Fernando Mires 23 de julio de 2017
El pasado aparece cuando es narrado.
El
pasado –lo saben psicoanalistas e historiadores- es una construcción hecha en
tiempo presente (en términos exactos, en tiempo gerundio) pero con los ojos
puestos hacia el futuro. El pasado, luego, no es todo lo que ha pasado sino lo
que recordamos del pasado. Y en el recuerdo, como en casi todos los actos de la
vida, interviene el deseo de ser. El pasado, por lo mismo, será siempre
alterado por nuestro deseo de ser en el tiempo y como tal lo narramos. Y cuando
no podemos narrarlo entramos en una de esas habitaciones oscuras del alma, las
llamadas patologías. En tales casos, solo la palabra nos puede salvar (Lacan).
Lo
dicho vale tanto para las unidades individuales como para las públicas o
políticas.
Cada
unidad política construye su pasado de acuerdo a lo que quiere o puede ser en
el futuro. En el caso venezolano –por su dramatismo es el que más
preocupa en estos momentos- puede verse cuan diferentes son las narraciones del
pasado en cada una de las unidades que conforman a la oposición. Tomemos como
punto de partida el ejemplo más visible. El de los chavistas anti-maduristas, o
como queramos llamarlos.
Los
chavistas antimaduristas, aunque decirlo sea tautología, son chavistas.
Rinden culto al líder muerto, creen que durante Chávez el pueblo accedió a las
nubes del poder, defienden las llamadas conquistas sociales del periodo y sobre
todo piensan que Maduro traicionó al gran líder. Son anti-maduristas y su
propósito es recuperar lo que ellos creen que es la verdadera esencia del
chavismo. En dicha evaluación se conjugan dos dimensiones: una sincera adhesión
al pasado chavista y una búsqueda de reinserción en el periodo post-Maduro. La
narración que ellos realizan del pasado está pues condicionada por sus visiones
de futuro. Por esa misma razón se protegen de esas partes del pasado que
políticamente no les conviene recordar.
El
chavismo disidente no quiere oír que el madurismo no solo es ruptura sino
continuidad con el chavismo. Nunca aceptarán que bajo Chávez tuvo
lugar la militarización de la política, hoy radicalizada por Maduro. O que el
PSUV fue un partido-Estado desde sus orígenes. Ni mucho menos que la catástrofe
económica la provocó el difunto con su legendario “exprópiese”. Y en ningún
caso que el proyecto cubano encerrado en la Constituyente de Maduro fue
fraguado por Chávez cuando ordenó fundar los Concejos Comunales corporativos.
Los
chavistas disidentes, para seguir siendo chavistas, se ven obligados a
practicar un ejercicio de amnesia pública. No tienen otra alternativa. Están
condenados a rehacer sus biografías llevando atado al cuello el pesado fardo
del pasado. Si bajo esas condiciones lograrán sobrevivir políticamente, es una
incógnita.
Pero
no solo los chavistas disidentes construyen el pasado a conveniencia. En la
oposición sucede lo mismo. Los grupos que la conforman, sean los
llamados “revolucionarios”, sean los autonombrados “despolarizados”, sea
el núcleo constitucionalista, todos, cultivan pasados diferentes en aras
de futuros también diferentes.
Los
“revolucionarios” de la oposición comparten con el chavismo un conjunto de
elementos propios a la cultura política venezolana (y latinoamericana). Entre
otros, el culto al líder, la sobrevaloración del acto heroico, la creencia de
habitar en el “lado correcto de la historia” y, sobre todo, la visión de un
pueblo redentor siempre dispuesto a insurgir cuando escucha la voz del líder.
Por esas razones, al igual que los chavistas, mantienen con respecto a la
democracia una relación instrumental. Repudian todo tipo de negociación y
diálogo y acusan de electoralistas a quienes sostienen la validez de la vía
constitucional. En breve, son revolucionarios crónicos. Como tales sueñan con
un futuro apoteósico, con dictadores ejecutados a lo Gadafi o a lo Hussein, con
ejércitos que se rompen en dos partes frente a la irrupción del pueblo y con
líderes pronunciando frases gloriosas desde los balcones del palacio
presidencial.
De
acuerdo a sus visiones, los “revolucionarios” han construido un pasado
desprovisto de interrupciones, uno de acuerdo al cual “la “revolución” de 2017
solo sería la continuación de “la salida” del 2014. Dogma para ellos
inalterable. Nada ni nadie los convencerá de lo contrario.
Uno
puede argumentar hasta el cansancio aduciendo que la opción de “la salida” fue
extemporánea, que fue realizada después de una derrota electoral (elecciones
comunales del 2013), que fue una acción minoritaria y por lo mismo
divisionista, que Maduro no estaba aislado internacionalmente, que la crisis
económica no alcanzaba las dimensiones que hoy alcanza, que dejaban de lado el
argumento constitucional (propusieron incluso ¡una Asamblea Constituyente!). En
vano. Sobre el pasado no se discute, se cree o no se cree.
Justo
un día después del 16/J los “revolucionarios” reaparecieron en contra de los
“traidores” de la MUD, es decir, en contra de los que organizaron la gran
victoria electoral. Son los de la “hora cero”, los “sin retorno”, los que
recitan “transición sin transacción”, los del “todo diálogo es traición a
nuestros muertos”, los del “no a las elecciones”, los de las calles
autotrancadas, los de la política vivida como guerra permanente.
