Francisco Fernández-Carvajal 16 de octubre de 2020
@hablarcondios
— Abiertos a la misericordia divina.
— La pérdida del «sentido del pecado».
— Junto a Cristo entendemos qué es verdaderamente el
pecado. Delicadeza de conciencia.
I. San Lucas recoge
en el Evangelio de la Misa de hoy una fuerte sentencia de Jesús: Todo
el que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado; pero el que blasfeme
contra el Espíritu Santo, no será perdonado1.
San Marcos añade que esta blasfemia no tendrá perdón jamás; el que la cometa
será reo de castigo eterno2.
San Mateo sitúa esta sentencia en un contexto que
explica mejor las palabras del Señor3.
Relata este Evangelista que la multitud, asombrada ante tantas maravillas, se
preguntaba: ¿No será este el Hijo de David?4.
Pero los fariseos, ante tantos prodigios que no pueden negar, no quieren rendir
sus inteligencias ante esos hechos que todo el mundo conoce; no encuentran otra
salida que atribuir al mismo demonio la acción divina de Jesús. Es tal la
dureza de su corazón que, con tal de no ceder, están dispuestos a tergiversar
radicalmente lo que resulta evidente para todos. Por eso murmuraban: Este
no expulsa los demonios sino por Beelzebul, príncipe de los demonios. En
esa cerrazón a la gracia y tergiversación de los hechos sobrenaturales consiste
la blasfemia imperdonable contra el Espíritu Santo: en excluir la misma fuente
del perdón5. Todo pecado, por grande que sea, puede ser perdonado, porque
la misericordia de Dios es infinita; pero para que se otorgue ese perdón divino
es necesario reconocer el pecado y creer en el perdón y en la misericordia del
Señor, cercano siempre a nuestra vida. La cerrazón de aquellos fariseos impedía
que la poderosa acción divina llegara hasta ellos.
Jesús llama a esta actitud pecado contra el
Espíritu Santo. Y es imperdonable, no tanto por su gravedad y malicia, sino
por la disposición interna de la voluntad, que anula toda posibilidad para el
arrepentimiento. El que peca así, se sitúa, él mismo, fuera del perdón divino.
El Papa Juan Pablo II nos advierte de la extrema
gravedad de esta actitud ante la gracia, que lleva consigo una deformación de
la conciencia, pues «la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado
cometido por el hombre que reivindica un pretendido “derecho a perseverar en el
mal” –en cualquier pecado– y rechaza la Redención. El hombre encerrado en el
pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente,
también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia
para su vida»6.
Nosotros le pedirnos hoy al Señor una radical
sinceridad y una verdadera humildad para reconocer nuestras faltas y pecados,
también los veniales, que no nos acostumbremos a ellos, que seamos rápidos en
acudir a Él y que nos perdone y deje nuestro corazón sensible a la acción del
Espíritu Santo. Y a Nuestra Señora le pedimos el santo temor de Dios para
no perder nunca el sentido del pecado, y la conciencia de los propios errores y
flaquezas. «Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos pierden claridad,
necesitamos ir a la luz. Y Jesucristo nos ha dicho que Él es la Luz del mundo y
que ha venido a curar a los enfermos»7.
II. Jesucristo nos
dio a conocer plenamente al Espíritu Santo como una Persona distinta del Padre
y del Hijo, como el Amor personal dentro de la Trinidad Beatísima, que es la
fuente y modelo de todo amor creado8.
En todas las acciones de Jesús está presente el
Espíritu, pero será en la Última Cena cuando el Señor hable de Él con más
claridad, como de una Persona distinta del Padre y del Hijo, y muy cercano a la
Redención del mundo. Jesús se refiere a Él como a un paráclito o consejero,
esto es, un abogado y confortador. La palabra paráclito era
usada en el mundo profano griego para referirse a una persona llamada a asistir
o a hablar por otra, especialmente en los procesos legales. El Espíritu Santo
tiene por eso una particular misión en lo que se refiere al juicio de la propia
conciencia y a ese otro juicio tan especial de la Confesión,
en el que el reo sale absuelto para siempre de sus culpas y lleno de una
riqueza nueva.
La misericordia divina, que se ejerce por esta acción
misteriosa y salvífica del Espíritu Santo, «encuentra en el hombre que se halla
en esta condición (de falta de apertura a la acción de la gracia) una
resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de
ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que
la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón (cfr. Sal 81,
13; Jer 7, 24; Mc 3, 5). En nuestro tiempo a
esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido
del pecado»9.
Lo contrario a la dureza de corazón es la delicadeza
de conciencia, que tiene el alma cuando aborrece todo pecado, incluso venial, y
procura ser dócil a las inspiraciones y gracias del Espíritu Santo, que son
incontables a lo largo del día. «Cuando uno tiene sano el olfato del alma
–hacía notar San Agustín–, al instante percibe el mal olor de los pecados»10.
