Francisco Fernández-Carvajal 15 de febrero de 2019
—
María participa en grado eminente de la misericordia divina.
— Salud
de los enfermos, Refugio de los pecadores.
— Consuelo
de los afligidos, Auxilio de los cristianos.
I. Una
gran multitud seguía a Jesús, y van tan pendientes de su doctrina que se han
ido alejando de las ciudades y aldeas, sin tener nada que comer. El Señor llamó
entonces a sus discípulos, y les dijo: Siento profunda compasión por la
muchedumbre, porque ya hace tres días que permanecen junto a mí y no tienen qué
comer; y si los despido en ayunas a sus casas desfallecerán en el camino, pues
algunos han venido de lejos1. La compasión misericordiosa es, una vez más, lo que lleva a
Jesús a realizar el extraordinario milagro de la multiplicación de los panes y
de los peces.
Nosotros
debemos recurrir frecuentemente a la misericordia divina, porque en su
compasión por nosotros está nuestra salvación y seguridad, y también debemos
aprender a ser misericordiosos con los demás: este es el camino para atraer con
más prontitud el favor de Dios. Nuestra Madre Santa María nos alcanza
continuamente la compasión de su Hijo y nos enseña el modo de comportarnos ante
las necesidades de los hombres: Dios te salve, Reina y Madre de
Misericordia..., le hemos dicho tantas veces. Quizá, como muchos
cristianos, un día a la semana como hoy sábado, acudimos a Ella de modo
particular, cantándole o rezándole esa antiquísima oración. María «es la que
conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe
cuán alto es. En este sentido la llamamos Madre de la misericordia:
Virgen de la Misericordia o Madre de la divina Misericordia; en cada uno de
estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la
preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver
primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo
hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que nos
hacemos partícipes por todas las generaciones (Lc 1,
50), según el eterno designio de la Santísima Trinidad»2.
Enseña
San Agustín que la misericordia nace del corazón y se apiada de la miseria
ajena, corporal o espiritual, de tal manera que le duele y entristece como si
fuera propia, llevando a poner –si es posible– los remedios oportunos para
intentar sanarla3. Se derrama sobre otros y toma los defectos y miserias ajenos
como propios e intenta librarles de ellos. Por esto, dice la Sagrada Escritura
que Dios es rico en misericordia4; y «es más glorioso para Él sacar bien del mal que crear algo
nuevo de la nada; es más grande convertir a un pecador dándole la vida de la
gracia, que crear de la nada todo el universo físico, el cielo y la tierra»5.
En
Jesucristo, Dios hecho hombre, encontramos plenamente la expresión de esta
misericordia divina, manifestada de muchas maneras a lo largo de la historia de
la salvación. Se entregó en la Cruz, en acto supremo de Amor misericordioso, y
ahora la ejerce desde el Cielo y en el Sagrario, donde nos espera, para que vayamos
a exponerle las necesidades propias y las ajenas. No es tal nuestro
Pontífice, que sea incapaz de compadecerse de nuestras miserias (...).
Lleguémonos, pues, confiadamente, al trono de la gracia, a fin de alcanzar
misericordia y hallar la gracia para ser socorridos al tiempo oportuno6. ¡Qué frutos de santidad produce en el alma la meditación
frecuente de esa divina invitación!
María
participa en grado eminente de esta perfección divina, y en Ella la
misericordia se une a la piedad de madre; Ella nos conduce siempre al trono
de la gracia. El título de Madre de la Misericordia, ganado
con su fiat en Nazaret y en el Calvario, es uno de los mayores
y más bellos nombres de María. Es nuestro consuelo y nuestra seguridad: «Con su
amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se
hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia
con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora»7. Ni un solo día ha dejado de ayudarnos, de protegernos, de interceder
por nuestras necesidades.
II. El
título de Madre de Misericordia se ha expresado
tradicionalmente a través de estas advocaciones: Salud de los enfermos,
Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos.
«Esta gradación de las letanías es bellísima. Muestra cómo María ejerce su
misericordia sobre aquellos que sufren en el cuerpo para curar su alma, y cómo
seguidamente les consuela en sus aflicciones y les hace fuertes en medio de
todas las dificultades que tienen que sobrellevar»8.
Santa
María nos espera como Salud de los enfermos, porque obtiene la
curación del cuerpo, sobre todo cuando está ordenada a la del alma. Otras veces,
nos concede algo más importante que la salud corporal: la gracia de entender
que el dolor, el mal físico, es instrumento de Dios. Él espera que –al
aceptarlo con amor– lo convirtamos en un gran bien, que nos purifique y nos
permita obtener innumerables dones para toda la Iglesia. A través de la
enfermedad, llevada con paciencia y visión sobrenatural, conseguimos una buena
parte del tesoro que vamos a encontrar en el Cielo y abundantes frutos
apostólicos: decisiones de entrega a Dios y la salvación de personas que, sin
aquellas gracias, no hubieran encontrado la puerta del Cielo. La Virgen nos
remedia también de las heridas que el pecado original dejó en el alma y que han
agravado los pecados personales: la concupiscencia desordenada, la debilidad para
realizar el bien. Fortalece a los que vacilan, levanta a los caídos, ayuda a
disipar las tinieblas de la ignorancia y la oscuridad del error.
