Jorge G. Castañeda 15 de mayo de 2014
Al conmemorarse 10 años de existencia
de la Fundación Fernando Henrique Cardoso (presidente de Brasil entre 1995 y
2002), en Sao Paulo, se produjo una sorprendente y a la vez predecible coincidencia
de opinión de cuatro ex presidentes de Iberoamérica (el que escribe, en
realidad, no tenía mucho que hacer en tan augusta compañía) en torno a tres
puntos centrales de democracia para toda América Latina y, en particular, para
México. Sorprendente porque dos de ellos -Felipe González y Ricardo Lagos-
fueron y son socialistas; uno -Julio María Sanguinetti-, francamente
conservador, y otro -el propio Cardoso-, siendo una persona de izquierda,
condujo a un gobierno calificado de centrista o incluso de centro-derecha. Se
trata de una alineación plural de demócratas, ciertamente, mas no todos
ubicados en el mismo sitio del espectro político. Previsible porque lo que ha
sucedido en América Latina en estos últimos años está llevando de manera
ineluctable a personas como éstas y otras a sostener posiciones cada vez más
alejadas de otros líderes regionales, menos enfáticos a propósito de la defensa
de la democracia y los derechos humanos.
¿Cuáles coincidencias? La primera, muy
sencilla, es que no basta ser electo democráticamente para gobernar
democráticamente o, como lo dijo Felipe González, la legitimidad de origen debe
compaginarse con la legitimidad de gestión. No se pueden justificar conductas
de gobierno antidemocráticas -represión, suspensión de libertades, censura de
los medios, por el simple hecho de haber ganado una elección, aun suponiendo,
que no siempre es el caso, que dicha elección haya sido limpia, y menos si no
fue equitativa. Cardoso subrayó la deriva autoritaria creciente en la región: se
justifican las sucesiones dinásticas y las reelecciones permanentes o
elecciones cada vez menos transparentes debido a la utilización del aparato de
Estado, de los medios y del dinero del erario para que gane el saliente o su
esposa o su hijo o su hermano o quien fuera.
La segunda coincidencia fue lo que
Lagos llamó la necesidad de una voz común para una América Latina, cada vez más
dividida entre Norte y Sur, entre Atlántico y Pacífico, y entre una izquierda
radical, y en ocasiones autoritaria, y un centro izquierda o centro derecha
moderado, democrático y globalizado. Pero esa voz común, agregué por mi parte,
con el acuerdo de los demás, sólo puede basarse en ciertos valores: la defensa
colectiva de la democracia y de los derechos humanos, tanto en los países de
América Latina como en el mundo entero. América Latina no tiene mucho más que
decir; hablar con esa voz común, como dijo Sanguinetti, implica abandonar el
respeto sacrosanto al principio de no intervención, que si bien adquirió
relevancia para combatir la injerencia de súper potencias en los asuntos
internos de pequeños países, hoy es un pretexto para justificar la pasividad
ante los excesos de gobiernos "amigos".
La tercera coincidencia fue la
concreción de esta tesis: los demócratas en América Latina no han elevado la
voz ante la deriva autoritaria o represiva, en particular en Venezuela durante
estos últimos meses, pero sí en varios otros países, en otros momentos, durante
los últimos años. Lagos lamentó, casi desesperado, el intento de equiparar a
Nicolás Maduro con Salvador Allende; él, que fue colaborador de Allende.
Cardoso, que como Presidente fue un abanderado de la no intervención, lamentó
el silencio del gobierno brasileño ante la situación en Venezuela; y Felipe
González, hablando de una región que también le es cercana, lamentó la
complicidad de la Unión Europea con el derrocamiento por la calle de un payaso
corrupto y asesino como Yanukovych, en Ucrania, pero también un cierto silencio
europeo ante la anexión rusa de Crimea y, mañana, de Ucrania Oriental.
Al igual que con la legalización de
las drogas, los cuatro no necesariamente pensaban o decían lo mismo cuando se
encontraban en funciones. Para eso sirve el debate, y el paso del tiempo.
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