Por Leonardo Padrón
Este 20 de mayo del 2018 en
Venezuela va a triunfar el fracaso. Una paradoja mortal. La tristeza nacional
adquirirá un nuevo punto de inflexión. Tal vez ni siquiera haya que esperar al
calculado pudor de la medianoche para constatarlo. Esa tristeza se convertirá
en tatuaje. La marca absurda de nuestro destino más inmediato. Una
desembocadura que nunca pensamos merecer. Las elecciones presidenciales convocadas
por la dictadura, de forma anticipada e ilegítima, son la muestra más palpable
de nuestro fracaso como generación. No hay atenuantes posibles. Todo parece
vertiginosamente inútil.
La estrategia de la abstención finaliza al pronunciar
la palabra. La herramienta del voto fue desmantelada de sentido real. Es un
espejismo. Un hueco que espera nuestra caída. Deambulamos sobre los escombros
de nuestra incapacidad colectiva. No supimos reaccionar asertivamente ante la
voracidad delictiva en curso. Todos los venezolanos hemos sido arrasados por la
peste del chavismo. Todos. Incluso los que bailan la danza de la fantástica
corrupción. Porque el óxido de la pesadilla igual los va a alcanzar.
Fracasamos en urdir la única
estrategia que nos exigía la circunstancia: unirnos. En esta muchedumbre de
treinta millones de almas, son más los elementos que nos unen que los que nos
separan: la desgracia, la rabia y el dolor, por citar tres asuntos unánimes,
por ejemplo. La crisis terminal de todas nuestras instancias como nación. No
supimos convertir el hambre, la corrupción y la violencia en un solo hilo para
coser nuestras diferencias. Lo creo firmemente: bastaba con unirnos para
cancelar la pesadilla. Suena simplista pero hubiera sido demoledor.
Nuestros líderes fallaron ruidosamente.
Se devoraron entre sí y triunfó la pequeñez política. Luego de tantos muertos,
presos y tanto exilio en carne viva no supimos ir más allá. Trascender las
derrotas precedentes. Nos tragó el vahído de nuestro propio desconcierto.
Nicolás Maduro, el peor candidato del mundo, compite contra dos candidatos
inadvertidos. Tan súbitos que solo pueden haber sido concebidos por el propio
chavismo o los dictados torpes de la egolatría. Henry Falcón nunca
hubiera ganado unas primarias entre los candidatos naturales de la oposición.
Javier Bertucci muestra un desconcertante 15% en las encuestas, que ni siquiera
Maria Corina Machado, que ha dejado el alma en el camino, pudiera ostentar
limpiamente. Que Bertucci y Falcón no hayan sabido colocarse en una misma página
para sumar porcentajes y robustecer una insalvable diferencia de votos parece
un diseño concebido por mentes maestras. Parecen nombres salidos de la misma
fábrica. Esa que ha concebido seis años más de dictadura para Venezuela.
El mal tiene sus genios. Y hoy
despachan desde una oficina llamada Venezuela. Pero que esto no suene a
epitafio. A pesar de su luctuosa melodía. Es un reclamo en voz alta y rabiosa
contra nosotros mismos. Ha ganado el establishment criminal. Y
también la tristeza. Ella otra vez. Ya Tibisay Lucena debe haber redactado el
obituario final a la democracia venezolana. Aunque ni eso. Bastaba con reciclar
una vieja cuartilla que nació en una remota medianoche de nuestro primer
fracaso. Y repetirla una vez más. Total, ya conocemos el duelo que le sigue. Es
un viejo sendero. El deja vu de nuestra desdicha. Se hace
imprescindible un colosal mea culpa que nos devuelva un poco de
dignidad para recomenzar. Porque debemos evitar a toda costa el cáncer de la
resignación. Vendrá el duelo, y quizás su mucho de estampida. Pero jamás la
resignación. Por favor.
Bien lo escribió Rafael
Cadenas, nuestro poeta mayor: “Fracaso, lenguaje del fondo, pista de otro
espacio más exigente, difícil de entreleer es tu letra”.
19-05-18
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