Por Ángel Oropeza
Transición, del
latín transitĭo, es la acción y efecto de pasar de un estado a otro
distinto. El concepto implica, etimológicamente, un cambio en un modo de ser o
estar. Definido así –que además es la única forma de hacerlo– es imposible no
reconocer que la transición ya arrancó en Venezuela. Aunque todavía algunos no
se hayan dado cuenta,
Fernando Savater afirmaba
que cuando un pueblo se decide en serio a cambiar, no hay fuerza sobre la tierra
que pueda detenerlo. Y Venezuela parece haber entrado en esa etapa. Ya más de
80% de los venezolanos pide un cambio en el país, porcentaje que por supuesto
incluye a mucha de la antigua y actual militancia oficialista. Aunque no todos
coinciden en cuáles deben ser su naturaleza y características, lo cierto es que
la demanda de cambio del actual estado de cosas es ya un sentimiento nacional.
Y cuando ya más de 80% de los ciudadanos pide cambio, ya todo cambió.
Hay países donde la
transición se inicia desde arriba, desde las instancias del poder, bien sea por
purgas internas, acción de elementos foráneos o por conspiraciones entre
facciones de la clase gobernante. En el caso venezolano, la transición comenzó
de abajo hacia arriba. Es una transición que se inicia psicológicamente con el
rechazo a la experiencia aversiva y cotidiana de pauperización progresiva de la
vida, y a la generalizada convicción subjetiva de que el cambio no solo es
necesario sino ineludible.
Pero no es únicamente un
asunto de números o de porcentajes. Se evidencia además una transformación
cualitativamente importante, y es el paso del simple “deseo” de cambio a la
adopción de una actitud que permite la generación de conductas para que aquel
se materialice.
Es el paso de la mera aspiración
a la exigencia. Del simple anhelo a la decisión de luchar por conseguirlo.
En este sentido, la
transición ya comenzó su proceso, y esta es la certeza. No se trata de esperar
llegar a instancias de poder para que ocurra el cambio político. Se trata de que
el cambio político y actitudinal está convirtiendo en inevitable llegar al
poder, para devolvérselo al pueblo.
En un sistema democrático
las transiciones son un elemento consustancial a la naturaleza del modelo. Pero
en un régimen esencialmente fascista como el nuestro las transiciones hay que
lucharlas. Porque la tentación riesgosa de quienes nos gobiernan es intentar
desde la derrota –esto es, teniendo todavía el poder pero no pueblo– detener a
quienes tienen pueblo y se preparan para el poder.
El reto de la Mesa de la
Unidad Democrática en estos inicios de la transición es doble. Por una parte,
darle organización, conducción y cauce a la inmensa demanda nacional de cambio.
Y, por la otra, evitar que esa misma demanda se frustre o que llegue, por desesperación,
a tomar caminos equivocados que se devuelvan contra la propia gente.
Si bien el inicio del
proceso de transición desde abajo es una certeza, permanecen sin embargo dos
dudas. La primera tiene que ver con los tiempos de la política. Lo social y lo
político tienen velocidades diferentes. Existe el riesgo que la tragedia social
avance a ritmo de deterioro tan acelerado que no dé chance de esperar a las
soluciones que se están construyendo desde la acera política. En otras
palabras, ¿cómo asegurar que lo social no se desborde y no espere las
respuestas que vienen desde lo político?
Y la segunda duda es si la
Fuerza Armada y otros actores claves se prestarán al juego del gobierno de
cerrar cualquier salida pacífica y electoral, lo cual nos metería de lleno en
el escenario de la violencia, en la cual ellos –en especial la Fuerza Armada–
serían señalados por el pueblo como los principales responsables.
Lo cierto es que cuando
tanta gente en un país toca a la puerta demandando cambio, es suicida no
abrírsela, porque simplemente se la pueden llevar por delante. Si la transición
que ya arrancó no encuentra la forma de avanzar y materializarse, la
alternativa no es otra que la segura ingobernabilidad y violencia que resultará
de negarse a esa realidad.
14-06-16
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