Por Fernando Mires
Ya es como una mano la
política colombiana. Su palma está surcada por tres líneas. Si llegan a
cruzarse lo veremos en junio, cuando tenga lugar la segunda vuelta de la
contienda presidencial y en donde se enfrentarán los candidatos de la
polarización: a un lado Iván Duque (39,1%); al otro, Gustavo Petro (25,1%) Eso
ya lo sabíamos pues, a diferencia de lo que ocurre en otros países, las
encuestas colombianas no están enojadas con la realidad. Aun así, fallaron en
algo importante: no contaron con el vigoroso aparecimiento de una tercera línea
que, si bien no figurará en la final del campeonato, podrá determinar el
resultado definitivo. Todo depende del lado hacia el cual se inclinarán
mayoritariamente los electores de Sergio Fajardo (23,7%), el candidato de la
des-polarización, y en menor medida, los de Vargas Lleras (7,3%). Difícil
saberlo. Lo más probable es que una buena parte se abstendrá, otra apoyará
a Duque, y otra, a Petro.
Si entre los dos candidatos
polares se reparten mitad y mitad los votos de Fajardo, podríamos decir que
Iván Duque será presidente de Colombia. Pero ya sabemos, la última palabra en
política solo puede ser pronunciada después y nunca antes de los
acontecimientos.
Iván Duque. ¿El candidato
del uribismo? Innegable. ¿El candidato de la derecha? Menos negable. De
Uribe recibe no solo su influjo, también su legado. Y no es de menospreciar.
Desde el punto de vista económico, Uribe fue el impulsor de un fuerte
crecimiento que hasta hoy marca al país. Desde el punto de vista político, fue
un indiscutible líder. Y desde el punto de vista militar, con la ayuda de su
ministro Santos, derrotó a las FARC. Santos como presidente solo tuvo que
negociar la rendición.
Por tradición, ideología y
forma de ser, Duque es un genuino representante de la derecha de su país, unas
de las pocas derechas del continente que merece el nombre de derecha.
Tradicional, conservadora, post-colonial, patriarcal y agraria pero en
condiciones de incorporar al empresariado nacional en todas sus formas: Desde
dinámicos ejecutivos, pasando por banqueros y negociantes, hasta llegar a los
sórdidos umbrales del más turbio narcotráfico. Más que Uribe, Duque sabe de
números, opera con cifras y asume sin esfuerzo una imagen tecnocrática que
encandila a algunos sectores de las clases medias. En breve: paz orden y
progreso. O mejor: seguridad, tranquilidad y plata. Por eso votaron los
colombianos y por eso venció Duque con una amplia ventaja sobre sus más
cercanos perseguidores.
Gustavo Petro, todo lo
contrario. El ex alcalde de Bogotá proviene de la izquierda dura,
pseudomarxista, leninista y militarista, y cada vez que habla –pese a su ya
larga trayectoria política– no puede ocultarlo. Sin embargo, es designado como
populista. Y con razón. Si por populismo entendemos con Ernesto Laclau la
existencia de un movimiento social cuyas demandas son múltiples y
contradictorias entre sí, Petro es uno de los representantes del más clásico
populismo latinoamericano. Por lo mismo está condenado a ser un líder
autoritario, es decir, una persona que actúa y habla de modo autónomo con
respecto a un espectro social que no puede sino ser representado de modo
personalista y caudillesco.
Petro es el candidato nacido
de los deterioros generados por el excluyente desarrollo económico de su
país. Sectores sub-urbanos, campesinos pobres, clase media en vías de ser
desclasada, trabajadores informales y todo eso unido a una izquierda festiva y
académica que incorpora temas ecológicos, feministas, indigenistas y un cuanto
hay. ¿Cómo representar a ese universo fragmentado si no de un modo autónomo y
autoritario, tal como lo hizo Perón en Argentina y Chávez en Venezuela?
Hannah Arendt supo explicar
por qué quienes intentan transformar a la sociedad de un modo social y no
político, tarde o temprano deberán convertirla en arcilla humana. Obvió decir
que quienes intentan transformarla económicamente, deberán recurrir a un
procedimiento parecido. Y ese es el panorama que estaría ofreciendo la política
colombiana si entre los dos candidatos de la polarización no hubiera aparecido
la figura anti-polar de Sergio Fajardo. Pues, si no fuera por Fajardo,
Colombia estaría viviendo en estos momentos el mismo proceso destructivo que
desgarra a la mayoría de las naciones latinoamericanas, convertidas en campos
de batalla de dos fundamentalismos: el de la economía tecnocrática y el de la
utopía social.
De acuerdo al primero, en
aras de la plena libertad económica, el Estado se transforma en un Leviatán
político y militar. De acuerdo al segundo, en aras de la igualdad social, el
Estado se transforma en un monstruo depredador que todo lo devora. Fajardo en
cambio levantó un programa simple basado en el equilibrio entre desarrollo
económico y ambiental y justicia social. El acento de su política estuvo puesto
en la expansión del ideal de ciudadanía y no en paraísos de prosperidad
económica o de igualdad socialista. Esa es la razón por la cual la mayoría de
los analistas se quiebran los dientes cuando llega el momento de ubicarlo en la
izquierda o en la derecha. Ni lo uno ni lo otro.
Como el candidato del centro
centro -que eso fue- Fajardo es uno de los políticos latinoamericanos más
reacios a dejarse encasillar en los esquemas ideológicos tradicionales. Sus
electores no lo consideran un mesías, pero sí un servidor público. Como lo fue
desde su alcaldía de Medellín donde su obra silenciosa fue premiada, el 2007,
con el apoyo del más del ochenta por ciento de los habitantes de la ayer
conflictiva ciudad. Son los motivos que explican por qué, ante la fuerza de las
circunstancias, Fajardo se encuentra hoy en una posición políticamente
privilegiada. Tanto Duque como Petro intentarán atraer al electorado de
Fajardo, pero, al hacerlo, deberán incorporar a sus promesas no pocas de las
que fueron hechas por el candidato del centro. De este modo, y sin que Fajardo
lo hubiera imaginado, él ejercerá, solo por el hecho de haber trazado una
tercera línea en la mano de la política colombiana, un cierto rol
civilizatorio.
No es hora para vaticinios.
Pero mentiríamos si no dijéramos que Petro lleva las de perder. Entre otras
cosas tiene que luchar en contra de dos fantasmas. Uno que ya vive en el
pasado, pero que no deja de estar presente en Colombia: los vínculos que
Petro mantuvo con la siniestra guerrilla colombiana. El otro fantasma vive en
el presente y habita en la vecindad: el régimen de Nicolás Maduro.
Maduro ha llegado a ser el espantapájaros
de todos los candidatos de izquierda del continente así como la dictadura de
Pinochet lo fue ayer para los de derecha. Basta que aparezca uno de izquierda,
para que sus contrarios lo comparen de inmediato con el dictador
venezolano. Cierto es que Petro intenta distanciarse de la sombra negra de
Maduro, pero eso mismo lo hace perder un tiempo precioso para otorgar un perfil
positivo a su política.
Quién sabe si el error
catastrófico –y cada día menos explicable– cometido por la mayoría de la oposición
venezolana, la de ceder la presidencia a Maduro sin intentar siquiera cruzarse
en su camino, sea una prueba de que efectivamente Dios escribe con letras
torcidas. Pues mientras Maduro esté en el poder, seguirá siendo – acompañado
ahora por la figura sangrienta del dictador de Nicaragua- la más eficaz
propaganda en contra de la izquierda latinoamericana. Lamentable, para esa
izquierda. Pero así es
30-05-18
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