Francisco Fernández-Carvajal 07 de febrero de 2019
— El
ejemplo de los mártires. Nuestro testimonio de cristianos corrientes. La virtud
de la fortaleza.
—
Fortaleza para seguir a Cristo, para ser fieles en lo pequeño, para vivir el
desprendimiento efectivo de los bienes, para ser pacientes.
—
Heroísmo en la vida sencilla y normal del cristiano. Ejemplaridad.
I. El
Evangelio de la Misa de hoy nos relata el martirio de Juan el Bautista1,
que fue fiel, hasta dar la vida, a la misión recibida de Dios. Si en los
momentos difíciles hubiera callado o se hubiera mantenido al margen de los
acontecimientos, no habría muerto degollado en la cárcel de Herodes. Pero Juan
no era como caña que se mueve con cualquier viento. Fue coherente
hasta el final con su vocación y con los principios que daban sentido a su
existencia.
La
sangre que derramó Juan, junto a la de los mártires de todos los tiempos, se
uniría a la Sangre redentora de Cristo para darnos un ejemplo de amor y de
firmeza en la fe, de valentía y de fecundidad. El martirio es la mayor
expresión de la virtud de la fortaleza y el testimonio supremo de una verdad
que se confiesa hasta dar la vida por ella. El ejemplo del mártir «nos trae a
la memoria que a la fe se debe un testimonio (...) personal, preciso, y –si
llega el caso– costoso, intrépido; y nos recuerda, en fin, que el mártir de
Cristo no es un héroe extraño, sino que es para nosotros, es nuestro»2:
nos enseña que todo cristiano debe estar dispuesto a entregar su propia vida,
si fuera necesario, en testimonio de su fe.
Los
mártires no son solo un ejemplo incomparable del pasado; nuestra época actual
es también tiempo de mártires, de persecución, incluso sangrienta. «Las
persecuciones por la fe son hoy muchas veces semejantes a las que el
martirologio de la Iglesia ha registrado ya durante los siglos pasados. Ellas
asumen formas diversas de discriminación de los creyentes, y de toda la
comunidad de la Iglesia (...).
»Hoy
hay centenares y centenares de miles de testigos de la fe, muy frecuentemente
desconocidos u olvidados por la opinión pública, cuya atención está absorbida
por otros hechos; frecuentemente solo Dios los conoce. Ellos soportan
privaciones diarias, en las más diversas regiones de cada uno de los
continentes.
»Se
trata de creyentes obligados a reunirse clandestinamente porque su comunidad
religiosa no está ya autorizada. Se trata de obispos, de sacerdotes, de
religiosos a los que les está prohibido ejercer el santo ministerio en sus
iglesias o en sus reuniones públicas (...).
»Se
trata de jóvenes generosos, a los que se impide entrar en un seminario o en un
lugar de formación religiosa para realizar allí su propia vocación (...). Se
trata de padres a los que se niega la posibilidad de asegurar a sus hijos una
educación inspirada en la propia fe.
»Se
trata de hombres y mujeres, trabajadores manuales, intelectuales y de todas las
profesiones, los cuales, por el simple hecho de profesar su fe, afrontan el
riesgo de verse privados de un porvenir brillante para sus carreras o sus
estudios»3. Sin embargo, el Señor no pide a la mayor parte de los
cristianos que derramen su sangre en testimonio de la fe que confiesan. Pero
reclama de todos una firmeza heroica para proclamar la verdad con la vida y la
palabra en ambientes quizá difíciles y hostiles a las enseñanzas de Cristo, y
para vivir con plenitud las virtudes cristianas en medio del mundo, en las
circunstancias en las que nos ha colocado la vida: es la senda que deberán
recorrer la mayoría de los cristianos, que han de santificarse siendo heroicos
en los deberes y circunstancias de cada día. El cristiano de hoy tiene
necesidad de modo particular de la virtud de la fortaleza, que, además de ser
humanamente tan atractiva, resulta imprescindible dada la mentalidad
materialista de muchos, la comodidad, el horror a todo lo que suponga
mortificación, renuncia o sacrificio...: todo acto de virtud incluye un acto de
valentía, de fortaleza; sin ella no se puede ser fiel a Dios.
Enseña
Santo Tomás4 que esta virtud se manifiesta en dos tipos de
actos: acometer el bien sin detenerse ante las dificultades y
peligros que pueda comportar, y resistir los males y dificultades de
modo que no nos lleven a la tristeza. En el primer caso encuentran su campo
propio de actuación la valentía y la audacia; en el segundo, la paciencia y la
perseverancia. Todos los días se nos presentan muchas ocasiones para vivir
estas virtudes: para superar los estados de ánimo, para evitar las quejas
inútiles, para perseverar en el trabajo cuando comienza el cansancio, para
sonreír cuando nos encontramos con menos facilidad de hacerlo, para corregir lo
que sea necesario, para comenzar cada labor en su momento, para ser constante
en el apostolado con nuestros familiares y amigos...
II.
Poner la meta de nuestra vida en seguir de cerca a Jesucristo y en progresar
siempre en ese seguimiento ya requiere fortaleza, porque nunca fue empresa
cómoda seguir a Cristo. Es tarea alegre, inmensamente alegre, pero sacrificada.
Y después de la primera decisión está la de cada tiempo, la de cada día. Fuerte
ha de ser el cristiano para emprender el camino de la santidad y para
reemprenderlo en cada una de sus etapas, para perseverar sin amilanarse a pesar
de todos los obstáculos, internos y externos, que se presentan.