Cuando
son conducidos de acuerdo a fines unitarios, pueden ser personas dispuestas a
los más grandes sacrificios, no cabe duda. Pero cuando son abandonados a su
libre albedrío son capaces de destruir en poco tiempo los más grandes logros
políticos. Henrique Capriles ha llegado incluso a entenderlos: hay que darles
tareas -dijo- para evitar que no caigan en la anarquía de “los dibujitos
libres”.
La
presencia de “los revolucionarios” ha fortalecido dentro de la oposición a una
tendencia opuesta, la formada por los que se autodenominan “despolarizados”. Mal
título. Los “despolarizados” son también un polo: el polo opuesto al polo
“revolucionario”. Ambos polos han logrado, en algunos momentos, polarizar al
conjunto opositor en dos frentes irreconciliables.
La
mayoría de los no-polarizados viene de los tiempos de la política pre-chavista
(según los chavistas, de la cuarta república). Experimentados
políticos, abiertos al diálogo, sobre todo cuando tiene lugar a puertas
cerradas, imaginan el futuro como la restauración del antiguo orden
adeco-copeyano. En cualquier país políticamente civilizado serían políticos
normales. El problema es que en Venezuela rige una dictadura, y como tal,
dialogo y negociaciones no se cuentan entre sus virtudes.
Los
“no-polarizados” anteponen el diálogo a cualquier enfrentamiento.
Incluso han llegado a boicotear iniciativas tomadas por el conjunto unitario.
Así sucedió durante las jornadas por el revocatorio. A diferencia de los
“revolucionarios” para quienes rige el fetichismo de la calle, para los “no-polarizados”
rige el fetichismo del diálogo. Por esa razón, mientras los segundos han
desprestigiado al diálogo, los primeros lo han satanizado. Hecho lamentable:
hasta ahora no ha habido ningún proceso de transición que prescinda de una mesa
alrededor de la cual puedan sentarse personas que se odian entre sí.
Enfrentamientos
sin diálogo llevan a la guerra (o a la locura). Diálogos sin enfrentamientos
conducen al colaboracionismo. Tarea política de la
oposición deberá ser la de reivindicar el diálogo político, pero en sus debidos
momentos. Quienes deberán llevar el peso de esa tarea serán sin duda los
miembros del núcleo constitucionalista, tildados por sus enemigos con el
epíteto de electoralistas
La vía
electoral comenzó a cristalizar en las elecciones presidenciales de 2005,
durante la candidatura de Manuel Rosales. La vía constitucional
propiamente tal comenzó a tomar forma en el 2007, durante el plebiscito
ordenado por Chávez con el objetivo de eternizar su mandato. Fue la primera
derrota de Chávez, lograda por la oposición y una fracción del chavismo, unidos
todos alrededor de una Constitución liberal- democrática y a la vez chavista.
Desde ese momento Chávez y el chavismo comenzarían a ser confrontados con su
propia Constitución hasta llegar al presente, cuando la oposición ha logrado
orientar su política de acuerdo a cuatro puntos cardinales: constitucional,
democrática, electoral y pacífica. Siguiendo esa orientación, la oposición ha
logrado vencer a la dictadura en tres grandes batallas: la del 2007 en defensa
de la Constitución, la del 2015 en la AN, y la del plebiscito del 16/J del
2017, también en defensa de la Constitución. Las tres han sido electorales.
La vía
constitucional a la democracia transitada por la oposición llevó a Maduro a
destruir la Constitución chavista para sustituirla por una Asamblea Comunal
Constituyente de tipo corporativo-fascista, muy similar a la que rige en la
Cuba castrista. La consulta popular ha cerrado el paso a la
Constituyente dictatorial. El triple sí del voto fue un claro no a
Maduro.
La
Constitución ha llegado a ser el programa de la inmensa mayoría de la
ciudadanía. Esas son las razones por las cuales el sector
constitucionalista ha logrado la hegemonía dentro del conjunto opositor. Su
lema es: “dentro de la Constitución todo, fuera de la Constitución nada”.
Corolario:
En la
oposición hay cuatro franjas: la chavista-antimadurista, la revolucionaria, la
de los no-polarizados y la constitucionalista. Cada una de ellas mantiene una
diferente visión del futuro y por lo mismo diferentes narraciones del pasado.
Sin embargo, entre las cuatro hay puntos convergentes.
En
primer lugar, son anti-dictatoriales. En segundo lugar, son competitivas entre
sí, y para competir necesitan de un campo político, es decir, de una
democracia. En tercer lugar, ninguna por separado puede lograr el fin de la
dictadura. Eso significa: las cuatro están unidas por una comunidad de destino.
Al fin y al cabo, cada vez que han caminado juntas, han obtenido resonantes
victorias.
Vista
así las cosas, el Compromiso de Unidad propuesto recientemente
por la MUD puede llegar a ser, bajo algunas condiciones, el punto articulador
de diversas narraciones unidas por un solo destino: la reconstrucción política
de la nación. Sobre ese tema ha comenzado un nuevo debate. Lo abordaremos en
una próxima ocasión.
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