Por Miguel Ángel Martínez
Meucci
El diálogo es la esencia de
la vida política. A través del diálogo los diversos se reconocen, se escuchan y
exponen sus intereses y puntos de vista sobre las realidades que conforman el
mundo que comparten. A través del diálogo se buscan soluciones pacíficas que
permitan la convivencia y preserven la pluralidad, condición sin la cual lo humano
carece de sentido. Pero para quienes se imponen autocráticamente, el diálogo
carece de sentido porque sólo pretenden relacionarse con los otros mediante la
imposición de una relación ilegítima de mando-obediencia, relación que
desconoce toda igualdad política entre ciudadanos. Para quien pretende
imponerse en vez de convivir, el diálogo es un ejercicio inútil, cuando no
falaz o expresamente orientado a la dilación y al engaño.
A día de hoy, cuando se
vuelve a hablar de diálogo político fuera de las instituciones expresamente
creadas para orientar tal actividad, conviene hacer algo de memoria. Tanto en
los años 2002-2003 como en 2014 la conflictividad política en Venezuela alcanzó
niveles tan preocupantes que diversos actores políticos, tanto nacionales como
extranjeros, llegaron a la conclusión de que era necesario desarrollar algún
tipo de mecanismo de facilitación del diálogo entre el gobierno y la oposición.
Cabe hacer aquí una precisión de carácter técnico, antes de entrar en materia:
a diferencia de lo que sucede en un proceso de mediación, el facilitador del
diálogo no está facultado por las partes enfrentadas para realizar propuestas
concretas.
En la primera oportunidad
(2002-2003), dicha tentativa fue motivada por el fugaz derrocamiento de Hugo Chávez
el 11 de abril de 2002 y contó con altos niveles de formalidad, cuando se
estableció la llamada “Mesa de Negociación y Acuerdos” y fue conducida por
César Gaviria, entonces secretario general de la Organización de Estados
Americanos (OEA). La Mesa contó también con el apoyo técnico del Centro Carter.
Tras 7 meses de prenegociación y otros tantos de negociación, se llegó a un
acuerdo de 19 puntos, siendo el más importante de ellos el consenso en torno al
referéndum revocatorio como la herramienta idónea para solventar la
conflictividad del momento.
Sin embargo, muchos de esos
puntos no se cumplieron. La iniciativa del referéndum estuvo plagada de trabas
impuestas por el gobierno, que logró demorar su convocatoria y realización
durante más de un año —el acuerdo de la Mesa se firmó el 29 de mayo de 2003,
mientras que el referéndum se realizó el 15 de agosto de 2004— y recuperarse
políticamente antes de someterse a la consulta popular. Entre esas trabas se
contaron las dificultades en la elección de una nueva directiva del Consejo
Nacional Electoral (CNE), la emisión del respectivo reglamento, las
restricciones para recoger y validar las firmas de quienes solicitaban el
referéndum, las maniobras de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de
Justicia para impedir a que la Sala Electoral agilizara el proceso, la
obligación de firmar en unos “reparos” a aquellas personas a quienes (en contra
de toda lógica jurídica) se les dictaminó que su firma era “plana”, etc.
Además, los precios del petróleo se duplicaron durante ese periplo y el
gobierno puso en práctica las llamadas “misiones”, con lo que pudo recuperar su
popularidad. Finalmente, el resultado electoral refrendó a Chávez en la
presidencia, y a partir de ese momento se estableció una hegemonía política que
poco tuvo que ver con una verdadera democracia. La conflictividad disminuyó,
pero el régimen se consolidó.
En la segunda oportunidad, y
en medio de un ciclo de protestas que se extendió por varios meses, se recurrió
a una nueva tentativa de facilitación del diálogo, que en esa ocasión no contó
con una fase de prenegociación, no estableció una agenda de puntos a tratar y
ni siquiera incluyó las palabras “negociación” o “acuerdos” en su repertorio de
ideas a tratar. En esa oportunidad, la instancia facilitadora estuvo
constituida por una terna de cancilleres de países miembros de Unasur,
organismo recientemente creado, dirigido —tanto entonces como hoy— por el ex
presidente colombiano Ernesto Samper y mucho más afín al chavismo que la OEA.
Sus resultados se limitaron a la realización de un debate televisado y a una
serie de reuniones a puerta cerrada, además de alguna que otra concesión a una
lista de presos políticos que no había hecho sino aumentar durante la represión
a las protestas callejeras contra el gobierno.
