Francisco Fernández-Carvajal 10 de febrero de 2019
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Dimensión social del hombre.
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Caridad y solidaridad humana. Consecuencias en la vida de un cristiano.
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Contribución al bien común.
I. La
primera página de la Sagrada Escritura nos describe con sencillez y
grandiosidad la creación del mundo; y vio Dios que era bueno todo
cuanto salía de sus manos1.
Después, coronando todo cuanto había hecho, creó al hombre, y lo hizo a su
imagen y semejanza2.
Y la misma Escritura nos enseña que lo enriqueció de dones y privilegios
sobrenaturales, destinándolo a una felicidad inefable y eterna. Nos revela
también que de Adán y Eva proceden los demás hombres, y, aunque estos se
alejaron de su Creador, Dios no dejó de considerarlos como hijos y los destinó de
nuevo a su amistad3.
La voluntad divina dispuso que la criatura humana participara en la
conservación y propagación del género humano, que poblara la tierra y la sometiera, dominando
sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre
todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra4.
El
Señor quiso también que las relaciones entre los hombres no se limitaran a un
trato de vecindad ocasional y pasajero, sino que constituyeran vínculos más
fuertes y duraderos, que vinieran a ser los cimientos de la vida en sociedad.
El hombre buscará ayuda para todo aquello que la necesidad y el decoro de la
vida exigen, pues la Providencia divina ordenó su naturaleza de tal modo que
naciera inclinado a asociarse y unirse a otros, en la sociedad doméstica y en
la sociedad civil, que le proporciona lo necesario para la vida5.
El Concilio Vaticano II nos recuerda que «el hombre, por su íntima naturaleza,
es un ser social, y no puede vivir ni desarrollar sus cualidades sin
relacionarse con los demás»6.
«La sociedad es un medio natural que el hombre puede y debe usar para obtener
su fin»7: es el ámbito ordinario en el que Dios quiere que nos
santifiquemos y le sirvamos.
Vivir
en sociedad nos facilita los medios materiales y espirituales necesarios para
desarrollar la vida humana y la sobrenatural. Esta convivencia es fuente de
bienes, pero también de obligaciones en las diversas esferas en las que tiene
lugar nuestra existencia: familia, sociedad civil, vecindad, trabajo... Estas
obligaciones revisten un carácter moral por la relación del hombre a su último
fin, Dios. Su observancia o su incumplimiento nos acerca o nos separa del
Señor. Son materia del examen de conciencia.
Dios
nos llama a la convivencia, a aportar con sencillez lo que esté en nuestras
manos –poco o mucho– para el bien de todos. Examinemos hoy en este rato de
oración si vivimos abiertos a los demás, pero particularmente a quienes el
Señor ha puesto más cerca de nuestra existencia. Pensemos si estamos de
ordinario disponibles, si cumplimos ejemplarmente los deberes familiares y
sociales, si pedimos con frecuencia luz al Señor para saber lo que hemos de
hacer en cualquier oportunidad y llevarlo a cabo con entereza, con valentía,
con espíritu de sacrificio. Preguntémonos muchas veces: ¿qué puedo hacer por
los demás?, ¿qué palabras puedo decirles que sean alivio y ayuda? «La vida
pasa. Nos cruzamos con la gente en los variadísimos senderos o avenidas del
vivir humano. Cuánto queda por hacer... ¿Y por decir? (...). Cierto que primero
hay que hacer (cfr. Hech 1, 1); pero luego hay que decir: cada
oído, cada corazón, cada mente, tienen su momento, su voz amiga que puede
despertarles de su marasmo y de su tristeza.
«Si se
ama a Dios, no puede dejar de sentirse el reproche de los días que pasan, de
las gentes (a veces tan cercanas) que pasan... sin que nosotros sepamos hacer
lo que hacía falta, decir lo que había que decir»8.
Pidamos mucho a Jesús, que nos ve y nos oye, no caminar nunca de espaldas e
indiferentes a quienes están a nuestro lado por tantas diversas razones: de
parentesco, amistad, trabajo, ciudadanía...
II. Esta
solidaridad y dependencia mutua de unos hombres con otros, nacida por voluntad
divina, fue sanada y fortalecida por Jesucristo al asumir la naturaleza humana
en el momento de su Encarnación, y al redimir a todo el género humano en la
Cruz. Este es el nuevo título de unidad: haber sido constituidos hijos de Dios
y hermanos de los hombres. Así debemos tratar a todo el que encontremos cada
día en nuestro caminar. «Tal vez se trate de un hijo de Dios ignorante de su
grandeza, acaso en rebeldía contra su Padre. Mas en todos, aun en el más
deforme, rebelde o alejado de lo divino, hay un destello de la grandeza de Dios
(...). Si sabemos mirar, estamos rodeados de reyes a quienes hemos de ayudar a
descubrir las raíces ¡y las exigencias! de su señorío»9.
Además,
la noche antes de la Pasión nos dejó el Señor un mandamiento nuevo,
para superar, si fuera necesario heroicamente, los agravios, el rencor..., y
todo lo que es causa de separación. Este es mi mandamiento: que os
améis los unos a los otros, como Yo os he amado10,
es decir, sin límites, y sin que nada sirva de excusa para la indiferencia.
