Francisco Fernández-Carvajal 16 de febrero de 2019
— Solo
quien es humilde puede confiar de verdad en el Señor.
— El
gran obstáculo de la soberbia. Manifestaciones.
—
Ejercitarse en la virtud de la humildad.
I. Sé
la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde se me salve...,
rezamos en la Antífona de entrada de la Misa1.
Él es la fortaleza y la seguridad en medio de tanta debilidad como encontramos
a nuestro alrededor y en nosotros mismos; Él es el agarradero firme en cada
momento, a cualquier edad y en toda circunstancia. Bendito quien confía
en el Señor y pone en Él su confianza, nos dice el profeta Jeremías en
la Primera lectura, será un árbol plantado junto al agua, que junto a
la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará
verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto2.
Por el contrario, es maldito quien, apartando su corazón del Señor,
confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza. Su vida será estéril,
como un cardo en la estepa.
Sé la
roca de mi refugio, Señor: la humildad personal y la confianza en
Dios van siempre juntas. Solo el humilde busca su dicha y su fortaleza en el
Señor. Uno de los motivos por los que los soberbios tratan de buscar alabanzas
con avidez, de sobreestimarse a sí mismos y se resienten ante cualquier cosa
que pueda rebajarles en su propia estima o en la de otros, es la falta de
firmeza interior: no tienen más punto de apoyo ni más esperanzas de felicidad
que ellos mismos. Por esto son, con mucha frecuencia, tan sensibles a la menor
crítica, tan insistentes en salirse con la suya, tan deseosos de ser conocidos,
tan ansiosos de consideraciones. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se
agarra a una débil tabla, que no puede sostenerlo. Y sea lo que fuere lo que
hayan logrado en la vida, siempre se encuentran inseguros, insatisfechos, sin
paz. Un hombre así, sin humildad, sin confiar en su Padre Dios que le tiende
continuamente sus brazos, habitará en la aridez del desierto, tierra
salobre e inhóspita, como nos dice hoy la liturgia de la Misa. El soberbio
se encuentra sin frutos, insatisfecho y sin la paz y felicidad verdaderas.
El
cristiano tiene puesta en Dios su esperanza y, porque conoce y acepta su propia
debilidad, no se fía mucho de lo propio. Sabe que en cualquier empresa deberá
poner todos los medios humanos a su alcance, pero conoce bien que ante todo
debe contar con su oración; y reconoce y acepta con alegría que todo lo que
posee lo ha recibido de Dios. La humildad no consiste tanto en el propio
desprecio –porque Dios no nos desprecia, somos obra salida de sus manos–, sino
en el olvido de sí y en la preocupación sincera por los demás. Es la sencillez
interior la que nos lleva a sentirnos hijos de Dios3.
«Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde
nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42,
2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca,
es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente»4.
En medio de nuestra debilidad –cualquiera que sea la forma en la que se
presente– nos sentimos junto a Dios con una firmeza indestructible.
II. Los
mayores obstáculos que el alma encuentra para seguir a Cristo y para ayudar a
otros tienen su origen en el desordenado amor de sí mismo, que lleva unas veces
a sobrevalorar las propias fuerzas y, otras, al desánimo y al desaliento, al
ver los propios fallos y defectos. La soberbia se manifiesta frecuentemente en
un monólogo interior, en el que los propios intereses se agrandan o desorbitan;
el yo sale siempre enaltecido. En la conversación, el orgullo conduce al hombre
a hablar de sí mismo y de sus propios asuntos y a buscar la estimación a toda
costa. Algunos se empeñan en mantener su propia opinión, con razón y sin ella;
no dejan pasar cualquier descuido ajeno sin corregirlo, y hacen difícil la
convivencia. La forma más vil de resaltar la propia valía es aquella en la que
se busca desacreditar a otros; a los orgullosos no les gusta escuchar alabanzas
de los demás y están prontos a descubrir las deficiencias de quienes
sobresalen. Tal vez su nota más característica estriba en que no pueden sufrir
la contradicción o la corrección5.
Quien
está lleno de orgullo parece no necesitar mucho de Dios en sus trabajos, en sus
quehaceres, incluso en su misma lucha ascética por mejorar; exagera sus
cualidades personales, cerrando los ojos para no ver sus defectos, y termina
por considerar como una gran cualidad lo que en realidad es una desviación del
buen criterio: se persuade, por ejemplo, de tener un espíritu amplio y generoso
porque hace poco caso de las menudas obligaciones de cada día, y se olvida de que
para ser fiel en lo mucho es necesario serlo en lo poco. Y llega por ese camino
a creerse superior, rebajando injustamente las cualidades de otros que le
superan en muchas virtudes6.
