Por Michael Penfold
Venezuela entró en una etapa
política que pareciera no tener retorno. El resultado de las elecciones del
domingo se puede resumir en una sola frase: un presidente sin un claro mandato
constitucional.
Tanto la comunidad internacional, como
los actores políticos nacionales relevantes, incluyendo a quien decidió
participar como el principal contrincante del gobierno, han
desconocido los resultados presentados por el Consejo Nacional Electoral,
resultados que tal como fueron presentados guardan para el análisis una
referencia cualitativa más que cuantitativa.
La profunda crisis de
gobernabilidad que enfrenta Venezuela se ha terminado de acelerar de una forma
definitiva con unos resultados que carecen de legalidad, sobre todo a partir de
la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente y
la usurpación de los poderes constitucionales de la Asamblea Nacional. La
pregunta ya no es si existen las condiciones objetivas que pudiesen derivar en
un potencial quiebre de la coalición oficialista, sino cuál puede ser la
contingencia sobrevenida que dé inicio a un cambio político para Venezuela.
Es el comienzo del fin del
madurismo.
Es indudable que el gobierno
deseaba utilizar el 20 de mayo (o 20M) para materializar múltiples objetivos,
pero ninguno de ellos pudo concretarse. Primero, ante la presión internacional,
el gobierno quería compensar su falta de reconocimiento externo a través
de un acto de votación que lo legitimara domésticamente. Segundo, deseaba
desplazar a una oposición que le resultaba cada vez más incómoda por otra hecha
a su medida. Tercero, el gobierno buscaba sustituir las estructuras chavistas
tradicionales para terminar de personalizar el poder exclusivamente en la
figura presidencial. Finalmente, quería aprovechar los resultados del 20 de
mayo para abrir un nuevo proceso de negociación que estuviese centrado
exclusivamente en los temas económicos y sociales sin tener que poner sobre la
mesa el tema electoral e institucional.
Todos estos objetivos se
evaporaron. El
deslave abstencionista hizo ver la debilidad de la figura
de Nicolás Maduro frente a una maquinaria chavista que decidió sublevarse
sigilosamente. La hiperinflación pulverizó el carnet de la patria y los puntos
rojos. Maduro redujo su votación en prácticamente 2 millones de votos,
comparado con su cuestionado triunfo en 2013 y un nivel de participación que ha
sido el más bajo comparado con cualquiera de las contiendas presidenciales de
las últimas décadas. Si el objetivo era, frente a la presión internacional,
ganar legitimidad en el plano nacional producto de una votación masiva, esta
posibilidad quedó totalmente abortada frente a los resultados de las
votaciones. La idea de una oposición leal también fue pulverizada ante la
decisión correcta de Henri Falcón de desconocer los escrutinios, como
consecuencia de la violación flagrante de los acuerdos electorales a los que
había llegado con el gobierno. Con ello, la esperanza oficialista de una
oposición dividida con la que se pudiese negociar fue definitivamente
derrotada.
El chavismo también se sublevó
frente a la posibilidad de personalizar el poder completamente en la
Presidencia. Somos Venezuela, la plataforma electoral alternativa que Maduro
diseñó para ese propósito, no obtuvo ni 5% del total de la votación del
chavismo. La dependencia de Maduro de la estructura partidista del PSUV sigue
siendo una realidad política, así como también lo es su mayor dependencia del
sector castrense. Esta es quizás una de las mayores frustraciones para el madurismo
derivada del 20M: va a tener que seguir compartiendo el poder, sin estar en una
posición claramente dominante. Y una potencial negociación, con Zapatero
nuevamente como un mediador poco confiable, centrada en la reconstrucción
económica y social, quedó en el tintero ante el agravamiento de la crisis
político-institucional y la ausencia de un interlocutor
más light para el gobierno en el mundo opositor. Esa
negociación, tal como ha insistido la comunidad internacional, tendrá ahora que
pasar inevitablemente por un nuevo proceso electoral con garantías políticas,
así como por el restablecimiento del Estado de Derecho.
En teoría, el chavismo tiene
siete meses antes de la culminación del mandato constitucional de Maduro en
enero de 2019 para barajar sus opciones: negociar un cambio o radicalizarse. Es
imposible descartar que Maduro logre permanecer en el poder más allá de esa
fecha, pero si esto ocurre, incluso para los mismos actores que lo rodean, será
más una situación de facto que de jure. Es evidente que el
chavismo también tiene ese periodo de tiempo para ver cómo aborda la realidad
política ante la profundización de una crisis, tanto nacional como
internacional, de un presidente que no posee un claro mandato para su
reelección y que mientras permanezca en el poder será un obstáculo para
enfrentar la hiperinflación, el colapso de la producción petrolera, la remoción
de las sanciones internacionales, la emergencia social y la reactivación
productiva. Las contradicciones que esta situación va a generar, y los riesgos
de implosión, no son menores. Aunque es muy difícil predecir el futuro
venezolano, es un hecho cierto que hemos entrado en un periodo de alta
incertidumbre e inestabilidad.
22-05-18
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico