Por Leonardo Padrón 26 de Mayo, 2014
“Mamá, ¿estás ahí?”, preguntó con un
hilo de voz. “Sí, hija, aquí estoy”, le respondió Gloria a la menor de sus
hijas. Estaban solo a dos metros de distancia, pero ninguna podía ver nada
porque tenían vendados los ojos. Ella, con un trapo maloliente. La hija con el
propio suéter que vestía el día que el Ejército la detuvo en una calle de
Rubio, estado Táchira. La hija respiró aliviada. Estaba en mitad del horror y
saberse junto a su madre hacía todo menos amargo.
El miércoles 19 de marzo, como todos
los días de su vida desde que está desempleada, Gloria Tobón, de 47 años de
edad, se quedó lidiando con el trajín del hogar. Katheriin, la hija, fue a la
tienda de bisutería donde gana un sueldo de 3.500 bolívares mensuales que
penosamente alcanza para la supervivencia de ellas y tres nietos de Gloria (el
mayor de 7, la menor de 4). La madre de esos niños los abandonó para irse con
un hombre del pueblo. Gloria no perdió el tiempo quejándose y se dispuso a
criar a los nietos. Pero ese es otro cuento. El miércoles, el Táchira entero
ardía en protestas contra el gobierno nacional.
Katheriin (así, con dos “i”) la llamó
a las 9 y 30 de la mañana y le contó que unos motorizados habían llegado al
negocio a decirles que tenían que cerrar. Aprovecharían para ir a San Cristóbal
a hacer mercado. “En Rubio no se consigue nada. Usted viera. Eso da vergüenza”,
me comenta. Yamilet, otra de sus hijas, se quedó al cuidado de los niños.
“Acordamos en vernos en la farmacia. Había una protesta pacífica. De hecho,
algunos muchachos hasta conversaban con los guardias. Un militar me dijo que no
me fuera a San Cristóbal porque eso estaba muy feo. Entonces nos sentamos un
ratico a apoyar la protesta”. Gloria habla con marcado acento andino. Su voz
tiene la templanza de las serranías. Solo en los riscos muy empinados se
agrieta.
No pasó mucho tiempo para que
apareciera una nube de motorizados, me cuenta. Habla de más de veinte, con sus
respectivos parrilleros. “Arremetieron contra todo el mundo. Salimos corriendo
y oí unos gritos espantosos. Yo me volteé a ver y era una muchacha. La estaban
cacheteando horrible. La agarraron por el cabello y la iban a arrastrar por el
suelo con la moto andando. Yo me devolví a defenderla”. Un gesto intolerable
para los efectivos. Uno se bajó de la moto y la empujó contra la reja del
terminal de autobuses. Le cayó a
patadas. Una. Dos. Tres. Muchas veces. El otro le puso una pistola en la
frente. El primero, encolerizado, le gritaba: “¡Mátala, mata a esa perra.
Dispara!”. Katheriin intercedió. Era su madre, por Dios. Los hombres entonces
giraron el periscopio de su violencia hacia la muchacha de apenas 21 años. “La
golpearon muchísimo. Yo les gritaba que me mataran a mí y la soltaran a ella”.
Madre e hija en encarnizada defensa una de la otra. La calle entera era un caos.
Los soldados distrajeron sus golpes en otra gente. Alguien las sacó de ahí en
una moto hasta la entrada de Rubio. “Fuimos a donde la suegra de mi hermana a
pasar el susto”. Faltaba lo peor.
***
Luego de un largo rato salieron, con
ánimo de volver a su casa. Pero vino una nueva arremetida: “Salimos corriendo
todos otra vez. En mitad del gentío se me perdió mi hija”. Se desesperó.
Gritaba su nombre. Corría de un lado a otro. La autoridad era una jauría
hambrienta. Vio la reja abierta de una casa y se metió. La gente de la casa la
sacó a patadas. La entregaron a los efectivos. “Uno me empezó a ahorcar. Yo me
estaba asfixiando. Otro me echaba vinagre en la cara: “¡Te gusta el vinagre,
guarimberita! ¡Abre los ojos, coño de tu madre!”. Una mujer de uniforme le
propinó otra ración de patadas. La tiraron dentro de una camioneta, de cabeza.
“Vamos a ver si cuando te pongamos electricidad no vas a decir quién te
financia”. Ella no entendía nada.
Mientras se la llevaban detenida, solo pensaba en su hija.
***
Apenas entró al salón vio a Katheriin,
vendada, descalza. Pero no tuvo tiempo de mucho. La trasladaron a un cuarto:
“Allí me echaban agua encima. Eso era a cada rato. Luego me colocaron descargas
eléctricas en las uñas y en los pies. Unos corrientazos muy fuertes. También me
lo hicieron en los senos…”.
(Gloria dejó de hablar, se le
atascaron las palabras en la garganta, en el cielo de la boca, en el recuerdo.
Se puso a llorar, como partiéndose en
pedazos. Se excusó conmigo: “Ay, discúlpeme, es que esto es muy fuerte”.
Narrar los hechos le hizo exhumar el pánico. Tomó aire. Y siguió).
