Por Elías Pino Iturrieta
He venido hablando del
desarrollo de sucesos sin precedentes, que podían conducir a un fenómeno
histórico que debe cambiar la historia de Venezuela.
La mirada de las
cosas que venían sucediendo, y una analogía con las que no habían ocurrido
desde los orígenes del Estado nacional, conducían a una única conclusión: como
sociedad, estamos en la ruta de hacer una historia que no habíamos hecho
jamás; como cuerpo social, estrenamos una conducta capaz de conducirnos a la
hazaña de hacer la libertad con nuestras manos desde perspectivas inéditas y
hacia metas pendientes desde el pasado. No se trata ahora de restregarles en la
cara el acierto del pronóstico, sino solo de que podamos valorar su
trascendencia y evitar las trampas que los hombres nos ponemos para que los
hechos dejen de funcionar según vienen funcionando.
Seguramente ya sabemos lo que
hicimos el domingo pasado, pero se debe recalcar la excepcional cualidad de la
obra compartida. La multitudinaria consulta popular no solo se divorcia de las
costumbres pasadas de tibieza y cobardía, en relación con la manera de abordar
los negocios del bien común, sino que también exhiben ante las sociedades
extranjeras una forma de proceder que rara vez se presenta en la historia
universal. Una resistencia disciplinada de siete millones y medio de ciudadanos
no es un asunto cotidiano. Una reacción multitudinaria contra el mal gobierno,
caracterizada por su naturaleza pacífica y por la prudencia de sus
protagonistas, solo cabe en los límites de lo que parecía un proyecto
fantástico que jamás sucedería.
Una organización de la consulta que no admite
reproches, ni siembra dudas sobre sus resultados, parecía una locura en
nuestras manos, pero devino realidad indiscutible. ¿Se parecen estos episodios,
siquiera un poco, a las obras de nuestros antepasados desde la fundación de la
república? ¿Han pasado cosas semejantes en otras latitudes, desde la antigüedad
y durante los tiempos modernos? No, desde luego. Un nuevo y vigoroso
republicanismo le dio golpe certero a las formas agotadas de enfrentarse a la
calamidad de un régimen desastroso. La sociedad sacó fuerzas de flaquezas para
ser otra, ahora lúcida de veras y capaz de cumplir el desafío pendiente de la
madurez gregaria y de la responsabilidad compartida. Pero esto no es
retórica, sino simple comprobación de una realidad llevada a cabo
por nosotros mismos.
¿No es realmente grandioso y, a la vez, difícil de medir
sin caer en el terreno de la exageración?
Pero la hazaña debe enfrentar
ahora dos retos esenciales: la conducta de los héroes de la jornada y la
reacción del enemigo. En un santiamén podemos pasar de la madurez a la
improvisación, de la prudencia a la distorsión de la obra realizada, de la
inhabitual ponderación aepisodios desenfrenados y desconcertados que en el
pasado solo produjeron frustraciones. La magnitud de la hazaña puede
convidarnos a aventuras temerarias que conducirían a su distorsión, a la idea
de que ahora toca empujar sin control hasta la liquidación de la dictadura
porque en el primer capítulo sacamos la calificación máxima en materia de
republicanismo. Conviene pensar en estos impulsos, antes de que pasemos del
gozo al foso en cuestión de días. La dictadura no tiene la manera de pasar el
trago, porque carece de herramientas para comprender la magnitud del
fenómeno que se le enfrenta. Un discurso viejo que apenas es capaz de
halagar a una clientela menguada, una petrificación de hechos e ideas que no
tiene la capacidad de comprender la novedad que lo conmina, una
decrepitud de siglos ante el huracán de una sociedad nueva y distinta, solo se
puede proteger en el escudo de sus reacciones habituales: la ceguera y la
violencia.
Sobre cómo puede la dictadura
reaccionar no tenemos el remedio. Seguramente será como ha sido hasta la fecha,
sin que podamos pensar en un cambio digno de atención. Sobre lo que hagamos
como pueblo para sacarla definitivamente del juego solo nos queda calcular con
propiedad la estatura de la consulta popular llevada a cabo hace poco. El
tema no solo incumbe al pueblo llano, desde luego, sino especialmente a los
líderes políticos, a aquellos que estuvieron en la vanguardia de la gesta.
¿Para qué? Para que nos proporcione más fuerza, pero también para que no nos
vuelva locos.
epinoiturrieta@el-nacional.com
23-07-17
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