Francisco Fernández-Carvajal 31 de enero de 2019
— La
gracia de Dios da siempre sus frutos si nosotros no le ponemos obstáculos.
— Los
frutos de la correspondencia.
—
Evitar el desaliento por los defectos que no desaparecen y por las virtudes que
no se alcanzan. Recomenzar muchas veces.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
presenta una pequeña parábola, que recoge solo San Marcos. Nos habla en ella el
Señor del crecimiento de la semilla echada en la tierra; una vez sembrada crece
con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo
se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le
ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no
dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el
incremento2.
Nos da
gran confianza en el apostolado considerar frecuentemente que «la doctrina, el
mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no
es nuestra, sino de Cristo»3.
En la propia vida interior también nos llena de esperanza saber que la gracia
de Dios, si nosotros no lo impedimos, realiza silenciosamente en el alma una
honda transformación, mientras dormimos o velamos, en todo tiempo, haciendo
brotar en nuestro interior –quizá ahora mismo, en la oración– resoluciones de
fidelidad, de entrega y de correspondencia.
El
Señor nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles,
cumpliendo el pequeño deber de cada momento, en el que se nos manifiesta su
voluntad y en el que está nuestra santificación. De nuestra parte queda aceptar
esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad. Sucede al alma algo
parecido a lo que le ocurre al cuerpo: los pulmones necesitan aspirar oxígeno
continuamente para renovar la sangre. Quien no respira, acaba por morir de
asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia que Dios da continuamente,
termina por morir de asfixia espiritual4.
Recibir
la gracia con docilidad es empeñarnos en llevar a cabo aquello que el Espíritu
Santo nos sugiere en la intimidad de nuestro corazón: cumplir cabalmente
nuestros deberes –en primer lugar todo lo que se refiere a nuestros compromisos
con Dios–; empeñarnos con decisión en alcanzar una meta en una determinada
virtud; llevar con garbo sobrenatural y sencillez una contrariedad que quizá se
prolonga y nos resulta costosa... Dios nos mueve interiormente, recordándonos a
menudo las orientaciones recibidas en la dirección espiritual, y cuanto mayor
es la fidelidad a esas gracias, mejor nos disponemos para recibir otras, más
facilidad encontramos para realizar obras buenas, mayor alegría hay en nuestra
vida, porque la alegría siempre está muy relacionada con la correspondencia a
la gracia.
II. La
docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar la
vida de la gracia y para tener frutos sobrenaturales. Como nos dice el Señor en
la parábola que venimos meditando, la semilla en nuestro corazón tiene la
fuerza necesaria para germinar, crecer y dar fruto. Pero en primer lugar es
necesario dejar que llegue al alma, darle cabida en nuestro interior, acogerla
y no dejarla a un lado, pues «las oportunidades de Dios no esperan. Llegan y
pasan. La palabra de vida no aguarda; si no nos la apropiamos, se la llevará el
demonio. Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está
siempre preparado para saltar, y llevarse el don que vosotros no usáis»5:
vivir la pequeña mortificación de dejar ordenados los instrumentos de trabajo,
confesar el día que se había previsto, hacer el examen de conciencia con el
empeño necesario para darse cuenta de lo que falla y en qué quiere el Señor que
se ponga la lucha al día siguiente, vivir el «minuto heroico» al levantarse,
desviar o al menos callar en esa conversación en la que no queda bien una persona
ausente... La resistencia a la gracia produce sobre el alma el mismo efecto que
«el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos; las flores
quedan agostadas y el fruto no llega a sazón»6.
La vida interior se empobrece y muere.