Se atribuye a Marx aquello
de que la historia tiene lugar dos veces, la primera como tragedia y la segunda
como farsa. Desconozco lo que pensaba el filósofo alemán con respecto a los
hechos que acontecían por tercera vez. Pero en todo caso, y sin caer en la
falacia de que la historia siempre nos enseña lo que hemos de hacer en el
presente o en el futuro, cabe esperar que de la experiencia se extraiga algún
aprendizaje.
En lo particular, y tal como
he planteado inicialmente en mi libro Apaciguamiento. El referéndum revocatorio y la consolidación de la
Revolución Bolivariana (Alfa, 2012), me parece que de
estas experiencias recientes se pueden extraer las siguientes conclusiones.En
primer lugar, el chavismo ha demostrado —a lo largo de sus diversas fases, a
través de las cuales ha experimentado mutaciones importantes— que siempre ha estado
dispuesto a pagar (o a hacer pagar a otros) altos precios para mantenerse en el
poder. Su disposición a aguantar en el cargo contra viento y marea excede con
mucho lo que caracterizaría a un talante democrático.
En segundo lugar, el
chavismo ha aceptado o incluso promovido estas vías extrainstitucionales de
“diálogo” cuando la presión política y social se le ha hecho muy difícil de
manejar a través de los órganos del Estado, los cuales mantiene bajo su
control desde 2004. Difícilmente alguien negocia lo que puede obtener sin
negociar y el chavismo ha logrado hacerse con la hegemonía del control político
sin negociar con la oposición. Sólo se ha sentado a dialogar cuando
amenazar no le alcanza para garantizar la obediencia de la población o de
quienes ejercen el poder desde los distintos órganos del
Estado. Usualmente, lo ha hecho con la esperanza y propósito de ir ganando
tiempo mientras recupera dicho control y divide a la oposición.
En tercer lugar, y por la
razón anterior, el debate entre “votos” y “calle” en la oposición es
improcedente, por no decir absurdo. Si por un lado votar es un acto primordial
dentro de las acciones políticas enmarcadas dentro de la Constitución y las
leyes, por otro lado la protesta, la organización social y el desconocimiento
de disposiciones inconstitucionales e ilegales también lo son, especialmente
cuando no hay estado de derecho. La presión popular constante y organizada es
lo que hace que actos como el del voto mantengan su valor ante quienes quieren
desvirtuarlo por vías evidentemente arbitrarias, con lo cual desmontar la
protesta para sentarse a dialogar equivale a retirar de la agenda cualquier
punto de diálogo sustantivo. En este sentido, vale la pena apuntar que “calle”
o presión popular no se reducen a realizar marchas, sino al ejercicio
constante, deliberado y organizado de una articulación política y de una
rebeldía consciente ante hechos y actos que no son justos, ni democráticos, ni
apegados a derecho.
Cuarto, la naturaleza de la
conflictividad política y social en la Venezuela de hoy no permite su adecuada
canalización y eventual resolución por medio de mecanismos exclusivamente
electorales. El conflicto no se agotará en cuanto Miraflores cuente con
inquilinos distintos a los actuales, así como no ha amainado con una diferente
composición de la Asamblea Nacional. La crisis nacional ha alcanzado un nivel
de descomposición tal que sin, acuerdos políticos de gran calado —que
pasan necesariamente por la generación de un nuevo modus vivendi y de un modelo
económico oportuno y viable para el país—, no será posible vislumbrar una
solución pacífica a nuestra tragedia nacional. Por lo tanto, no tiene demasiado
sentido establecer canales extrainstitucionales de diálogo con el objeto de
ponerle fecha a jornadas electorales, asunto perfectamente regulado ya por
normas vigentes cuyo cumplimiento es necesario exigir.
En virtud de todo lo
anterior, es posible elaborar un razonamiento fundamental: las diatribas
políticas intraestatales han de resolverse a través de las instituciones del
Estado y en el marco del estado de derecho. Pero cuando actores autocráticos lo
impiden, el conflicto político se hace con frecuencia peligroso e inmanejable,
haciéndose a veces necesario recurrir a instancias políticas
extrainstitucionales, como es el caso de conversaciones facilitadas por actores
internacionales. Sin embargo, para ello será necesario determinar previamente
el grado de asimetría existente entre los bandos en conflicto, en cuanto a
poder y apego a la ley. Y sobre todo, para quienes defienden la democracia
liberal, será imprescindible establecer si su oponente es un actor razonable,
dispuesto a transigir para alcanzar un modus vivendi aceptable y relativamente
estable en el marco de la democracia y del estado de derecho, o si su manera de
actuar se caracteriza por plantearse objetivos ilimitados o intolerables.
