Por Ibsen Martínez
“El saqueo es mi
representación”. Aun sin haber leído a Schopenhauer, tal podría ser el lema que
guía a ese venezolano arquetípicamente vestido con bermudas, calzado con
chanclas de goma, el torso desnudo y gorra de béisbol que, enterado de que un
camión de 22 ruedas que transporta un container de harina de maíz precocida ha
volcado en una zanja cercana a su caserío, se lanza a la carretera jurando no
regresar al bohío sin algo que poner al fuego.
Advierto, por cierto,
algunas diferencias entre la actual epidemia de saqueos de baja, mediana y
altísima intensidad que hoy azota a Venezuela, y los sangrientos motines y
masivos pillajes que, en tres días de febrero de 1989, estremecieron Caracas y
su extrarradio, dejando un saldo de 300 muertos y que convinimos todos en
recordar como el Caracazo.
En aquella ocasión, las
decapitaciones y los cercenamientos fueron cosa común durante las primeras
horas de conmoción. Un rezagado llegaba a la carrera con ánimo de entrar a la
brava al supermercado. Se liaba a puñetazos con la brigada de espontáneos
controladores de tráfico que lo retenían en el umbral de la puerta de vidrio
que acababan de romper. El tumulto no le permitía entrar al rezagado, pero
tampoco recular del todo.
Entonces, una estalactita de
vidrio pretensado, hasta ese momento imperceptible y oscilante en lo más alto,
se precipitaba sobe el infeliz que se batía con el villanaje saqueador justo en
el instante en que, por proteger la cara entre los brazos, bajaba la cabeza y
ofrecía limpiamente el cogote al astillón que lo guillotinaba.
Pero este tipo de ocurrencia
fue, como decía, cosa de las primeras horas del Caracazo. La mayoría de los
muertos fue abatida durante la noche por ráfagas de fusil de asalto que
atravesaron la mampostería, las planchas de zinc, las láminas de cartón y el
maderamen vencido de las favelas caraqueñas que cubren los cerros circundantes:
el Ejército había salido a la calle a “restablecer” el orden del único modo que
saben hacerlo los militares. Eso fue hace ya 27 años; no se contaba con la
telefonía celular ni las redes sociales. Ni con el cleptochavismo.
Hoy, Venezuela registra
diariamente un aumento en la cadencia con que se suceden saqueos, aun en
presencia de la Guardia Nacional. Hay método en el pillaje: información
privilegiada de dónde, cuándo y qué producto de primera necesidad ha llegado al
automercado o al almacén. Quienes alientan y dirigen profesionalmente los
saqueos no necesariamente compiten con los revendedores chavistas llamados
bachaqueros; ambas corporaciones cuentan con la aquiescencia gubernamental.
Ocurre, ciertamente, el
“saqueo aleatorio”, como ese del camión de cerveza o arroz que se accidenta
cerca de una villa miseria cuya desdentada población se precipita a vaciar el
vehículo. Pero la norma es que el nivel de organización alcanzado ya por el
paramilitarismo chavista impregne el oficio de saquear.
Cifras: el Observatorio
Venezolano de Conflictividad Social informa de que, entre enero y febrero de
2016, se documentaron 64 saqueos o intentos de saqueo. 81% de los hechos fue en
contra de transportes de alimentos o bebidas, mientras cubrían sus rutas de
distribución. 19% restante fue contra centros de expendio de alimentos,
depósitos y otras instalaciones. Como en el resto de la actividad criminal
–homicidios, asaltos, secuestros–, la impunidad es de 99%.
La cúpula “cívico-militar” y
sus boliburgueses han saqueado durante 17 años miles de millones de dólares.
¿Podía evitarse que cundiera el ejemplo? Tal y como afirmaba en el siglo pasado
José Ignacio Cabrujas, insuperable satírico: “Venezuela es un botín”.
03-06-16
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