Por Antonio Ecarri Bolívar
Al observar la digna
posición de la Iglesia Católica venezolana, fijada por su máximo organismo de
dirección eclesiástica como lo es la Conferencia Episcopal de Venezuela, y ver,
a contrapelo, cómo el gobierno critica esa posición y la tacha de
“injerencista”; vale la pena, entonces, recordar que la Iglesia fija posición
no por los epítetos que le endilga el régimen, para descalificarla, sino porque
está obligada a ello por ser una institución, históricamente, al servicio de la
república.
En efecto, desde la Colonia
–cuando regía el Patronato Regio– hasta la Venezuela independiente y, luego,
durante los 40 años de república democrática y hasta hoy, ha habido un fuerte
vínculo jurídico y político entre el Estado venezolano y la Iglesia Católica.
Obviamente, hay otras iglesias y gente que no practica ninguna religión; por
ello, el Estado venezolano siempre ha sido respetuoso de la libertad religiosa
y así lo ha consagrado en su legislación, pero nadie duda de que la católica es
la religión de las grandes mayorías nacionales y el venezolano, en general,
hasta ateos y agnósticos, somos culturalmente católicos.
En un trabajo académico que
presenté, hace años, a consideración de las autoridades universitarias de
Carabobo, que titulé: Génesis y evolución de las relaciones jurídicas y
políticas entre la Iglesia y el Estado venezolano, decía que esas relaciones
habían sido muy controversiales: por una parte, por la actitud de algunos curas
españoles que eran decididamente realistas, pero también hubo otros que si
nuestros libertadores hubiesen tachado de “injerencistas”–como lo hace el
gobierno actual– no sabemos cuánto se hubiese demorado nuestra gesta. Allí
decía: “(…) si bien es cierto que hubo prelados del bando realista, es también
un hecho irrebatible que los hubo patriotas, resteados con la causa
independentista. Esto último lo corrobora el hecho trascendente de la firma del
Acta de la Independencia por algunos sacerdotes, a saber: el licenciado Juan
Antonio Díaz Argote, diputado por Villa de Cura; el doctor Salvador Delgado,
diputado por Nirgua; el doctor Juan Nepomuceno Quintana, diputado por Achaguas;
el doctor Juan Antonio Rojas Queipo, rector del Seminario; el doctor José
Vicente Unda, diputado por Guanare; sin olvidar la participación decisiva, el
19 de Abril de 1810, del padre Cortez de Madariaga.
Así lo confirma el padre
Ocando en su Historia político-eclesiástica de Venezuela (1975): “La
mayoría del clero nativo se puso decididamente de parte de la independencia. No
solo participando en su declaración, sino en su ejecución ideológica y bélica.
Tenemos a la mano ochenta (80) nombres de sacerdotes comprometidos con la
República. Cincuenta y nueve de ellos pertenecientes a la Diócesis de Mérida;
el resto a la de Guayana. El presbítero José Luis Ovalles, en 1813, cuando supo
se acercaba a Mucuchachí el ejército monárquico salió con sus fieles y lo batió
en El Ataque; el canónigo Francisco Antonio Uzcátegui, por su parte, regaló a
la patria dieciséis cañones de guerra. En la monárquica Maracaibo, el
presbítero José de Jesús Romero fue desterrado junto con los sacerdotes José
María Alvarado, Juan de Dios Castro y el doctor Aguiar.
“(…) Páez en los sitios de
Trinidad de Arichuna, Yagual y Achaguas, contó entre sus setecientos
combatientes con una docena de sacerdotes: uno de ellos era Ramón Ignacio
Méndez, posteriormente arzobispo de Caracas en 1815”. Monseñor Méndez, por
cierto, fue quien le tomó juramento de fidelidad a Páez, de subordinación a
Bolívar, frente a sus tropas. Todo esto lo decimos para desterrar la idea según
la cual la “injerencia” de la Iglesia, con su pueblo y la república, sea de
reciente data.
Ahora bien, lo que ata y
deja bien atada a la Iglesia en sus relaciones con el Estado venezolano fue, en
primer lugar, la Ley de Patronato Eclesiástico promulgada por el Congreso de la
Gran Colombia de fecha 28 de julio de 1824 –firmada por el vicepresidente
Santander, en ausencia del presidente Simón Bolívar– y que estuvo vigente hasta
el 30 de junio de 1964, cuando se promulgó la Ley Aprobatoria del Convenio
Celebrado entre la República de Venezuela y la Santa Sede Apostólica. La que
puso fin, como dijera Rómulo Betancourt, “a una legislación perteneciente casi
a la prehistoria de nuestro derecho público”. Las conversaciones que
concluyeron el Concordato se realizaron durante el gobierno de Betancourt
–entre el canciller Falcón Briceño y el nuncio Luigi Dadaglio–, pero le puso el
ejecútese el gobierno recién electo de Raúl Leoni.
Nuestro Concordato o modus
vivendi sigue vigente, por eso, el Estado venezolano puede opinar sobre el
nombramiento de obispos y arzobispos y, entonces, ¿cómo no va a opinar la
Iglesia cuando se cometen arbitrariedades en el ejercicio de la función
pública? En definitiva, lo que queremos significar es que la Iglesia Católica
no solo puede opinar sobre los problemas del Estado venezolano y de sus
ciudadanos, sino que está en la obligación de hacerlo por ser una institución
republicana, con derechos y obligaciones, como cualquier otra. Eso lo tuvimos
siempre claro en Acción Democrática, por eso, por razones de Estado, hasta
vencimos a nuestros militantes agnósticos o ateos, como Prieto, por ejemplo,
que se oponían a tal Concordato. Porque primero está el Estado y las relaciones
institucionales que le son propias y después las tendencias y creencias
personales que, como decía Bolívar, “forman parte del gabinete individual de
cada uno”.
Bienvenida la Iglesia
Católica al debate republicano, al igual que todas las demás iglesias de
cualquier culto, hasta agnósticos y ateos. Así debe comportarse, siempre, una
sociedad democrática y republicana. Ningún gobierno podrá, jamás, hacer callar
a Venezuela y a sus instituciones que tengan dignidad. Nuestra Iglesia nunca
será la excepción.
aecarrib@gmail.com
01-06-18
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