Por Ricardo Hausmann
Desde la crisis financiera
de 2008, ha sido común criticar a los economistas por no haber predicho el
desastre, por haber dado recetas erróneas para evitarlo, o por no haber podido
arreglarlo luego de sucedido. Los llamados a nuevas formas de pensamiento
económico han sido persistentes –y justificados–. Pero todo lo nuevo puede que
no sea bueno, y que todo lo bueno no sea nuevo.
El aniversario número 50 de la Revolución Cultural china constituye
un recordatorio de lo que puede pasar cuando se tira por la borda toda la
ortodoxia. La actual catástrofe de Venezuela es otro: un país que debería ser rico está sufriendo la peor
recesión, la inflación más alta y el peor deterioro de los indicadores sociales
del mundo. Sus ciudadanos, que habitan sobre las reservas petrolíferas más
grandes de la Tierra, literalmente están pasando hambre y muriéndose por falta de alimentos
y medicinas.
Cuando este desastre se
estaba desarrollando, Venezuela recibió elogios por parte de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación
y la Agricultura, de la Comisión Económica para América Latina,
del líder del Partido Laborista británico, Jeremy Corbin, del expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, y
del estadounidense Center for Economic Policy Research [Centro
de Investigación de Política Económica], entre otros.
Entonces, ¿qué es lo que el
mundo debería aprender del hecho de que este país haya caído en la miseria?
Venezuela quedará como el ejemplo emblemático de los peligros que conlleva el
rechazo de los principios básicos de la economía.
Uno de ellos es la idea de
que, a fin de lograr metas sociales, es preferible usar el mercado en lugar de
reprimirlo. Al fin y al cabo, el mercado esencialmente es sólo una forma de
autoorganización a través de la cual cada uno trata de ganarse la vida haciendo
cosas que los demás consideran valiosas. En la mayor parte de los países, los
ciudadanos compran alimentos, jabón y papel higiénico sin que ello se convierta
en una pesadilla para la política nacional, como ha sucedido en Venezuela.
Pero, supongamos que a uno
no le gustan los resultados que genera el mercado. La teoría económica estándar
sugiere que se puede intervenir gravando algunas transacciones –por ejemplo,
las emisiones de gas de invernadero– o dándoles dinero a los grupos de personas
a los que se quiere beneficiar, pero dejando que el mercado haga lo suyo.
De acuerdo a una tradición
alternativa, que se remonta a Santo Tomás de Aquino, los precios
deberían ser “justos”. La economía ha demostrado que esta idea es
realmente pésima, puesto que los precios constituyen el sistema de información
que crea incentivos para que tanto proveedores como clientes decidan qué y
cuánto fabricar o comprar. Hacer que los precios sean “justos” anula esta
función, y deja a la economía en un estado de escasez perpetuo.
En Venezuela, la Ley de Costos y Precios Justos es
una de las razones por las que los
agricultores no cultivan. Y, debido a ello, cierran las empresas del sector agroindustrial. De
manera más general, el control de precios crea incentivos para que los bienes pasen a transarse en el mercado negro.
Como consecuencia, el país que tiene el sistema más extenso de control de
precios, tiene también la inflación más alta del mundo –y, además, ejerce
acciones represivas de cada vez mayor envergadura, encarcelando a gerentes de tiendas por tener inventarios
considerados excesivos y hasta cerrando las fronteras para evitar el
contrabando–.
La fijación de precios es un
callejón sin salida corto. Uno más largo es el subsidio de productos para que
sus precios permanezcan por debajo de su costo.
Estos llamados subsidios
indirectos pueden crear un desorden económico de manera muy rápida. En
Venezuela, los subsidios a la gasolina y la electricidad son más altos que el
total de los presupuestos de educación y salud; y el subsidio al tipo de cambio
es de campeonato. El sueldo mínimo diario en Venezuela apenas alcanza para
adquirir un cuarto de kilo de carne o una docena de huevos. Sin embargo, cubre
1.000 litros de gasolina ó 5.100 kWh de electricidad –suficiente energía para
una ciudad pequeña. Con el producto de la venta de un dólar al tipo de cambio
del mercado negro, se pueden comprar más de 100 dólares al tipo de cambio
oficial más fuerte.
Bajo estas condiciones, es
poco probable encontrar bienes o dólares a precio oficial. Todavía más, puesto
que el gobierno no puede proporcionar a los proveedores los subsidios
necesarios para mantener los precios bajos, la producción colapsa, como ha
sucedido en los sectores de la electricidad y de la salud en
Venezuela, entre otros.
Además, los subsidios
indirectos son regresivos, ya que como los ricos consumen más que los pobres,
el beneficio que ellos reciben del subsidio es más alto. Esto es lo que
sustenta la sabiduría tradicional de que si se desea cambiar los resultados del
mercado, es mejor subsidiar directamente a las personas con dinero que
subsidiar los bienes.
De acuerdo a otro sabio
principio convencional, es muy difícil crear una estructura de incentivos
adecuada y disponer del know-how necesario para administrar empresas
de propiedad estatal. Por lo tanto, es mejor que el Estado sea dueño de sólo
unas pocas, ya sea en sectores estratégicos o en actividades en las que abundan
las fallas del mercado.
Haciendo caso omiso de este
principio, Venezuela se embarcó en un festín de expropiaciones, especialmente
después de la reelección del expresidente Hugo Chávez en 2006. Él expropiópredios agrícolas, supermercados, bancos, empresas
de telecomunicaciones, de energía, de producción de petróleo y de servicios,
además de compañías manufactureras productoras deacero, cemento, café, yogurt, detergente y
hasta botellas de vidrio. En todas estas empresas la
productividad colapsó.
A los gobiernos con
frecuencia les cuesta cuadrar sus cuentas, lo que conduce a un exceso de
endeudamiento y a problemas financieros. No obstante, la prudencia fiscal es
uno de los principios de la ortodoxia económica que más se ataca. Venezuela,
sin embargo, demuestra lo que sucede cuando se desprecia la prudencia y se
trata a la información fiscal como secreto de estado.
Venezuela utilizó el auge
del petróleo de 2004-2013 para quintuplicar su deuda pública externa, en lugar
de ahorrar para una época de vacas flacas. Para 2013, el endeudamiento
desaforado del país hizo que los mercados de capital internacionales dejaran de
otorgarle préstamos, lo que llevó a las autoridades a imprimir dinero. A causa
de esto, en los últimos 3 años la moneda perdió el 98% de su valor. Para 2014,
cuando cayó el precio del petróleo, el país no estaba en condiciones de
absorber el golpe, lo que llevó al colapso de la producción interna y de la
capacidad de importar, terminando en el desastre actual.
La ortodoxia es la herencia
de los aprendizajes, a menudo dolorosos, que nos deja la historia –la suma de
lo que consideramos cierto–. Pero no toda ella es verdadera. El
progreso requiere identificar aquello que no lo es, lo cual a su vez exige una
forma de pensar heterodoxa. No obstante, el aprendizaje se hace difícil cuando
existen demoras largas entre la acción y sus consecuencias, como al tratar de
regular la temperatura del agua estando en la ducha. Si la reacción tarda, es
necesario explorar lo heterodoxo, pero ello debe hacerse en dosis moderadas.
Cuando se arroja por la borda toda la ortodoxia, se produce el desastre que fue
la Revolución Cultural china –y que es la Venezuela de hoy–.
♦
Traducción del inglés de Ana
María Velasco
30-05-16
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