San
Bernardo señala diferentes manifestaciones progresivas de la soberbia7:
curiosidad –querer saberlo todo de todos–; frivolidad de espíritu, por falta de
hondura en su oración y en su vida; alegría necia y fuera de lugar, que se
alimenta frecuentemente de los defectos de otros, que ridiculiza; jactancia;
afán de singularidad; arrogancia; presunción; no reconocer los propios fallos,
aunque sean notorios; disimular las faltas en la Confesión...
El
soberbio es poco amigo de conocer la auténtica realidad que anida en su
corazón. Examinemos hoy en la oración si valoramos mucho la virtud de la
humildad, si la pedimos al Señor con frecuencia, si nos sentimos constantemente
necesitados de la ayuda de nuestro Padre Dios, en lo grande y en lo
pequeño. Oh Dios -le decimos con el Salmista-, Tú eres
mi Dios, te busco ansioso, en pos de Ti mi carne desfallece, tiene mi alma sed
de Ti, como tierra seca, sedienta, sin agua8.
Puede servirnos de jaculatoria para repetir a lo largo de este día.
III. El
olvido de sí es una condición indispensable para la santidad: solo entonces
podemos mirar a Dios como a nuestro Bien absoluto, y tenemos capacidad para
preocuparnos de los demás. Junto a la oración, que es el primer medio que
debemos poner siempre, hemos de ejercitarnos en esta virtud de la humildad; y
esto en nuestros quehaceres, en la vida familiar, cuando estamos solos...,
siempre. Procuremos no estar excesivamente pendientes de las cosas personales:
la salud, el descanso, si nos estiman y aprecian, si nos tienen en cuenta...
Procuremos hablar tan poco como sea posible de nosotros mismos, de los propios
asuntos, de aquello que nos dejaría en buen lugar; evitemos la curiosidad, el
afán de conocerlo todo y mostrar que se conoce; aceptemos la contradicción sin
impaciencia, sin malhumor, ofreciéndola con alegría al Señor; procuremos no insistir
sobre la propia opinión a no ser que la verdad o la justicia lo requieran, y
entonces empleemos la moderación, pero también la firmeza; pasemos por alto los
errores de otros, disculpándolos, y ayudémosles con caridad delicada a
superarlos; aceptemos la corrección, aunque nos parezca injusta; cedamos en
ocasiones a la voluntad de otros cuando no esté implicado el deber o la
caridad; procuremos evitar siempre la ostentación de cualidades, bienes
materiales, conocimientos...; aceptemos ser menospreciados, olvidados, no
consultados en aquella materia en la que nos consideramos con más ciencia o con
más experiencia; no busquemos ser estimados y admirados, rectificando la
intención ante las alabanzas y los elogios. Sí debemos buscar mayor prestigio
profesional, pero por Dios, no por orgullo ni por sobresalir.
Creceremos
sobre todo en esta virtud cuando nos humillen y lo llevemos con alegría por
Cristo9, nos alegremos en el desprecio, seamos pacientes con los
propios defectos, nos esforcemos en gloriarnos de las flaquezas junto al
Sagrario, donde iremos a pedirle al Señor que nos dé su gracia y no nos
abandone, y reconozcamos una vez más que no hay nada bueno en nosotros que no
venga de Él, que lo personal es precisamente el obstáculo, lo que estorba para
que el Espíritu Santo nos llene con sus dones. Aprenderemos a ser humildes
frecuentando el trato con Jesús y con María. La meditación frecuente de la Pasión
nos llevará a contemplar la figura de Cristo humillado y maltratado hasta el
extremo por nosotros; ahí se encenderá nuestro amor y un vivo deseo de
imitarle.
El
ejemplo de nuestra Madre Santa María, Ancilla Domini, Esclava del
Señor, nos moverá a vivir la virtud de la humildad. A Ella acudimos al terminar
nuestra oración, pues «es, al mismo tiempo, una madre de misericordia y de
ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en
el seno materno; pídele que te alcance esta virtud que tanto apreció; no tengas
miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los
humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca
de su Hijo, será con toda seguridad oída»10.
1 Antífona
de entrada. Sal 30, 3. —
2 Jer 17,
7-8. —
3 Cfr. E.
Boylan, El amor supremo, Rialp, 2ª ed., Madrid 1957, vol
II, p. 85. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 92. —
5 Cfr. E. Boylan, loc.
cit. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, p. 442. —
7 San
Bernardo, Sobre los grados de la humildad, 10. —
8 Sal 63,
2. —
9 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 594. —
10 J.
Pecci -León XIII-, Práctica de la humildad,
pp. 85-86.
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