La
Virgen misericordiosa se nos muestra como Refugio de los pecadores.
En Ella encontramos amparo seguro. Nadie después de su Hijo ha detestado más el
pecado que Santa María, pero, lejos de rechazar a los pecadores, los acoge, los
mueve al arrepentimiento: ¡en cuántas Confesiones ha intervenido Ella con un
auxilio particular! Incluso a quienes están más alejados les envía gracias de
luz y de arrepentimiento, y si no se resistiesen serían conducidos de gracia en
gracia hasta alcanzar la conversión. «¿Quién podrá investigar, pues, ¡oh Virgen
bendita!, la longitud y latitud, la sublimidad y profundidad de tu
misericordia? Porque su longitud alcanza hasta su última hora a los que la
invocan. Su latitud llena el orbe para que toda la tierra se llene de su
misericordia»9. A Ella acudimos hoy, y le pedimos que tenga piedad de nuestra
vida. Le decimos que somos pecadores, pero que queremos amar cada vez más a su
Hijo Jesucristo; que tenga compasión de nuestras flaquezas y que nos ayude a superarlas.
Ella es Refugio de los pecadores y, por tanto, nuestro
resguardo, el puerto seguro donde fondeamos después de las olas y de los
vientos contrarios, donde reparamos los posibles daños causados por la
tentación y nuestra debilidad. Su misericordia es nuestro amparo y nuestra
paz: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...
III. La
Virgen, Nuestra Madre, fue durante toda su vida consuelo de aquellos que
andaban afligidos por un peso demasiado grande para llevarlo ellos solos: dio
ánimos a San José aquella noche en Belén, cuando, después de explicar en una
puerta y otra la necesidad de alojamiento, no encontró ninguna casa abierta. Le
bastó una sonrisa de María para recuperar fuerzas y acondicionar lo que
encontró: un establo a las afueras del pueblo. Y le ayudó a salir adelante en
la fuga a Egipto, y a establecerse en aquel país... Y a José, a pesar de ser un
hombre lleno de fortaleza, se le hizo más fácil el cumplimiento de la voluntad
de Dios con el consuelo de María. Y las vecinas de Nazaret encontraron siempre
apoyo y comprensión en unas palabras de la Virgen... Los Apóstoles hallaron
amparo en María cuando todo se les volvió negro y sin sentido después que
Cristo expiró en la cruz. Cuando volvieron de sepultar el Cuerpo de Jesús y las
gentes de Jerusalén se preparaban para celebrar en familia la fiesta de la
Pascua, los Apóstoles, que no habían estado presentes, andaban perdidos, y casi
sin darse cuenta se encontraron en casa de María.
Desde
entonces no ha dejado un momento de dar consuelo a quien se siente oprimido por
el peso de la tristeza, de la soledad, de un gran dolor. «Ha cobijado a muchos
cristianos en las persecuciones, liberado a muchos poseídos y almas tentadas,
salvado de la angustia a muchos náufragos; ha asistido y fortalecido a muchos
agonizantes recordándoles los méritos infinitos de su Hijo»10. Si alguna vez nos pesan las cosas, la vida, la enfermedad,
el empeño en la tarea apostólica, el esfuerzo por sacar la familia adelante,
los obstáculos que se juntan y amontonan, acudamos a Ella, en la que siempre
encontraremos consuelo, aliento y fuerza para cumplir en todo la voluntad
amable de su Hijo. Le repetiremos despacio: Dios te salve, Reina y
Madre de Misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... En Ella
aprenderemos a consolar y alentar, a ejercer la misericordia con quienes veamos
que necesitan esa ayuda grande o pequeña –una palabra de estímulo, de
condolencia...– que tan grata es al Señor.
La
Virgen es auxilio de los cristianos, porque se favorece principalmente a
quienes se ama, y nadie amó más a quienes formamos parte de la familia de su
Hijo. En Ella encontramos todas las gracias para vencer en las tentaciones, en
el apostolado, en el trabajo... En el Rosario encontramos un «arma poderosa»11 para superar tantos obstáculos con los que nos vamos a
encontrar. Muchos son los cristianos en el mundo que, siguiendo la enseñanza
ininterrumpida de los Romanos Pontífices, han introducido en su vida de piedad
la costumbre de rezarlo a diario: en sus familias, en las iglesias, por la
calle o en los medios de transporte.
«En
mí se encuentra toda gracia de doctrina y de verdad, toda esperanza de vida y
de virtud(Eclo 24, 25). ¡Con cuánta sabiduría la Iglesia ha
puesto esas palabras en boca de nuestra Madre, para que los cristianos no las
olvidemos! Ella es la seguridad, el Amor que nunca abandona, el refugio
constantemente abierto, la mano que acaricia y consuela siempre»12.
1 Mc 8,
1-10. —
2 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 8.
—
3 Cfr. San
Agustín, Sobre la Ciudad de Dios, 9. —
4 Ef 2,
4. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 113, a. 9. —
6 Hebr 4,
15-16. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium. 62. —
8 R.
Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, p. 305. —
9 San
Bernardo, Homilía en la Asunción de la B. Virgen María. 4,
8-9. —
10 R.
Garrigou-Lagrange, o. c., p. 311. —
11 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario. Introducción. —
12 ídem, Amigos
de Dios, 279.
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