¿Somos sensibles nosotros a las ofensas que se hacen a Dios? ¿Reaccionamos con
prontitud ante nuestras faltas y pecados?
III. En
muchos hombres se va perdiendo el sentido del pecado, y, consiguientemente, el
sentido de Dios. No es raro que en el cine, en la televisión, en comentarios de
prensa se enjuicien ideas y hechos contrarios a la ley de Dios como asuntos
normales, que a veces se deploran por sus consecuencias dañinas para la sociedad
y para el individuo, pero sin referencia alguna al Creador. En otras ocasiones,
se exponen estos hechos como sucesos que atraen la curiosidad pública, pero sin
darles una mayor trascendencia: infidelidades matrimoniales, hechos
escandalosos, difamaciones, faltas contra el honor, divorcios, estafas,
prevaricaciones, cohechos... No faltan quienes, aun llamándose cristianos, se
recrean en esas situaciones, las consideran con detenimiento, entrevistan a sus
protagonistas... y parece como si no se atrevieran a llamarlas por su nombre.
En todo caso, se suele olvidar lo más importante: la relación con Dios, que es
lo que da el verdadero sentido a lo humano. Se juzga con criterios muy alejados
del sentir de Dios, como si Él no existiera o no contara en los asuntos de la
vida. Es un ambiente pagano generalizado, parecido al que encontraron los
primeros cristianos, y que hemos de cambiar, como ellos hicieron.
En nuestra propia vida sentiremos el peso de nuestros
pecados solo cuando consideremos esas faltas, ante todo, como ofensas a Dios,
que nos separan de Él y nos vuelven torpes y sordos para oír al Paráclito, al
Espíritu Santo, en el alma. Cuando las propias debilidades no se relacionan con
el Señor, ocurre lo que ya hacía notar San Agustín: hay –afirma el Santo–
quienes, al cometer cierta clase de pecados, se imaginan no pecar, porque dicen
que no hacen mal a nadie11.
¡Qué gracia tan grande, por el contrario, sentir el peso de nuestras faltas,
que nos llevará a hacer actos reiterados de contrición y a desear ardientemente
la Confesión frecuente, donde el alma se purifica y se dispone para estar cerca
de Dios! «Si no andáis encorvado y entristecido por el pecado, no le habéis
conocido (el mal cometido) –enseña San Juan de Ávila–. Pesa el pecado: sicut
onus grave gravatae sunt super me (Sal 37, 5). Más pesa el
pecado que yo... ¿Qué cosa es el pecado? Una deuda insoluble, una carga
insoportable que ni quintales pesan tanto»12.
Y más adelante dice el Santo: «No hay carga tan pesada, ¿por qué no la
sentimos? Porque no hemos sentido la bondad de Dios»13.
San Pedro descubrió en la pesca milagrosa la divinidad de Cristo y su propia
poquedad. Por eso se echó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de
mí, Señor, que soy un pobre pecador14.
Pedía al Señor que se apartara, porque le parecía que, con la oscuridad de sus
flaquezas, no podría soportar su radiante luz. Y mientras sus palabras
declaraban su indignidad, los ojos y toda su actitud rogaban a Jesús
fervientemente que lo tomaran con Él para siempre.
La suciedad de los pecados necesita un término de
referencia, y este es la santidad de Dios. El cristiano solo percibe el desamor
cuando considera el amor de Cristo. De otro modo justificará fácilmente todas
sus debilidades. Pedro, que ama a Jesús profundamente, sabrá arrepentirse de
sus negaciones, precisamente con un acto de amor, que quizá nosotros también
hemos empleado muchas veces: Domine -le dirá aquella mañana
después de la segunda pesca milagrosa-, tu omnia nosti, tu scis quia
amo te15. Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo. Así
acudiremos al Señor con un acto de amor, cuando no hayamos correspondido al
suyo. La contrición da al alma una gran fortaleza, devuelve la esperanza y
proporciona una particular delicadeza para oír y entender a Dios.
Pidamos con frecuencia a Nuestra Madre Santa María,
que tan dócil fue a las mociones del Espíritu Santo, que nos enseñe a tener una
conciencia muy delicada, que no nos acostumbremos al peso del pecado y que
sepamos reaccionar con prontitud ante el más pequeño pecado venial deliberado.
1 Lc 12,
10. —
2 Cfr. Mc 3,
29. —
3 Cfr. Mt 12,
32. —
4 Mt 12,
13. —
5 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 14, a. 3. —
6 Juan
Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, 46.
—
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 158. —
8 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Gaudium el spes, 24. —
9 Juan
Pablo II, loc. cit., 47. —
10 San
Agustín, Comentarios a los Salmos, 37, 9. —
11 Cfr. ídem, Sermón
278, 7. —
12 San
Juan de Ávila, Sermón 25, para el Domingo 21 después de
Pentecostés, en Obras completas, vol. II, p. 354. —
13 Ibídem,
p. 355. —
14 Cfr. Lc 5,
8-9. —
15 Jn 21,
17.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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