Por Simón García
El episodio que la oposición
recién ha vivido con las presidenciales fue desagradable. A la contraposición
política se sobrepuso la emocional. Un soplo de distanciamiento espiritual
enfrió amistades y el furor de la intolerancia mostró sus garras en nuestras
filas. Por defender lo que consideré una obligación democrática fui enjuiciado
de tarifado, colaboracionista, agente del régimen o cualquier otra de esas
adjetivaciones que sustituyen argumentos, cuando éstos no se tienen. Me
preocupó sentir rabia desbordada en un debate que merecía ser asumido con
nobleza.
Predicar la democracia es un
avance que no siempre supone practicarla. ¿Se aplicó en el Consejo de los 500
cuando su mayoría condenó a Sócrates? La regla de la mayoría requiere, para
evitar que se entronizara como una tiranía, el respeto por la minoría. El
disidente contiene la posibilidad de transformarse de minoría en mayoría. Se le
valora porque aporta otros enfoques o expresa otros intereses indispensables
para bien del conjunto.
Entre llamar a votar o no
votar, flotaba una diferencia que consistía en cómo defender la democracia, un
sistema frágil que carece de medios para protegerse por sí misma. Esa labor
corresponde a los ciudadanos, cuyos actos constituyen la forma de defenderla.
La divergencia se plantaba en hacer uso o no del voto, como derecho según la
ley o como deber según el imperativo de la conciencia.
No se trata de restablecer a
la MUD o de pegar burocráticamente a una oposición con proyectos diferentes,
sino de recrearla a partir de verificar si un mismo objetivo estratégico admite
la diversidad táctica
La disputa no tenía por qué
tornarse catastrófica. Pero, bajo la mesa se enconó una doble lucha: elegir la
política más eficaz de enfrentamiento al régimen y apuntalar a un determinado
liderazgo en la oposición. No siempre la buena escogencia en una, implica la
mejor selección en la otra.
Los hechos indican que se
impuso como conducta clara y contundentemente mayoritaria la abstención. Al
reconocerlo, no hay que olvidar que ella está hecha de harinas que vienen de
distintos costales: indiferencia, rechazo a la política y a los políticos,
extremismo abstencionista o protesta ante los abusos de poder del régimen. No
todas las abstenciones están encalladas en el círculo vicioso de esperar a que
caiga el régimen para votar.
La dudosa cifra de sufragios
adjudicada a Maduro demolió mitos como que el escaneo del carnet de la patria
le sumaba tres votos. Pero abatió especialmente la leyenda electoral que
establecía que el poder no podía ser derrotado con votos. Lo fue por la
contabilización de las abstenciones y si se añaden los votos a favor del
candidato de oposición, hoy, además de la derrota política del régimen
tendríamos otro presidente.
Perdió Maduro y carece de
toda legitimidad. Pero cuando despertamos estaba allí el dinosaurio que nos
desplazó hacia la cubanización del país. Ahora empieza la espera por soluciones
que no están en nuestras manos y más riesgosas que haber abierto una transición
con los votos.
Una oposición que nuevamente
demostró que no se arriesga a ser gobierno, tendrá que reflexionar junta sobre
cómo armonizar las diferencias que la separaron en tres. No se trata de
restablecer a la MUD o de pegar burocráticamente a una oposición con proyectos
diferentes, sino de recrearla a partir de verificar si un mismo objetivo
estratégico admite la diversidad táctica. El segundo desafío consiste en
combinar permanencia y circulación en las élites dirigentes. El tercero,
abandonar la política ficción y conectar la motivación al cambio con la
movilización, la organización y la lucha por los sufrimientos concretos que
padecemos todos.
Por ahora, no pudimos. Pero
seguiremos en la vía electoral y en la lucha por reunificar a los venezolanos
en una transición para resolver la crisis, antes que ella acabe con el país.
27-05-18
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