Tenemos
necesidad de la fortaleza para ser fieles en lo pequeño de
cada día, que es, en definitiva, lo que nos acerca o nos separa del Señor. Esta
actitud de firmeza se manifiesta en el trabajo, en la vida familiar, ante el
dolor y la enfermedad, ante los posibles desánimos que quitarían la paz si no
hubiera una lucha decidida por superarlos, apoyados siempre en la consideración
de que Dios es nuestro Padre y permanece junto a cada uno de sus hijos.
Necesitamos
la virtud de la fortaleza para evitar el descamino, para dejar a un lado las
baratijas de la tierra y no permitir que el corazón se apegue a ellas en una
época en la que muchos las tienen como el fin de su vida y olvidan que su
corazón lo creó Dios de manera que solo Él puede saciar su ansia de felicidad.
Muchos cristianos parecen haber olvidado que Cristo es verdaderamente el tesoro
escondido, la perla preciosa5,
por cuya posesión vale la pena no llenar el corazón de bienes pequeños y
relativos, pues «el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro, por ellas
desprecia todas las cosas; para este son basuras las haciendas, las riquezas y
los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro supremo, ni
que pueda ponerse en su presencia»6,
Para estar efectivamente desprendidos de los bienes que debemos utilizar, para
no convertirlos en fines, debemos ser fuertes.
Esta
virtud nos lleva a ser pacientes ante los acontecimientos y
noticias desagradables y ante los obstáculos que cada día se presentan, a saber
esperar el momento oportuno para hacer una corrección. No es propio de un
cristiano que vive en la presencia de su Padre Dios el andar con un gesto
agrio, malhumorado o triste ante una espera que se prolonga, ante planes
imprevistos que ha de cambiar a última hora, o frente a los pequeños (o
grandes) fracasos que lleva consigo toda vida normal. La paciencia nos lleva
también a ser comprensivos con los demás, cuando parece que no mejoran o no
ponen todo el interés en corregirse, y a tratarlos siempre con caridad, con
aprecio humano y sentido sobrenatural. Quien tiene a su cargo la formación de
otras personas (padres, maestros, superiores...) necesita particularmente de la
paciencia, porque «gobernar, muchas veces, consiste en saber “ir tirando” de la
gente, con paciencia y cariño»7.
A todos nos puede ayudar este consejo para hacer hoy examen en nuestra oración
personal: «Has de conducirte cada día, al tratar a quienes te rodean, con mucha
comprensión, con mucho cariño, junto –claro está– con toda la energía
necesaria: si no, la comprensión y el cariño se convierten en complicidad y en
egoísmo»8. La caridad nunca es debilidad, y la fortaleza no debe tomar
una actitud desabrida, áspera y malhumorada.
III. Son
pocos, efectivamente, en comparación a todos los fieles que componen la
Iglesia, los hombres a los que pide el Señor un testimonio de la fe derramando
su sangre, dando su vida en el martirio (mártir significa testigo),
pero sí nos pide a todos la entrega de la vida, poco a poco, con heroísmo
escondido, en el cumplimiento fiel del deber: en el trabajo, en la
familia, en la lucha por ser siempre coherentes con la fe cristiana, con un
ejemplo que arrastra y estimula. Por esto, no basta con que vivamos
interiormente la doctrina de Cristo: falsa fe sería aquella que careciera de
manifestaciones externas. Por pasividad, por afán de no comprometerse, no
pueden dar a entender los cristianos que no estiman su fe como lo más
importante de su vida o no consideran las enseñanzas de la Iglesia como un
elemento vital de su conducta. «El Señor necesita almas recias y audaces, que
no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»9.
En ocasiones, pueden existir graves razones de caridad para confortar con el
testimonio de nuestra fe a los que andan vacilantes: una confesión decidida
como la del Bautista, sin complejos, que arrastre y remueva.
El
honor de Dios está por encima de las conveniencias personales. No podemos
permanecer pasivos cuando se quiere poner al Señor entre paréntesis en la vida
pública o cuando hombres sectarios pretenden arrinconarlo en el fondo de las
conciencias. Tampoco podemos estar callados cuando hay tantas personas a
nuestro lado que esperan un testimonio coherente con la fe que profesamos. Ese
testimonio consistirá unas veces en la ejemplaridad en el trabajo profesional,
en la caridad y la comprensión con todos, en la alegría que revela la paz que
nace del trato con Dios...; otras, en el silencio ante una injusta acusación, o
en la defensa serena pero firme del Romano Pontífice o de la jerarquía de la
Iglesia, en la refutación de una doctrina errónea o confusa... Siempre con
serenidad y sin intemperancias, que no hacen bien y no son propias de un
cristiano, pero con firmeza.
La
fortaleza de Juan y su vida coherente es para nosotros un ejemplo a imitar. Si
lo seguimos en los acontecimientos diarios, corrientes y sencillos, muchos de
nuestros amigos verán el temple de nuestra vida y se moverán por ese testimonio
sereno, de la misma manera que muchos se convertían al contemplar el martirio
–el testimonio de fe– de los primeros cristianos.
1 Mc 6,
14-29. —
2 Pablo
VI, Alocución 3-XI-1965. —
3 Juan
Pablo II, Meditación-plegaria, Lourdes, 14-VIII-1983.
—
4 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 123, a. 6. —
5 Cfr. Mt 13,
44-46. —
6 Catecismo
Romano, IV, 11, n. 15. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 405. —
8 Ibídem,
n. 803. —
9 Ibídem,
n. 416.
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