El
Espíritu Santo nos da innumerables gracias para evitar el pecado venial
deliberado y aquellas faltas que, sin ser propiamente un pecado, desagradan a
Dios; los santos han sido quienes con mayor delicadeza respondieron a estas
ayudas sobrenaturales. También recibimos incontables gracias para santificar
las acciones de la vida ordinaria, realizándolas con empeño humano, con
perfección, con pureza de intención, por motivos humanos nobles y por motivos
sobrenaturales. Si somos fieles, desde por la mañana hasta la noche, a las
ayudas que recibimos, nuestros días terminarán llenos de actos de amor a Dios y
al prójimo, en los momentos agradables y en los que quizá nos sentimos más
cansados, con menos fuerzas y ánimos: todos son buenos para dar fruto. Una
gracia lleva consigo otra –al que tiene se le dará7,
leíamos ayer en el Evangelio de la Misa– y el alma se fortalece en el bien en
la medida en que lo practica, cuanto más trecho se recorre. Cada día es un gran
regalo que nos hace el Señor para que lo llenemos de amor en una
correspondencia alegre, contando con las dificultades y obstáculos y con el
impulso divino para superarlos y convertirlos en motivo de santidad y de
apostolado. Todo es bien distinto cuando lo realizamos por amor y para el Amor.
III. «El
hombre echa la semilla en la tierra cuando forma en su corazón el buen
propósito (...); y la semilla germina y crece sin él darse cuenta, porque,
aunque todavía no puede advertir su crecimiento, la virtud, una vez concebida,
camina a la perfección, y de suyo la tierra fructifica, porque, con la ayuda de
la gracia, el alma del hombre se levanta espontáneamente a obrar el bien. Pero
la tierra primero produce el trigo en hierba, luego la espiga, y al fin la
espiga el trigo»8.
La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo.
La
fidelidad a los impulsos que el Señor quiere darnos también se manifiesta en
evitar el desaliento por nuestras faltas y la impaciencia al ver que sigue
costando, quizá, llevar a término con profundidad la oración, desarraigar un
defecto o acordarse más veces del Señor mientras se trabaja. El labriego es
paciente: no desentierra la semilla ni abandona el campo por no encontrar el
fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente para recogerlo; los
labradores conocen bien que deben trabajar y esperar, contar con la escarcha y
con los días soleados; saben que la semilla está madurando sin que él
sepa cómo, y que llegará el tiempo de la siega. «La gracia actúa, de
ordinario, como la naturaleza: por grados. —No podemos propiamente adelantarnos
a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de
preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede.
»Es
menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de
Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos
de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de
brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias.
»Fomenta
tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia»9,
como no la pierde el labriego con una sabiduría de siglos. Aprendamos a
«apuntar muy alto» en la santidad y en el apostolado esperando el tiempo
oportuno, sin desalentarnos jamás, recomenzando muchas veces en nuestros
propósitos audaces.
Es
necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que
la superación de un defecto o la adquisición de una virtud no depende
normalmente de violentos esfuerzos esporádicos, sino de la continuidad humilde
de la lucha, de la constancia en intentarlo una y otra vez, contando con la
misericordia del Señor. No podemos, por impaciencia, dejar de ser fieles a las
gracias que recibimos; esa impaciencia hunde sus raíces, casi siempre, en la
soberbia. «Hay que tener paciencia con todo el mundo –señala San Francisco de
Sales–, pero, en primer lugar, con uno mismo»10.
Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente
perdido; siempre hay posibilidad de perdón y de volver a empezar: humildad,
sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor,
que está empeñado en que superemos los obstáculos. Hay una alegría profunda
cada vez que recomenzamos de nuevo. Y en nuestro paso por la tierra habremos de
hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre, y tendremos
deficiencias, fragilidades, pecados. Seamos humildes y pacientes. El Señor
cuenta con los fracasos, pero también espera muchas pequeñas victorias a lo
largo de nuestros días; victorias que se alcanzan cada vez que somos fieles a
una inspiración, a una moción del Espíritu Santo.
1 Mc 4,
26-32. —
2 Cfr. 1
Cor 3, 5-9. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 159. —
4 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol
I, p. 104. —
5 Card. J.
H. Newman, Sermón para el Domingo de Sexagésima:
Llamadas de la gracia. —
8 San
Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, 2, 3. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 668. —
10 San
Francisco de Sales, Cartas, frag. 139, en Obras
selectas de... BAC, Madrid 1954, II, p. 774.
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