Fernando Mires 31 de mayo de 2016
La
noticia produjo indignación en círculos democráticos. Después de una turbulenta
discusión en Ankara, una ocasional mayoría parlamentaria, siguiendo una orden
del Presidente Recep Tayyip Erdogan, levantó la inmunidad a más de cien
parlamentarios acusados de mantener relaciones con el PKK y otras
organizaciones kurdas (15 de Mayo de 2016). La medida afecta principalmente al
partido de los kurdos, el HDP.
50 de
los 59 miembros del HDP ya habían sido acusados de pro-terroristas por el
gobierno. En la práctica ya no gozan de inmunidad. A 51 parlamentarios del más
grande partido de oposición, el CHP, les será igualmente arrebatada la
inmunidad. Lo mismo a 27 del AKP y a 9 del partido nacionalista de derecha, el
MHP. En caso de que suficientes escaños permanezcan desocupados, el gobierno
llamará a nuevas elecciones. El objetivo parece estar muy claro: convertir al
parlamento en una asamblea sumisa al poder ejecutivo.
De
ahora en adelante Turquía será una nación presidencialista, islámica y sobre
todo “erdoganista”. El paso que separa a una república parlamentaria de una
presidencialista ya ha sido dado.
Las
alarmas en los gobiernos democráticos son justificadas. Parlamentarios sin
inmunidad no representarán más a quienes los eligieron sin la posibilidad
certera de perder su cargo. El debate parlamentario –la razón de existir del
parlamento- quedará sometido a la más estricta censura. Las leyes emitidas por
el parlamento serán simples decretos presidenciales.
¿Qué
pueden hacer los gobiernos europeos en contra de ese asalto a la democracia
consumado en sus propias puertas?¿Cerrar definitivamente el ingreso de Turquía
a la UE? Dicha medida pudo haber sido efectiva hace un par de años. Pero por el
momento Erdogan no tiene ningún interés en ingresar a la UE. Su objetivo
principal es lograr la hegemonía sobre el mundo islámico-sunita (el sueño turco
del imperio otomano) y así cerrar el paso a Irán y sobre todo a la Rusia de
Putin en la región. Para que eso sea posible –así piensa seguramente Erdogan–
es preciso unificar el frente interno, aunque ello pase por la destrucción
definitiva del pueblo kurdo, por la eliminación del parlamento y por la
instalación de una dictadura extremadamente personalista y autoritaria.
Erdogan,
por si fuera poco, mantiene neutralizados a la mayoría de los gobiernos
europeos. “Si ustedes no me apoyan o simplemente me critican”-parece decirles-
“no recibiré más refugiados desde Siria”. Frente a esa amenaza, Europa baja la
cabeza.
Por
otra parte todos en Europa saben, aunque nadie lo dice, que en caso de un
eventual choque de trenes entre Turquía y Rusia, la UE solo podría apoyar a
Turquía, a menos que intente ella misma frenar a Putin, cosa que evidentemente
nunca hará.
Los
tiempos han cambiado. Europa ya no pone condiciones a Erdogan. Pero Erdogan sí
las pone a Europa.
Sin
embargo, Erdogan no sigue un esquema demasiado original. En la práctica ha
adoptado el de su enemigo Putin ya que para nadie es un secreto que la Duma en
Rusia no es más que una asamblea ratificadora de las decisiones del gobierno.
Por ejemplo, cuando Putin decidió invadir Ucrania primero, a Siria después, no
lo hizo en nombre del ejecutivo sino “acatando” decisiones de la Duma. La Duma
es en Rusia una farsa, como ahora lo es el parlamento turco. El ejemplo será
copiado en diversos países de Europa. En el hecho, ya está ocurriendo.
¿Estamos
enfrentando a una crisis de la democracia parlamentaria como ocurrió durante el
periodo del fascismo del siglo XX? Al parecer, así es. El avance del anti-parlamentarismo
en función del establecimiento de regímenes personalistas y autoritarios no
solo es propio a gobiernos que continúan largas tradiciones autocráticas como
son los de Erdogan en Turquía y Putin en Rusia. En países como Hungría,
Polonia, Rumania, la opción del presidencialismo extremo ya es también una
realidad.
Ahora,
mirando el tema desde una perspectiva latinoamericana, es imposible pasar por
alto el brutal asalto al parlamento (AN) que ha tenido lugar en la Venezuela de
Nicolás Maduro.
Los gobiernos
antiparlamentarios de América Latina, a cuya tradición ya pertenece el de
Maduro, se inscriben en la larga línea dictatorial que ha marcado la historia
del continente desde el siglo XlX. La diferencia con el neo-antiparlamentarismo
europeo -es importante mencionarla- es que mientras en América Latina la idea
de la democracia ha llegado a ser hegemónica en el siglo XXl, en Europa, aún
siendo hegemónica, comienza a perder hegemonía frente al avance de los
autoritarismos presidencialistas que la amenazan.
En
cierto sentido Erdogan llevó a cabo en Turquía la medida que no se atrevió a
hacer Hugo Chávez en Venezuela. Convencido este último de la eternidad del
régimen, confió en que su mayoría dentro de la AN jamás sería cuestionada. Ese
era por lo demás el certificado que mostraba cada vez que desde algún lugar del
mundo era cuestionado el carácter democrático de su gobierno.
