Miguel Mendez Rodulfo 30 de mayo de 2014
La democracia que se practica hoy día
en el mundo es básicamente una democracia liberal, que en sus inicios concebía
al sistema democrático como un garante de la propiedad privada y, más
importante aún, como un protector contra los abusos del propio gobierno,
además, por supuesto, de ser expresión de la voluntad popular. De manera que la
democracia liberal considera al capitalismo como el medio de producción
mediante el cual la sociedad va a manufacturar sus bienes y servicios. La democracia
social, un paso adelante en la evolución política de la humanidad, coloca al
interés global por encima del interés individual y hace énfasis en los valores
de libertad, solidaridad e igualdad. Igualmente sustentada en el capitalismo,
privilegia al humanismo y los valores sociales de protección y defensa de los
oprimidos. Estas categorías han sufrido cambios a través del tiempo y sobre
todo el vértigo globalizador ha modificado sus bases.
La llamada “Tercera Vía” de Tony
Blair, fue un intento de renovación de la democracia social y una búsqueda de
equilibrar elementos de justicia social con aspectos de la economía liberal,
aunque precisando como dice el eminente investigador social Demetrio Boersner,
se trata de amalgamar la socialdemocracia con el neoliberalismo. Después de la
crisis económica global de 2008, sus secuelas que aún abaten la economía y la
política de muchos países europeos, se ha llegado a casi un consenso de que la
receta liberal genera mucho desempleo, desigualdad y pobreza, algo incompatible
con los postulados de la socialdemocracia. Las protestas de los indignados
durante años, y en muchos países, así como los resultados de las recientes
elecciones, para elegir al nuevo presidente de la Comunidad Europea y para
renovar al parlamento, han evidenciado el avance de los euroescépticos, de
derecha y de izquierda, así como el ascenso inaudito de la derecha en Francia.
Algo que los socialistas galos califican de cataclismo.
El problema es que la austeridad no es
un tema ideológico, sino una manera ejemplar de poner orden en la economía, de
sanear las finanzas públicas, de gastar con eficiencia, evitando los
despilfarros que terminan evitando que haya mayor inversión social por parte de
los Estados, beneficiando injustamente las ineficiencias de grupos de presión,
sean sindicatos, sectores industriales, gremios, etc. Por otra parte, los
mercados financieros globales proveen los recursos financieros para que se
financien los países, emitiendo deuda soberana, o para que las ciudades asuman
deudas para realizar obras y prestar servicios a sus ciudadanos. Que los países
acreedores, el FMI (que también financia a los países) y los fondos de
inversión, exijan a los países deudores que saneen sus finanzas públicas y ello
implique recortes de nómina estatal, causa en el corto plazo perjuicio para
miles de personas, pero en el mediano y largo plazo implica la recuperación
económica y la nueva posibilidad de inserción de esas personas en el mercado
laboral.
Visto así, el dilema de la
socialdemocracia es armonizar la justicia social con el liberalismo económico.
Delicado equilibrio, pero posible de obtener. No hay que perder las
perspectivas de largo plazo, por los nubarrones del corto plazo, sobre todo
ahora cuando hasta Grecia está comenzando a crecer. Para Venezuela, en lo que
nos corresponderá como gobierno, pasada la pesadilla de este régimen, lo
importante es ser audaces, utilizar los mecanismos del mercado, preservar la
justicia social, proteger a los más débiles y sobre todo hacer que el gasto público
sea justo y eficiente; es decir no subsidiar ineficiencias de grupos de
presión, cuando hay que mejorar el gasto social, invirtiendo en escuelas,
hospitales, agricultura, seguridad y servicios públicos.
Miguel Méndez Rodulfo
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