JORGE L. DALY 21 MAY 2014
Thomas Piketty, el autor del best
seller mundial El capital en el siglo 21, debe volver al aula para aprender
economía
Adam Smith debe estar tirándose
los cabellos. Bueno, así creo que lo imaginan todos los que lo exaltan por
desentrañar el misterio del capital, los que en una de sus frases célebres
reconocen la piedra angular de la economía de mercado: “no es de la
benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que esperamos nuestra
cena, sino de su deseo por preservar sus propios intereses.” Nada mejor expresa
los valores y comportamientos de los últimos dos siglos: el egoísmo del ser
humano prima sobre su sentimiento humanitario, pero si deja que el mercado
libremente opere, verá que la riqueza de las naciones aumenta. ¿Acaso no es
esto lo que todos queremos? Se le llama capitalismo. Y si unos ganan mucho,
muchísimo más que otros se debe a que el mercado, en su infinita sabiduría, sabe
remunerar los aportes de cada cual a la sociedad. El
señor Piketty necesita regresar a la universidad para aprender
economía, punto.
O tal vez son los que se adhieren a
esta lectura estrecha de Adam Smith los que deban regresar al aula. Porque el
pensador escocés ante todo fue un humanista y, como tal, nunca hubiera
consentido los niveles obscenos de desigualdad que Piketty expone.
Más aún, quién sabe, hasta la hubiera expuesto como producto de esa caricatura
que hoy pasa por libre mercado, el icono que domina la discusión escolástica y
que arropa las decisiones que emanan de directorios de las grandes
instituciones financieras que tiranizan la economía del mundo. Desde que hace
poco más de treinta años se corporizara en las políticas de Margaret Thatcher y
Ronald Reagan, el libre mercado es mandamiento en los textos de economía y
ensalzado en los discursos de graduación, pero la verdad es que solamente
existe en la imaginación de un bien pensante y en el cálculo cínico de los
mandarines del mundo corporativo que lo esgrimen para perpetrar, perpetuar y
legitimar sus posiciones de privilegio.
El aumento notable de la desigualdad
que registra los Estados Unidos coincide precisamente con este período que ha
visto “el fin de la historia” y la coronación de la ideología única del libre
mercado. Y ésta, a su vez, concurre con el encumbramiento del sector financiero
en la economía del país. Si importa comprobar, como lo hace Piketty, que la
desigualdad se acerca los niveles escandalosos en épocas que alguna vez la
pensamos superadas, es igualmente importante preguntar por las causas que la
explican. Empiece echándole un vistazo a la santificación del proceso de
desregulación financiera y preste atención a la manera como sus operadores
hacen dinero, cada vez más alejados de las actividades productivas que solían
financiar, cada vez más cerca de las apuestas especulativas en activos
financieros. Son millonadas las que se embolsan y si alguna vez sale mal una
apuesta, ahí está el gobierno para socorrerlos. Y qué pena que éste haya no
haya contemplado ayuda efectiva a los millones que quedaron incapaces para
cumplir con sus pagos de las hipotecas. En estos tiempos, sin duda, el gobierno
se inclina ante los que más tienen.
Mejor decirlo sin tapujos: el gobierno
de los Estados Unidos y el de países que exhiben tendencias hacia la fuerte
concentración de ingresos sin voluntad política para hacerle contrapeso están
al servicio del mejor postor. Al permitir la mercantilización de intangibles que
no deben estar en venta, privilegian el beneficio privado en detrimento de la
confianza y el interés público. ¿No le parece terrible? El asunto entonces es
muchísimo más grave que el cálculo que Piketty hace para confirmar que hay
pocos que se llenan los bolsillos y muchos que reciben migajas. Es más grave
porque el funcionamiento del mercado está condicionado por consideraciones
éticas. O mejor dicho, en este contexto, por la falta de ética. Al respecto,
San Agustín se anticipó a los tiempos cuando sentenció que en mercados carentes
de justicia operan bandas de ladrones. ¿Acaso no es esto evidente en los
escándalos, prácticamente impunes, que permean el actuar de los grandes bancos
comerciales?
Los que todavía creen que el
funcionamiento del libre mercado contribuye al bien común tienen entonces mucho
que responder. Mientras tanto, a la teoría que le da sustento debemos sentar en
el banquillo de los acusados. Porque la ciencia económica se erige sobre la
gran mentira de que los mercados son neutrales, de que no pronuncian juicios de
valor, de que consideraciones éticas les son ajenas. Adam Smith y los
economistas clásicos no se dejaron engañar por esta ficción. Infortunadamente
la sabiduría de los clásicos en la actualidad no se palpa. Un economista hoy le
sirve para sopesar los costos y los beneficios de todas las opciones que se le
presentan y así elegir, libre y voluntariamente, aquella que le reporta la
máxima utilidad. Le sirve para convencerlo de que todo en la vida tiene precio
pero no para reflexionar si las opciones son correctas o no lo son, si proponen
el bien o lo que no está bien. Menos le sirve para sopesar el impacto de sus
decisiones en la sociedad en su conjunto, en la manera como gravitan sobre la
dignidad de los seres humanos. En suma, sobre lo que nunca debe tener precio.
Sí, Adam Smith debe estar revolcándose
en su tumba, pero creo que por constatar cuánto se ha apartado la teoría que él
fundó de la ética. O quizás de felicidad por el promisorio aporte de Piketty.
La desigualdad importa por su relevancia para los tiempos que vivimos, como
también la pobreza, la ignorancia, la concentración y manipulación de los
mercados financieros o la captura de gobiernos por grupos privados. Y en todos
estos temas la ética importa, ¿no le parece?
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