Por Anibal Romero, 30/12/2015
Diversos comentaristas han sostenido que las recientes elecciones
españolas arrojaron un resultado “meridianamente claro”, sugiriendo de manera
implícita o explícita que las mismas pusieron de manifiesto una voluntad
colectiva definida, que a su vez evidencia las intenciones de la mayoría de
votantes.
Difiero de esta interpretación, que atribuye al votante democrático en
general una claridad interior que es más bien poco común. Cabe en tal sentido
recordar la frase, atribuida a Churchill aunque en realidad apócrifa, según la
cual “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco
minutos con el votante promedio”. Tal ironía no debe ocultarnos la parte de
verdad que la frase contiene. Con mucha frecuencia los resultados electorales
expresan confusión, desconcierto y también simple resentimiento o ansias de
desahogo.
Lo clave es entender que los eventos electorales y sus resultados
constituyen lo que Friedrich Von Hayek denominaría un “orden espontáneo”, es
decir, un tipo de orden que es producto de la acción pero no del
diseño humano, como también lo es el lenguaje. La lengua que hablamos es
un orden espontáneo. Nadie la diseñó pero todos de un modo u otro la creamos a
diario.
En otras palabras, los votantes votan, realizan una acción, pero lo que
resulta de la conjunción de millones de acciones semejantes no responde a un
diseño deliberado de la gente. Y más aún, con no poca frecuencia los
resultados electorales contrastan con las intenciones de los votantes y en
ocasiones hasta las contradicen.
Los comentaristas a quienes aludí antes no sólo caen en la trampa de
conceder al resultado electoral español una racionalidad que probablemente no
tiene, sino que de paso procuran evaluarlo con perspectivas color de rosa,
asegurando que España ha entrado en una época en que la política de los
compromisos, el consenso, la tolerancia y la unidad en medio de la diversidad
marcarán la pauta del futuro.
No es imposible, pero cabe dudarlo. Más bien, y de acuerdo a lo que he
podido captar a lo largo de meses de intensa observación de los vaivenes
políticos españoles y del repaso de la historia moderna del país, creo que
estamos contemplando una especie de resurrección, ahora más patente y palpable,
de viejos fantasmas políticos que marcan con su presencia el devenir de esta
tan hermosa como compleja parte del mundo.
Todos los pueblos tienen sus fantasmas históricos, pero los fantasmas
españoles son particularmente temibles. El primero de ellos es el fantasma de
la Guerra Civil, que se exhibe con los ropajes de la desmemoria y el
revanchismo. En tal sentido, un sector importante de la izquierda española se
rehúsa, todavía a estas alturas, a admitir que la República perdió la guerra
ante Franco y los nacionalistas, y prosiguen combatiendo en incesantes
escaramuzas dirigidas, de un lado, a borrar o distorsionar la memoria
histórica, y de otro lado a remover el pasado para asestar cualquier golpe
simbólico a la “otra” España, la que fue victoriosa de la mano de Franco.
Un buen ejemplo de ello lo ofrecen las histriónicas ocurrencias de la
actual alcaldesa de Madrid, una ex comunista que nada ha aprendido ni olvidado,
y quien –entre otros asuntos– desea cambiar los nombres de varias decenas de calles
actualmente designadas en homenaje a personajes destacados del sector
nacionalista en la Guerra Civil. Eso sí, a la alcaldesa ni le pasa por la mente
la idea de hacer lo mismo con calles nombradas en deferencia a personajes que
lucharon del lado republicano.
Otro fantasma muy español es la anarquía, acompañada a su manera por
las fuerzas centrífugas de los separatismos. Sobre este tema se podría decir
mucho, pero me limitaré a señalar que el resultado electoral de hace pocos días
refleja en significativa medida tanto la fuerza que los independentistas
catalanes han sabido imprimir nuevamente a sus designios de fragmentación de
España, así como la excesiva condescendencia, que para muchos ha lucido como
debilidad, de un Estado español que en estos tiempos retadores ha permitido que
se pongan en juego sus propias bases constitucionales, respondiendo ante la
osadía e irresponsabilidad de sediciosos como Artur Mas con una bonhomía propia
de temas celestiales.
Como bien enfatizó en su momento y para siempre Thomas Hobbes, la
sedición, una vez instalada, carcome como un veneno los cimientos del orden
político, despojando a la autoridad del respeto sin el cual es incapaz de
cumplir su función de garantizar la protección de los ciudadanos, a cambio de
su obediencia a las leyes.
Por último, en la España de hoy se despliega con su engañoso fetichismo
el fantasma de la utopía. Alguien dijo una vez que “don Quijote no podría ser
inglés”, y es cierto. El temperamento español produjo a través de la brillante
pluma cervantina el prototipo nacional del creyente en molinos de viento que
lucen como gigantes. En tal sentido, los más de tres millones de españoles que
votaron por los demagogos del partido Podemos revelaron –al menos muchos de
ellos– un desapego hacia el significado de la realidad que no deja de
sorprender a un forastero, y de paso a un forastero venezolano como es mi caso.
Confirmo con serena convicción que los españoles han sido bien
informados por años, mediante los más diversos medios de comunicación, acerca
de la tragedia que el chavismo y su régimen oprobioso han infligido a
Venezuela. Ver hoy a los señores Iglesias y Monedero, a estos recientes
beneficiarios y asesores del gobierno “revolucionario” de Venezuela,
convertirse en una fuerza política decisiva por el voto libre de tantos
españoles me parece algo más que una aberración, pues en verdad se trata de una
especie de vocación suicida propia de seres humanos atraídos por la utopía.
Es un error creer en la tesis según la cual “aquí no puede repetirse
esto o aquello”, “España no se va a fragmentar, no habrá jamás otra guerra
civil, la democracia está garantizada para siempre”, y otras consejas por el
estilo. No sabemos lo que puede ocurrir. Pero sí podemos reconocer a los
fantasmas cuando aparecen sin equívocos. Es cierto que muchos votantes
españoles reaccionaron contra la corrupción que el partido Popular y el PSOE
poco hicieron para controlar, que la crisis económica es severa y golpea
especialmente a los jóvenes, y que nada es más fácil que sucumbir a un anhelo
de “cambio” tan carente de precisión como inasible en sus contenidos (si es que
los tiene). No obstante, nada de esto asegura que los electores saben con
claridad ni lo que quieren ni lo que buscan.
Por ello insisto en conclusión: el desafío que ahora se plantea a
España es, ciertamente, producto de la acción de los electores, de cada uno en
su conciencia, pero no del diseño deliberado de una voluntad colectiva. Lo que
resultó ha dejado perpleja a la mayoría aunque se nieguen a admitirlo. Toca
ahora a los políticos, como casi siempre personajes más bien despistados y
superficiales –con excepción de Iglesias y los suyos- enderezar los entuertos
que ellos mismos, y sus votantes, han contribuido a generar.
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