Domingo 18 de mayo de 2014
— Ser justos con quienes nos
relacionamos, con quienes dependen de nosotros, con la sociedad.
— La promoción de la justicia.
— Fundamento y fin de la justicia.
I.
La
palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra1.
La justicia es la virtud cardinal que
permite una convivencia recta y limpia entre los hombres. Sin esta virtud, la
convivencia se torna imposible, la sociedad, la familia, la empresa dejan de
ser humanas y se convierten en lugares donde el hombre atropella al hombre. La
justicia regula la convivencia de la sociedad humana en cuanto humana, es
decir, basada en el respeto de los derechos personales; «es principio
fundamental de la existencia y de la coexistencia de los hombres, como también
de las comunidades humanas, de las sociedades y de los pueblos»2.
Un aspecto de esta virtud atañe a las
relaciones con el vecino, con el compañero, con el amigo, con el colega y, en
general, con toda persona: regula estas relaciones de los hombres entre sí, dando
a cada uno lo que le es debido. Otra faceta de la justicia se refiere a los
deberes de la sociedad en relación a lo que a cada individuo le corresponde.
Por último, existe otro plano de la justicia, que regula aquello que cada
individuo concreto debe a la comunidad a la que pertenece, al todo del que
forma parte.
La justicia en una sociedad viene de
quienes la componen. Son las personas quienes proyectan en la sociedad su
justicia o su injusticia, sobre todo quienes en ellas tienen más
responsabilidad. Y esto es válido en la familia, en la empresa, en la nación o
en el conjunto de naciones que componen el mundo. Si de verdad queremos que la
justicia impere en una sociedad –ya se trate de una aldea o de la nación–,
hagamos justos a los hombres que la componen: que cada uno de nosotros comience
a ser justo en ese triple plano: con quienes nos relacionamos cada día, con
quienes dependen de nosotros, dando lo que debemos a la sociedad de la que
formamos parte. Esta es la primera obligación moral de la justicia, ser justos
en todos los aspectos de nuestra vida: convivir con rectitud y limpieza, ser
justos con la familia, con el vecino... con el Estado. La lucha porque impere
una mayor justicia en la sociedad es fruto de una serie de decisiones
personales, que van modelando el alma de la persona que ejercita esta virtud.
Con actos concretos de justicia, el hombre se moverá cada vez con más facilidad
por «una voluntad constante e inalterable de dar a cada uno lo suyo»3, pues en esto consiste la esencia de esta virtud.
Si hay una tarea noble y bella que
corresponde al común de los ciudadanos es precisamente la de trabajar, con
responsabilidad personal, por una sociedad más justa, recta y limpia.
II. «Dios nos llama a través de las
incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las
personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros,
en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de
los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica,
atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad»4. La fe nos lleva a estar presentes, a intervenir
muy directamente en los afanes nobles, en las «menudencias de la vida de
familia» y «en los conflictos y tareas que definen cada época histórica»...
para santificarnos nosotros y santificar esas realidades, haciéndolas más
humanas, más justas, para llevarlas a Dios. «Se comprende muy bien la
impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma
naturalmente cristiana (Cfr. Tertuliano, Apologeticum, 17), no se
resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón
humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio,
tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en
corazones que no quieren amar»5.
La fe nos urge porque es grande la
necesidad de justicia que existe en el mundo. «Los bienes de la tierra,
repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos.
Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque
vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística.
Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que
continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo
del amor.
»Todas las situaciones por las que
atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de
amor, de entrega a los demás»6.
El cristiano se esfuerza en remediar
lo injusto por amor a Jesucristo y a sus hermanos los hombres. El justo, en el
pleno sentido de la palabra, es aquel que va dejando a su paso amor y alegría y
no transige con la injusticia allí donde la encuentra, ordinariamente en el
ámbito en el que se desarrolla su vida: en la familia, en su empresa, en el
municipio donde tiene su hogar... Si hacemos examen, es posible que encontremos
injusticias que remediar: juicios precipitados contra personas o instituciones,
rendimiento en el trabajo, trato injusto a otras personas...
III. El origen, la gran fuerza que
mueve al hombre justo, es el amor a Cristo; cuanto más fieles al Señor seamos,
más justos seremos, más comprometidos estaremos con la verdadera justicia. Un
cristiano sabe que el prójimo, el «otro», es Cristo mismo, presente en los
demás, de modo particular en los más necesitados. «Solo desde la fe se
comprende qué es lo que de verdad nos jugamos con la justicia o la injusticia
de nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo»7. Este es el gran motor de nuestras acciones. Esto
es lo que solo los cristianos, mediante la fe, podemos ver: Cristo nos espera
en nuestros hermanos. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve
sed... Omisiones: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de mis
hermanos más pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo8.
El Señor está en cada hombre que
padece necesidad. «Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así
como las zonas, los grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de
la población más pobres y marginados tienen que ser preocupación constante de
la Iglesia y de los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos para estar
con ellos y compartir sus condiciones de vida, sentirnos llamados por Dios
desde las necesidades de nuestros hermanos, hacer que la sociedad entera cambie
para hacerse más justa y más acogedora en favor de los más pobres»9.
«Hay que reconocer a Cristo, que nos
sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres»10. Bastaría examinar nuestro espíritu de atención,
de respeto, de afán de justicia, enriquecido por la caridad, para conocer con
qué fidelidad seguimos a Cristo. Y al revés, si es profundo y verdadero el
trato y el amor a Cristo, ese trato y ese amor se desbordan inconteniblemente
hacia los demás.
«Las exigencias espirituales y materiales
del servicio cristiano a los demás, son grandes: en la voluntad, en el
sentimiento, en las obras. Ante ellas, con la ayuda de la gracia divina, el
cristiano ni se acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de “gestos”
sorprendentes. Pero tampoco “se queda tranquilo”: caritas enim urget nos:
porque nos acucia la caridad de Cristo (2 Cor 5, 14)»11, que nos lleva más allá de la mera justicia, pero
–como es claro– supone haber satisfecho lo que es justo.
«Para que este ejercicio de la caridad
sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal –enseña el Concilio
Vaticano II– , es necesario (...) cumplir antes que nada las exigencias de la
justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de
justicia»12.
La práctica de la justicia nos lleva a
un constante encuentro con Cristo. En último extremo, «hacerle justicia a un
hombre es reconocer la presencia de Dios en él»13.
Por eso también, en el cristiano no
puede haber verdadera justicia si no está informada por la caridad14, porque quedaría a ras de tierra, empequeñecida.
Cristo, en nuestras relaciones con el prójimo, quiere más de nosotros. A Él
hemos de pedirle «que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de
las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los
tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el
verdadero bálsamo es el amor, la caridad»15.
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1
Salmo responsorial. Sal 33, 4-5. — 2
Juan Pablo II, Audiencia general, 8-XI-1978. — 3
Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 58, a. 1. — 4
San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. — 5
Ibídem, 111. — 6
Ibídem. — 7
P. Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 215. — 8
Cfr. Mt 25, 45. — 9
Conferencia Episcopal Española, Testigos del Dios vivo, 28-VI-1985, n.
59. — 10
San Josemaría Escrivá, o. c., 111. — 11
F. Ocáriz, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 3ª ed., Madrid
1973, p. 109. — 12
Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 8. — 13
P. Rodríguez, o. c., p. 217. — 14
Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 4, a. 7. — 15
San Josemaría Escrivá, o. c., 167.
† Nota: Ediciones Palabra (poseedora
de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación
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