Por Ana Teresa Torres
¿Pero
qué puede el sol en un pueblo tan triste?
Virgilio Piñera, La isla en peso
Virgilio Piñera, La isla en peso
Muchas cosas han cambiado en
este tiempo. Sobre todo, la gente, las necesidades, los miedos, las heridas.
Quizás también las ideas. Y los liderazgos, los objetivos políticos, la visión
de Venezuela. En la ya casi remota era Chávez nos inundaba un imaginario
utópico en el que, desde el gasoducto del sur hasta el satélite chino, la
revolución nos llevaría más allá del porvenir. En la era Maduro las metas se
han minimizado y pareciera que el logro más rotundo sería entregar un Clap
mensual a cada familia revolucionaria, es decir, provista de su carnet de la
patria. Es como si el país se hubiera redimensionado desde las proporciones
gigantes de la imaginación a la miseria mínima del hambre y la escasez. Para
aquellos que pusieron su fe y su confianza en la revolución bolivariana el
golpe ha debido ser sorprendente y muy duro. Para quienes siempre vimos con
pesar lo que estaba ocurriendo hay menos asombro, pero igual duele. El tiempo
ha hecho su trabajo y muchos de los que empezaron esta lucha ya no están, o tuvieron
que irse lejos, o simplemente fueron relevados por otros, y una, o quizás dos,
generaciones de venezolanos nacieron en este trance. Así que nosotros, los que
hemos sido agonistas y antagonistas, testigos y víctimas de esta tragedia,
tampoco somos los mismos. Vemos un nuevo paisaje. Es lo que tiene el tiempo,
coloca las cosas en su lugar.
Inicialmente los opositores
nos dedicábamos a combatir la ideología del régimen, ahora es perder el tiempo.
Ahora el problema no es ideológico. Es decir, lo es, pero en una medida
insignificante, o si se quiere, en un plano diferente al que ocupan las
circunstancias. Ni siquiera la banda delictual que rige al país se preocupa ya
demasiado por la ideología; su problema es permanecer en el poder. Y para
Venezuela el problema, aquí y ahora, es la supervivencia de la nación, de su
población, de su Estado. Ya sé que todo pasa por la democracia, pero de momento
estamos en la maldita circunstancia que decía Virgilio Piñera: “Un
pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios… sintiendo como el agua lo
rodea por todas partes”.
Y, no sé cómo llamarlo, la
gente, las personas, los venezolanos, aunque no estamos rodeados de agua como
en la isla de Piñera, sino que más bien el peso de la isla ha caído sobre
nosotros, y aunque él escribiera ese poema tantísimos años antes de la maldita
circunstancia, ahora no geográfica sino humana, estamos también rodeados de
agua por todas partes, es decir, sintiendo (¿presintiendo?) el naufragio. Por
si acaso queda la duda, no es que yo no pueda medir y celebrar el triunfo ciudadano del 16J, e
incluso el acuerdo de gobernabilidad del 19J, sino
que, por ese mismo triunfo, y por esas mismas razones, siento el peso en la
mano del jugador que tira su última carta. Ah, que en la historia no hay
últimas cartas. Aquí vuelve la maldita circunstancia, y es que en la vida sí
hay últimas cartas. Estoy pensando en los testimonios del pueblo que se hace y
se deshace; en los jóvenes, escuderos o no, que miran su futuro y solo ven agua
por todas partes; en los niños a los que les tocó la maldita circunstancia de
que no hubiera comida para ellos; en los enfermos que, maldita circunstancia,
no tendrán salvación; en tantas familias que creyeron en una revolución traidora
y ahora vivirán la circunstancia maldita de tener que separarse, cerrar sus
negocios, y hasta abandonar sus perros. En los amigos que se han ido y que
tanta falta nos hacen y le hacen al país. En los que cruzan a pie las
fronteras. Mientras tanto ya sé que es necesaria la devolución de la democracia
(por favor, no es preciso que me lo recuerden), pero mientras tanto, insisto,
la vida sigue corriendo, y me quiero detener un instante en su velocidad.
En el paisaje que yo veo,
escucho, leo, el signo común es la herida. El grito de los heridos, de los
hirientes. Un signo doliente de muchas caras, de distintos ángulos. El grito
ahogado del miedo. Creía solo haber vivido guerras de cine y libros, pero esto
que veo ahora me hace pensar que quizás las guerras no son todas iguales y que
esta, la que ocurre hoy en Venezuela, es una de ellas con sus propias
modalidades y matices. Que la clase media se vea acosada por asaltantes que
incendian, saquean y disparan contra los edificios residenciales, es como en
las guerras ¿no? Que en los barrios populares falte la más elemental
alimentación, además del acoso armado, también se parece ¿no? Que en el
hospital Vargas de Caracas se acabe el oxígeno, que en el Hospital de Niños
J.M. de los Ríos, los niños se mueran por infección hospitalaria, que las
cifras de mortalidad neonatal y materna sean impublicables, que en algunos
centros de salud hayan sido lanzadas bombas toxicas, que el hospital de la Cruz
Roja de Caracas se viera en la necesidad de desplegar su bandera cuando las
fuerzas represoras asolaban la parroquia de La Candelaria; que todos los días
alguien va preso por traición a la patria y es sometido a tribunales militares
sin derecho a defensa; en fin, estos ejemplos, y todos los que el lector quiera
añadir, son como para preguntarse ¿en qué guerra estamos? Para abreviar diría
que en una en la que en 90 días la represión armada de militares y
paramiltares, ha ocasionado 92 muertes, de las cuales 67 fueron asesinatos
directos. Bajas por desnutrición e inasistencia médica son por ahora
incuantificables.
Así que a la pregunta de dónde
estamos, la respuesta es que estamos en el ojo de mira de una banda
cívico-militar dispuesta a dejar tierra arrasada con tal de quedarse en el
poder; por cierto, este no es un rasgo común a todas las dictaduras, es así en
algunas, como en esta que vivimos. Esta es una guerra en la que un bando
minoritario, convertido en banda, mantiene el poder de las armas y la renta
petrolera, así sea menguada, y perdido todo soporte ideológico y moral, despliega
su lucha a muerte contra el bando mayoritario, que es toda la población y que
tiene prácticamente nada. Y como ocurre en las guerras, se abre el fantasma de
la negociación. Hay opiniones para todos los gustos; desde los pronegociación
hasta los que prefieren morir de pie. En este tema, que además me parece propio
de expertos porque negociar este tipo de conflicto no es para opinadores, me
siento perdida. Hay días en que me digo, al enemigo ni agua; y días en que
tengo ganas de sacar una bandera blanca con las manos en alto. Pero estoy
segura, quiero asegurarme, de que contamos con personas capaces de presentar
alternativas de negociación que sobrepasen la reunidera de viejos zorros, y
piensen en el país que vive esta maldita circunstancia.
25-07-17
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