios?
Seguir
a Jesús no es compatible con todo. Hay que elegir, y renunciar a todo lo que
sea un impedimento para estar con Él. Para eso, debemos tener muy enraizada en
el alma una clara disposición de horror al pecado, pidiendo al Señor y a su
Madre que aparten de nosotros todo lo que nos separe de Él: «Madre, líbranos a
tus hijos –a cada una, a cada uno– de toda mancha, de todo lo que nos aparte de
Dios, aunque tengamos que sufrir, aunque nos cueste la vida»7.
¿Para qué queremos el mundo entero si perdiéramos a Jesús?
III. «Y
que entre los moradores de aquella región había gentes necias –comenta San Juan
Crisóstomo– bien claro se ve por el desenlace de todo este episodio. Porque
cuando debían haberse postrado en adoración y admirar su poder, le mandaron
recado suplicándole que se marchara de sus términos»8.
Jesús fue a visitarles y no supieron comprender quién estaba allí, a pesar de
los prodigios que había hecho. Esta fue la mayor necedad de estas gentes: no
reconocer a Jesús.
El
Señor pasa cerca de nuestra vida todos los días. Si tenemos el corazón apegado
a las cosas materiales no le reconoceremos; y hay muchas formas, algunas muy
sutiles, de decirle que se vaya de nuestros dominios, de nuestra vida, ya
que nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y
amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no
podéis servir a Dios y a las riquezas9.
Conocemos
por propia experiencia el peligro que corremos de servir a los bienes terrenos,
en sus múltiples manifestaciones de deseo desordenado de mayores bienes,
aburguesamiento, comodidad, lujo, caprichos, gastos innecesarios, etc.; y vemos
también lo que ocurre a nuestro alrededor: «Muchos hombres parecen guiarse por
la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como
teñida de cierto espíritu materialista»10.
Piensan que su felicidad está en los bienes materiales y se llenan de ansiedad
por conseguirlos.
Nosotros
debemos estar desprendidos de todo cuanto tenemos. De este modo, sabremos
utilizar todos los bienes de la tierra según lo dispuesto por Dios, y tendremos
el corazón en Él y en los bienes que nunca se agotan. El desasimiento hace de
la vida un sabroso camino de austeridad y eficacia. El cristiano ha de examinar
con frecuencia si se mantiene vigilante para no caer en la comodidad, o en un
aburguesamiento que no se compagina de ninguna forma con ser discípulo de
Cristo; si procura no crearse necesidades superfluas; si las cosas de la tierra
le acercan o le separan de Dios. Siempre podemos y debemos ser parcos en las
necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los
caprichos, venciendo la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo
generosos en la limosna.
También
podemos considerar hoy en nuestra oración si estamos dispuestos a tirar lejos
de nosotros lo que nos estorbe para acercarnos a Cristo, como hizo Bartimeo,
aquel ciego que pedía limosna en las afueras de Jericó11.
El
Señor vale infinitamente más que todos los bienes creados. No ocurrirá en
nuestra vida como en la de aquellos gerasenos: toda la ciudad salió al
encuentro de Jesús y, al verle, le rogaron que se alejara de su región12.
Nosotros, por el contrario, digámosle, con las palabras de la oración de San
Buenaventura para después de la Comunión: que Tú seas siempre (...) mi
herencia, mi posesión, mi tesoro, en el cual esté siempre fija y firme e
inconmoviblemente arraigada mi alma y mi corazón13.
Señor, ¿a dónde iría yo sin Ti?
1 Mc 5,
1-20. —
2 Hech 10,
38. —
3 J.
Orlandis, La vocación cristiana del hombre de hoy, Rialp,
2ª ed., Madrid 1964, p. 186. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 41. —
5 T.
Kempis, Imitación de Cristo, II, 8, 3. —
6 Juan
Pablo II, Meditación-plegaria, Lourdes, 14-VIII-1983.
—
7 A.
del Portillo, Carta 31-V-1987, n. 5. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 28, 3. —
9 Mt 6,
24. —
10 Conc.
Vat. II, loc. cit., 63. —
11 Cfr. Mc 10,
50. —
12 Mt 8,
34. —
13 Misal
Romano, Oración para la acción de gracias de la Comunión.
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