“Entonces llegó una mujer que regañó a
los soldados. Me llevó junto a mi hija. Ahí nos tenían esposadas. Y nos fueron
pasando a otro cuarto una por una. Nos tomaban fotos. Yo no sabía para qué.
Cada vez que traían a un estudiante detenido era horrible, los gritos, lo que
le hacían. A mi hija la pusieron a ver cómo golpeaban a un muchacho, un
enfermero. Katheriin lo conocía. Lo arrodillaron y le daban patadas en la cara.
Le partieron la nariz y casi la mitad de la dentadura. Sangraba tanto que mi
hija casi se desmaya. Se burlaron de ella. Decían: ‘¡Malditos, los vamos a
llevar a una fosa, los vamos a picar en pedacitos!’. A mi hija le decían que la
iban a trasladar para la cárcel de Santa Ana para que la violara un pran. Yo
era puro llorar, estaba demasiado asustada. Duré doce horas con los ojos
vendados, imagínese eso. A cada rato pasaban y nos golpeaban. Había uno que se
paraba encima de los pies descalzos de mi hija, por puro gusto. Nos agarraron
los teléfonos y ponían cosas horribles. Cuando alguien me llamaba le decían que
ya yo estaba muerta”. Gloria se detiene. El llanto le tapa la boca otra vez. Le
amarra las frases. Es devastador cuando se calla.
A medianoche llegaron el alcalde de
Rubio y varios concejales a ver el estado de los detenidos. Previamente, los
efectivos se encargaron de desesposarlas, quitarles las vendas, limpiar los
golpes, peinarlas. A los estudiantes los vistieron con cualquier franela a
mano. Un concejal, cuando vio el estado de la madre y la hija, no dudó en
decirle a un sargento: “Yo me cambio por esas dos mujeres”. Lo ignoraron por
completo. A las dos de la madrugada llegó el Cicpc. A Gloria le dieron para que
firmara una declaración donde reconocía que le habían respetado todos sus
derechos. Ella se indignó, dijo que no lo iba a firmar porque era falso.
Demasiado falso. De paso, ya le había contado a Yamilet, en un momento que
logró verla, que un guardia había montado en Facebook una foto suya, vendada,
rodeada de bombas molotov, morteros, clavos y botellas de vinagre. La postal de
una terrorista.
***
Eran 22 detenidos, dos profesores, un
fotógrafo, estudiantes, gente que no estaba protestando y un discapacitado con
la pierna llena de perdigones. Entonces las montaron en un convoy. Las llevaban
agachadas. A Gloria le tenían un pie montado sobre la cabeza: “Aquí va esta
perra maldita”, decían. Les quitaron los 2.600 bolívares que llevaban para hacer
mercado. Las llevaron hasta el comando de San Antonio del Táchira. Allí duraron
tres días detenidas. Nunca les dejaron ver a la familia. Les servían solo arroz
en las comidas. Arroz. Arroz. Arroz. “Allí estuvimos, desde el miércoles hasta
el viernes, sentadas, sin poder acostarnos, sin bañarnos ni cambiarnos de ropa.
Decían que nos iban a hacer un juicio militar, imagínese. Nosotras no
entendíamos nada. ¿Juicio por qué? Nos querían llevar al Centro Penitenciario
de Barinas”.
“Mamá,
estoy asustada”. “Yo también, hija. Vamos a rezar”.
***
Finalmente, gracias a la marcación
cerrada de los abogados del Foro Penal Venezolano, lograron salir. Tienen una
medida cautelar. Madre e hija deben presentarse todos los 24 de cada mes en la
fiscalía de San Antonio.
Gloria, a pesar de tanto, es
irreductible. “Yo quería demandar porque me violaron mis derechos”. Cuenta que
la hija, aterrada, le rogaba: “Mamá, nosotros somos muy humildes, somos pobres,
¿quién nos va a escuchar?”. La juez le dio un argumento mayor: si demandaba
todo sería peor.
Le pregunto si le parece más apropiado
que use un seudónimo para esta crónica. “No me importa que diga mi nombre. No
quiero que esto le pase a ningún otro venezolano”. Me quedo en silencio.
“Claro”, apenas respondo.
Me habla de las secuelas. Contusiones,
golpes internos, inflamación de la cervical, dislocación del hombro. Y el
sueño, que se le fue no sabe para dónde. Aún conserva algunos morados en el
rostro. Entonces me suelta una frase que resume toda la violencia: “Yo era un hígado…
Mi cara era un monstruo”.
“¿Tiene miedo?”, le pregunto. Me
confiesa que teme que en una de las presentaciones la dejen detenida. “¿No
prefiere callar?”, insisto. “Todo esto
tiene que saberse”, explica. Anoté su nombre por segunda vez: Gloria Tobón.
“Yo estudié hasta cuarto año de
bachillerato. He trabajado como repostera, en mantenimiento, cosas así. Ahora
soy una perseguida política, ¿qué me le parece?”. Un nieto la requiere con
llanto y persistencia. Cuando terminamos de hablar me asomo a la ventana. En la
calle veo una pancarta: “Maduro es Pueblo”.
Esta es solo una de las 160 historias
de tortura que nunca se han contado en cadena nacional.
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