En el primero de estos
casos, posiblemente valdría la pena perseverar en un diálogo que necesariamente
debería pasar por una negociación y unos acuerdos, si se pretende que dicho diálogo
sea fructífero. En el segundo caso, por el contrario, se impone una mera
relación dictatorial de mando-obediencia que sólo se funda en la amenaza, por
lo cual el diálogo es un ejercicio espurio que no implica un verdadero
reconocimiento mutuo. En este caso, dialogar será sinónimo de apaciguamiento.
Churchill definía al apaciguador como aquella persona que se dedica a alimentar
a un cocodrilo esperando que se lo coma a él de último. El apaciguador tratará
de evitar el conflicto mediante continuadas concesiones, sólo para terminar
perdiéndolo, sin haber ofrecido resistencia y a un costo menor para el agresor.
Por lo tanto, ante la
tercera tentativa de diálogo extrainstitucional que se plantea entre el
chavismo y la oposición, y en función de las consideraciones anteriores, habrá
que examinar si vale la pena sentarse a dialogar o negociar lo que debe
cumplirse por expresa disposición constitucional, legal y reglamentaria, en vez
de exigir su cumplimiento. También hay que considerar que el diálogo, en caso
de darse en esta oportunidad, debería centrarse en establecer los términos
concretos de la convivencia en el marco de un nuevo gobierno para lograr así
una progresiva normalización del país dentro del estado de derecho —o de lo que
para todos los efectos es lo mismo, dar paso a una transición a la democracia—.
Igualmente, habrá que
comprender la incongruencia que significa desmontar, con el propósito de
sentarse a dialogar, los mecanismos legítimos de presión con los que cuentan
los demócratas, llámense “calle”, Carta Democrática de la OEA, referéndum
revocatorio, exigencia de la renuncia, etc. Esa presión es el único aval con el
que cuentan para que una negociación tenga sentido y conduzca a eventuales
resultados. Y habrá también que exigir mínimos gestos de buena
voluntad —como la liberación de los presos políticos— por parte de quien
ocupa la jefatura de Estado a través de los cuales pueda apreciarse con
claridad el propósito de cambiar las desastrosas políticas que han llevado al
país a convertirse en un Estado fallido. Sólo así podrá pensarse que un nuevo
ejercicio de “diálogo”, facilitado por terceros, no corresponde a un nuevo caso
de apaciguamiento.
Por otro lado, y más allá de
lo que decidan los principales actores políticos, es necesario recordar que
esta lucha es de todos, y que en ella nos lo jugamos todo. Ninguna lucha es
agradable, ni toda lucha garantiza de antemano la victoria. Pero hay luchas que
no podemos escoger no afrontar, incluso si en ellas corremos serio riesgo de
ser derrotados. Tales son las luchas que damos cuando nuestra vida y libertad
se encuentran en juego, cuando alargar nuestro sometimiento no es un gesto de
caridad o buena voluntad, sino una incongruencia inútil que prolonga la tiranía
y ofende la más elemental dignidad y amor propio. ¿Cuánta humillación, cuánta
miseria, cuánto sometimiento y cuánta muerte absurda e impune estamos
dispuestos a tolerar? ¿Por qué lo toleramos? ¿Por miedo? ¿Por incapacidad para
organizarnos? ¿Por ganas de no pensar? ¿Por razonamientos falaces que en última
instancia nos piden que, mientras encontramos una solución, sigamos obedeciendo
lo que está mal y lo que menoscaba nuestra propia vida y libertad?
Considero que todo avance
con respecto a una situación como la que vivimos hoy en día pasa por la reflexión
de cada quien sobre tales preguntas, por tratar de responderlas atinadamente y
por actuar en consecuencia. No hay respuestas que no provengan del juicio que
podamos elaborar individualmente, desde lo más profundo de nuestra conciencia,
acerca de lo que está bien y lo que está mal.
02-06-16
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico