Por Marco Negrón
Como se ha venido comentando
en esta columna, en el tránsito del siglo pasado al actual los
asentamientos humanos registran cambios que, con toda propiedad, pueden
calificarse de revolucionarios. Hoy es posible afirmar que ya a mediados de la
centuria ellos se parecerán muy poco a los que los precedieron.
Desde luego, los más
evidentes son los cuantitativos: entre 1960 y 2005 la población urbana mundial
se cuadruplicó, llegando a ser la mitad de la población total contra 1/3 en el
primer año; en 2007 veintiuna ciudades superaban los 10 millones de habitantes
contra cinco en 1975. Pero por debajo ocurrían cambios cualitativos económicos,
tecnológicos, socioculturales que se retroalimentaban y eran a la vez causa y
efecto de los cuantitativos.
Con diferente velocidad e
intensidad muchas ciudades, incluso del vecindario, registran importantes
avances en ese proceso, pero ahora se quiere hacer referencia al curiosamente
poco conocido caso de París, que, en los últimos 25 años, ha reducido en 45%
los viajes en automóvil, aumentado en 30% la participación del transporte
público y multiplicado por diez la de la bicicleta. Consuelo para los
caraqueños, la motocicleta, que en un primer momento duplicó su participación,
ahora está en declinación.
Esos cambios comenzaron en
1994, cuando la gestión del Alcalde Jacques Chirac logró la rehabilitación de
la Avenida de Champs-Elysées, según muchos la más hermosa del mundo pero
entonces muy venida a menos; su sucesor expulsó el tráfico automotor de la
emblemática Plaza de la Concordia y estableció las primeras ciclovías de la
ciudad. Ya en el siglo actual Bertrand Delanoë, enfocado en el fortalecimiento
del espacio público, se propuso desterrar el dominio del automóvil sobre la
ciudad construyendo una red de 650 kilómetros de ciclovías, estableciendo el
sistema de bicicletas compartidas más extenso y usado del mundo occidental, las
primeras calles con canales dedicados para autobuses y los cierres veraniegos
de algunos de los quais del Sena al tráfico para convertirlos en “playas”
públicas. Su sucesora, Anne Hidalgo, recogió el testigo ampliando,
enriqueciendo y profundizando las políticas a favor del espacio público, la domesticación
del automóvil y su sustitución progresiva por modos menos invasivos y
contaminantes.
Pero se trataba de políticas
circunscritas a la ciudad de París, que no llega a los 2,5 millones de
habitantes. Ahora, buscando una todavía mayor reducción del uso del automóvil,
se evalúa establecer la gratuidad absoluta del transporte público no sólo de la
ciudad (metro y buses) sino también en la red RER que sirve toda el área
metropolitana, la Región Île-de-France, con 11 millones de habitantes.
Aunque Francia cuenta con
más de 30 ciudades con transporte público gratuito, la mayor de ellas tiene un
tamaño poblacional cien veces menor, de modo que la pregunta es evidente: ¿será
posible el salto?
Por estos lares, donde el
aberrante socialismo bolivariano ha terminado por pudrir todo lo que suene a
gratuito o colectivo, muchos pensarán que se trata de mero populismo. París ha
sacado las cuentas: el costo estimado es de 6.000 millones de euros al año pero
hay importantes beneficios colaterales, no fácilmente cuantificables, que
incluyen aire limpio y reducción de las emisiones de gases de efecto
invernadero, disminución de los costos asociados al tratamiento de enfermedades
causadas por la contaminación, reducción de las horas perdidas por la
congestión. Pero la pregunta está en pie: ¿cómo cubrir ese presupuesto?
Hay muchas otras
interrogantes que el espacio ni siquiera permite enunciar y abundantes dudas de
que un proyecto tan ambicioso pueda concretarse. Sin embargo, como afirmaba
alguien, “Si hay una lección que París puede darle al resto del mundo
urbano es que los cambios mayores son posibles, pero toman tempo”… y demandan
talento y firme voluntad política.
29-05-18
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