Esa
razón -y no su complicidad con el chavismo- explica por qué la OEA de Insulza
no pudo proceder en contra de Chávez. Almagro tampoco habría podido hacerlo.
Pero después de haber prácticamente anulado a la AN, Almagro no tenía otra
alternativa sino pronunciarse en contra de Maduro. Insulza, quizás en un estilo
diferente, habría tenido que hacer lo mismo. Mala suerte para Insulza. Le correspondió
actuar durante el periodo de oro de Chávez. A Almagro le correspondió, en
cambio, el periodo más turbio del chavismo, el de Maduro.
Hay
que repetirlo hasta el cansancio: Chávez no era democrático pero su gobierno
era hegemónico y mayoritario. Esa es la diferencia radical con el de Maduro. El
de Maduro es un gobierno protegido por vallas militares y muy poco más. Hecho
que a la vez explica su carácter esencialmente represivo.
Chávez
también era represivo pero la represión chavista estaba conectada a su
superioridad política. En cambio, la represión de Maduro es el resultado de su
inferioridad política. Mientras Chávez era mas político que pretoriano, Maduro
es más pretoriano que político. Para repetir una frase formulada en otro
artículo, Maduro es un populista sin pueblo. Por eso, pese a ejercer
objetivamente una dictadura, él no puede ser un dictador temido como tal vez
hubiera querido serlo. Solo es odiado. Temido no es.
Nadie
teme a gobiernos de minoría, sean dictaduras o no. Para decirlo con el concepto
revitalizado por Almagro, menos que un dictador, Maduro es un dictadorzuelo.
Palabra que hay que tomar en serio desde el punto de vista de la teoría
política. Esa palabra marca la diferencia entre un dictador apoyado solo en las
armas y otro en una gran mayoría. Dictadorzuelo, dicho en breve, es la palabra
que designa a un dictador sin consenso público.
Las
diferencias entre los procedimientos de Erdogan y Maduro saltan a la vista.
Erdogan, al asaltar al parlamento, lo hizo apoyado en una mayoría
parlamentaria. Maduro ha asaltado al parlamento, pero apoyado en una ínfima
minoría, dentro y fuera del parlamento.
Maduro
tuvo su oportunidad política. La perdió. Habiendo sido derrotado electoralmente
el 6-D tenía todavía cartas en su mano para ofrecer a la oposición una
coexistencia de poderes en aras de la gobernabilidad de la nación común (con la
posibilidad de haber dividido aún más a la de por sí dividida oposición). No
obstante, en lugar de actuar políticamente, reconstruyó un poder judicial que
no representa a nadie, un poder formado por gente sin credenciales jurídicas,
meros mercenarios cuyo función es fungir como cerco de protección al gobierno.
La
declaración del estado de excepción fue el golpe de gracia dado por Maduro a la
AN (y, en consecuencia, a la gran mayoría de la ciudadanía venezolana). De este
modo Maduro no dejó a la oposición otra alternativa que no fuera la lucha por
la destitución de un gobierno anti-parlamentario y, por lo mismo, ilegítimo.
Entre todas las posibles formas de destitución se impuso al fin la más popular,
la más realista y la más política: el revocatorio.
El
parlamento –aunque a los intelectuales seguidores del teórico del
antiparlamentarismo, Carl Schmitt, pueda
dolerles- es la voz del pueblo expresada a través de sus delegados, incluyendo
a los de las minorías. Ninguna otra institución del Estado ha llegado a
ostentar la genuina representación del poder popular como el parlamento. Sin
parlamento no hay representación de la nación políticamente constituida y en
consecuencias, no hay democracia representativa. El parlamento es, además, el
lugar del debate, de la confrontación, del diálogo y de alianzas, prácticas sin
las cuales la política sería imposible. Allí son discutidas nada menos que las
leyes que regirán el destino de toda la nación. El parlamento es, dicho en
breve, el legado luminoso que nos dejó la polis de los griegos, hoy incrustado
en el estado moderno.
Para
que esa luz y esas voces no se apaguen en Venezuela, Maduro y su régimen
anti-parlamentario deberán ser revocados. Por lo tanto el revocatorio no solo
es legal y legítimo. Es, además, necesario. El revocatorio, permítanme decirlo
así, es en Venezuela “lo políticamente no- negociable”.
El
parlamento ha sido asaltado en Turquía y en Venezuela. Los demócratas turcos ya
no pueden hacer mucho en contra. Pero los venezolanos todavía pueden salvar a
“su” parlamento. Pues el revocatorio no ha surgido solo para destituir a un mal
presidente. Su tarea será la de ayudar a crear en Venezuela una república
democrática, presidencial y parlamentaria a la vez.
Sin
parlamento puede haber república pero jamás podrá haber democracia. La
salvación del parlamento (AN) y el revocatorio son, por lo mismo, las dos caras
de la misma moneda.
Quizás
está de más decirlo. Si en Venezuela la mayoría democrática logra restituir la
vigencia de la AN, será sentado un precedente válido para toda América Latina.
Y así Venezuela no será Turquía.
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