Jochen Bittner 02 de junio de 2016
Los
alemanes nunca podremos liberarnos del trauma de nuestra historia reciente. Y
eso no podría ser más actual si tomamos en cuenta el estado de nuestro continente
y lo sucede al otro lado del Atlántico. Hay muchas diferencias entre lo que
sucedió aquí en la década de los treinta del siglo pasado y lo que sucede
ahora.
Está
claro que Donald Trump o Norbert Hofer en Austria no son Adolf Hitler.
Pese a
esto, la forma en que Alemania se deslizó hacia una forma peculiar de
autoritarismo en el periodo de entreguerras muestra cómo las democracias
liberales pueden girar, de repente, hacia posiciones contrarias al liberalismo.
Si
obviamos el debate que propone que el ascenso del nazismo era algo que los
alemanes llevaban marcado en su idiosincrasia, es posible identificar cuatro
factores que llevaron al país a rechazar la República de Weimar, la democracia
parlamentaria y constitucional posterior al Tratado de Versalles y la primera
Gran Guerra: crisis económica, pérdida de confianza en las instituciones, una
sensación de humillación en la sociedad y una serie de errores políticos.
En
cierto modo, todo eso está presente en las actuales democracias occidentales.
El
colapso de la Bolsa en 1929, conocido como el “Black Friday”, produjo una
depresión económica global. Las cosas iban mal en Estados Unidos pero en
Alemania estaban peor. La producción industrial bajó a la mitad en tres años,
la Bolsa perdió dos tercios de su valor, la inflación y el desempleo subieron
por las nubes y el gobierno de Weimar, que ya no gozaba de la estima de los
alemanes, parecía que no ofrecía una alternativa.
Todo
eso sucedió mientras los valores y tradiciones cambiaban por la modernización
que se produjo en la década de los veinte. Las mujeres empezaron a trabajar,
estudiar, votar y dormir con quien quisieran.
Eso
aumentó la brecha cultural entre los trabajadores y la clase media más
conservadora y una vanguardia cosmopolita en la política, economía o el arte
que llegó a su punto máximo en el momento del desastre económico. La población
culpó a las élites por el caos resultante y las masas reclamaron una mano de
hierro que volviera a imponer el orden.
Hay
gente que cree que Hitler se coló en Alemania, que casi nadie comprendió la
amenaza que suponía. De hecho, muchos políticos de los partidos tradicionales
reconocieron que era un peligro pero no supieron cómo detenerlo.
Algunos
no querían hacerlo: los conservadores o la nobleza pensaron que podía ser su
tonto útil y que sería limitado como canciller por ministros más razonables.
Franz von Papen, un noble que ejerció como su primera mano derecha, dijo de él:
“Lo hemos contratado”.
Al
mismo tiempo, ni siquiera el riesgo inminente de una dictadura fascista pudo
convencer a la izquierda de la necesidad de unidad. En lugar de buscar la
conciliación para defender el interés nacional, Ernst Thälmann, líder del
partido comunista de Alemania en aquella época, llamó a los socialdemócratas
“el ala moderada del fascismo”. Queda claro por qué no fue difícil que Hitler
uniera a amplios sectores de la sociedad alemana.
¿Estamos
en un momento similar al de la República de Weimar?
La
crisis económica de 2008 y la recesión global que produjo no fueron, ni de
cerca, tan dolorosas como la depresión de aquella época. Pero sus consecuencias
sí son similares.
El
crecimiento de principios de este siglo logró que estadounidenses y europeos
creyeran en la fortaleza de sus economías por lo que la crisis de los bancos,
el mercado inmobiliario y los gobiernos dejaron a millones de personas
enfadadas con las instituciones que les habían fallado, sobre todo con los
políticos a cargo de la situación.
Los
votantes se preguntan por qué los gobiernos permitieron que los banqueros se
comportaran como criminales. También se preguntan por qué salvaron a los bancos
en vez de rescatar a las fábricas de autos. O qué les lleva a recibir a
millones de migrantes. Se preguntan si hay leyes diferentes para la élite que
se rige por una cosmovisión hipermoderna y liberal que ve con desdén a la clase
trabajadora, que desprecia sus valores y los ve como gente poco hábil.
En
Estados Unidos y Europa el ascenso de movimientos políticos de ruptura es
síntoma de un cambio cultural que se enfrenta a la posmodernidad globalizada,
así como en el periodo de entreguerras se rechazó a la modernidad.
La
acusación más común de “las masas” es que la democracia liberal ha ido
demasiado lejos, que se ha convertido en una ideología que solo le sirve a la
élite a expensas de todos los demás. Marine Le Pen, líder del Frente Nacional
en Francia, llama a la gente normal les invisibles et les oubliés, los
invisibles y los olvidados.
Por
supuesto que no estamos en 1933. Ahora las instituciones democráticas son mucho
más estables. Pero el poder de la nostalgia no depende de la época. Por eso, y
pese a las diferencias, vivimos un momento similar en las democracias
occidentales.
Es
fácil decir que la gente tiene que aceptar la realidad y esforzarse por lograr
reformas prácticas pero los partidos tradicionales ni siquiera han hecho eso,
al menos no de una forma creíble. Lo que hacen es enfrentarse entre ellos. Y
eso permite que el ascenso de líderes demagogos sea visto como una solución y
no como un problema.
Trump
no es Hitler, pero eso no es lo que importa. Hoy, al igual que en el periodo de
entreguerras, vemos que el liberalismo no es capaz de responder a los problemas
que se plantean.
Ni
siquiera a los que cuestionan su propia existencia.
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