Así, nuestra vida está llena de poderosas razones para convivir en sociedad, la
cual, al ser más cristiana por nuestras obras, se vuelve más humana. No somos
los hombres como granos de arena, sueltos y desligados unos de otros, sino que,
por el contrario, estamos relacionados mutuamente por vínculos naturales, y los
cristianos, además, por vínculos sobrenaturales11.
Parte
importante de la moral son los deberes que hacen referencia al bien común de
todos los hombres, de la patria en la que vivimos, de la empresa en que
trabajamos, de la vecindad de la que formamos parte, de la familia que es
objeto de nuestros desvelos, sea cual sea el puesto que en ella ocupemos. No es
cristiano, ni humano, considerar estos deberes solo en la medida en que
personalmente nos son útiles o nos causan un perjuicio. Dios nos espera en el
empeño, según nuestras posibilidades, por mejorar la sociedad y los hombres que
la componen.
La
dimensión apostólica y fraterna es, por querer divino, tan esencial al hombre
que no puede concebirse una orientación a Dios que prescinda de los lazos que
unen a cada persona con aquellos con quienes convive o se relaciona. No
agradaríamos a Dios si, de algún modo, hay despego de quienes están a nuestro
alrededor, si dejamos de ejercitar las virtudes cívicas y sociales. «Hay que
reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los
hombres. Ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras
vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un
mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad»12.
Examinemos
hoy, en la oración personal, cómo estamos contribuyendo al bien común de todos,
si somos ejemplares en aquello que se relaciona con los deberes sociales y
cívicos (cumplimiento de las leyes de tráfico, tributos justos, participación
en asociaciones, ejercicio del derecho al voto...), si tenemos en cuenta que
necesitamos de los demás y los demás de nosotros, si nos sentimos
corresponsables de la conducta moral de los otros, si procuramos superar sin
rodeos aquello que puede ser causa de separación, o al menos que no es ayuda
para la convivencia.
III. El
desarrollo de la sociedad tiene lugar gracias a la contribución de sus
miembros, cada uno de los cuales aporta lo que le es propio, aquellos dones que
recibió del Señor y que incrementó con su inteligencia, la ayuda de la sociedad
y la gracia de Dios. Estos bienes y dones nos fueron dados para el desarrollo
de la propia personalidad y para lograr el fin último; pero también para
servicio del prójimo. Es más, no podríamos alcanzar el fin personal si no es
contribuyendo al bien de todos13.
Por no
estar el desarrollo de la sociedad al margen de los planes del Señor, el
concurso personal de cada uno al bien común reviste el carácter de una
ineludible obligación moral. «La vida social no es para el hombre sobrecarga
accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de
servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en
todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación»14.
Unas obligaciones son de estricta justicia en sus diversas formas; otras son
exigencias de la caridad, que va más allá de dar a cada uno lo que
estrictamente le corresponde. Unas y otras se cumplen cada vez que contribuimos
al bien de todos, para que la sociedad en la que vivimos sea cada vez más
humana y cristiana, por ejemplo, «ayudando y promoviendo a las instituciones,
públicas y privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del
hombre»15: fundaciones, obras de caridad y de formación, de cultura,
publicaciones de sana doctrina, etc. Pues «hay quienes profesan amplias y
generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran
cuidado alguno de las necesidades sociales. No solo esto; en varios países son
muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales»16,
y viven entonces de espaldas a sus hermanos los hombres y de espaldas a Dios.
Pensemos
junto al Señor en quienes nos rodean. ¿Contribuyo según mis posibilidades al
fomento del bien común: dedicando tiempo a instituciones y obras en bien de la
sociedad, colaborando económicamente, apoyando iniciativas en favor de los
demás, particularmente de los más necesitados? ¿Cumplo fielmente las
obligaciones que se derivan de vivir en sociedad: ruidos, limpieza...? ¿Cultivo
las virtudes de convivencia –afabilidad, gratitud, optimismo, puntualidad,
orden...– en mi ámbito familiar? ¿Me mueve habitualmente el afán de servir a
los demás, aunque sea en cosas muy pequeñas? «¡Ojalá te acostumbres a ocuparte
a diario de los demás, con tanta entrega, que te olvides de que existes!»17;
así habríamos encontrado una buena parte de la felicidad que se puede lograr en
la tierra y habríamos ayudado a ser mucho más dichosos a otros, que son hijos
de Dios y hermanos nuestros.
1 Cfr. Primera
lectura. Año I. Gen 1, 1 ss. —
2 Cfr. Gen 1,
27. —
3 Cfr. Gen 12.
—
4 Gen 1,
28. —
6 Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 12. —
8 C.
López Pardo, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973.
p. 438. —
9 Ibídem,
pp. 346-347. —
10 Jn 15,
12. —
11 Cfr Pío XII,
Enc. Summi pontificatus, 20-X-1939. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 111. —
13 Cfr. León XIII,
Enc. Rerum novarum, 15-IX-1881. —
14 Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 25. —
15 Ibídem, 30. —
16 Ibídem. —
17 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 947.
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