Fernando Mires 23 de julio de 2018
El
cuadro "El Macuto", de Oswaldo Guayasamin, fue pintado en 1967.
Suele
suceder que para entender las venturas del presente sea cada cierto tiempo
necesario reubicarlo en contextos macro-históricos, de la misma manera como
para entender la macro-historia hay que saber leer en los signos del día. Vivir
el presente como historia y leer el pasado como presente -recomendaba el
historiador Ferdinand Braudel- ayuda a entender porque la filosofía ontológica
sugiere que el pasado no sólo existe en el pasado (como algo cronológicamente
superado) sino que acompaña e interfiere el presente de modo contínuo y
pertinaz. O en expresión más radical: vivimos a cuenta del pasado. Por una
parte, el futuro porque es futuro, no ha sucedido, y el presente no es más que
mediación entre un pasado que ya existió y el futuro que no conocemos.
Disquisición no ociosa si pensamos que la América Latina de nuestros días está
marcada no sólo por acontecimientos sino también por tantos traumas históricos.
Luego,
si fuese necesario reconocer en un marco de reproducción ampliada las líneas
fundamentales de la historia política latinoamericana, podríamos distinguir,
entre otras menores que aparecen y desaparecen, tres de larga trayectoria y
duración. Ellas son la línea dictatorial, la línea revolucionaria y la línea
democrática. Esas, a las que llamaré: las tres dimensiones de la historia
política del continente, como ocurre en toda realidad tridimensional, no se
presentan de modo paralelo sino cruzándose, uniéndose en algunos momentos,
separándose en otros, y casi siempre, interfiriéndose entre sí en el curso de
su tormentoso recorrido.
En el
presente artículo –una parte de un breve ensayo que estoy preparando bajo el
título “dictaduras, revoluciones y democracias”- me ocuparé sólo de la primera
dimensión: la dictatorial.
La
dimensión dictatorial puede ser llamada también militarista, pues no hay
dictadura que no sea militar o que no se apoye en ejércitos. Una dictadura sin
ejército es un contrasentido.
Triste
es decirlo, pero la franja más ancha de la historia política de América Latina
ha sido la de las dictaduras, o si se quiere plantear al revés: la de las
luchas en contra de las dictaduras. Casi podría afirmarse que la dictadura fue
en el pasado la “forma natural” de gobierno y esa es la gran diferencia que
separa a la historia de la América del Norte de la de América del Sur. De tal modo
que las luchas democráticas de la región han sido también en contra de su
propio pasado, luchas que continúan hasta nuestros días frente esos
persistentes proyectos militaristas que, como asegura el tango, son como un
“encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida” (“Volver”)
Y
bien; a lo largo de la historia latinoamericana es posible encontrar diversas
formas de dictadura militar, formas que en cierto modo son correspondientes con
determinadas fases del curso histórico latinoamericano.
Sin
ninguna pretensión tipológica, y sólo para simplificar el marco de la
exposición, podríamos distinguir tres formas predominantes –lo que no quiere
decir que no existan otras de menor persistencia- de dominación dictatorial:
· a. La
dictadura de tipo oligárquico post-colonial
· b. La
dictadura militar de Guerra Fría (o dictadura de seguridad nacional) y
c. La
dictadura militar nacional- populista y/o socialista- nacional.
Las
dictaduras oligárquicas –salvo una u otra excepción- marcan la historia del
siglo XlX. Esa fue, menos que herencia, el lastre recibido del periodo
colonial.
Como
consecuencias de las feroces guerras de la independencia, valientes y bárbaros
generales ocuparon la silla del poder, y en la mayoría de los casos lo hicieron
como representantes no sólo de los ejércitos sino de las no muy rancias
aristocracias terratenientes desde donde provenían. Esas son “las venas
ocultas” de las dictaduras latinoamericanas. De ahí que la mitología
“bolivariana” que ensombrece nuestro presente no logra ocultar la nostalgia del
estado-militarista del periodo post-colonial: utopía regresiva e inconfesa de
tanto líder militar.
De
esta manera, en la gran mayoría de las naciones de la región, el Estado surgió
del ejército y la nación del Estado el que, en condiciones de guerra abierta y
declarada, no podía sino ser un Estado militar, o apoyado en militares. Así se
explica por qué la primera revolución social de la era moderna, la mexicana de
1910, tuvo lugar no en contra de un Estado “burgués” sino en contra de un
Estado militar- oligárquico. El simbólico Porfirio Diaz, así como muchos de sus
epígonos, gobernaba a su nación no como un Presidente, más bien como un
patriarca, o lo que es igual, como un gran terrateniente cuya hacienda era el
país, tradición que continuó, y nada menos que en nombre de la revolución,
Venustiano Carranza (1917-1920).
Más
allá de las ideologías, lo que unía a la gran mayoría de los dictadores
latinoamericanos hasta nuestros días, fue la alianza entre el ejército y los
sectores predominantemente agrarios que ellos representaban en y desde el
poder.
Los
dictadores latinoamericanos del siglo XlX y primera mitad del XX fueron, casi
sin excepción, agraristas. El antagonismo que percibió Domingo Faustino
Sarmiento en la Argentina del tirano Juan Manuel de Rozas, a saber, el de
civilización contra barbarie, puede desdoblarse en la contradicción que se ha
dado entre agrarismo y civilidad urbana, contradicción que, como ha destacado
José Luis Romero en su siempre hermoso libro “Las Ciudades y las Ideas”, marca
a fuego la historia latinoamericana.
Sucesores
del patriarcalismo agrario denunciado por Sarmiento fueron, entre muchos,
Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989) -quien continuó la tradición
hiperdictatorial inaugurada por el legenario Doctor Francia- o el “bolivariano”
Juan Vicente Gómez de Venezuela (1908-1935). Sobre esas dictaduras patriarcales
existe, por lo demás, abundante bibliografía, pero algunos geniales novelistas
han captado su sentido más esencial, y eso ha sido así desde “El Señor
Presidente” de Miguel Angel Asturias, “Yo, el Supremo” de Augusto Roa Bastos,
“El Recurso del Método” de Alejo Carpentier, “El Otoño del Patriarca” de
Gabriel García Márquez, hasta llegar a la “Fiesta del Chivo” de Mario Vargas
Llosa. Algún día, un gran escritor escribirá una novela sobre Chávez, de eso no
cabe duda. Los novelistas han sido muchas veces los vengadores ocultos de la
historia.
El
siglo XX fue, al igual que el XlX, muy pródigo en la formación de gobiernos
dictatoriales. No obstante, desde la segunda mitad del siglo, las dictaduras
“clásicas” comienzan poco a poco a cambiar su carácter oligárquico del mismo
modo que emerge un nuevo tipo de dictaduras que ya no son típicamente
oligárquicas sino, de acuerdo al concepto que popularizó José Comblin,
“dictaduras de seguridad nacional”.
En
algunos casos, las dictaduras oligárquicas clásicas, sobre todo en América
Central, agregaron a su naturaleza oligárquica originaria (Somoza, Trujillo) la
función de la seguridad nacional anticomunista. Esa tendencia fue representada,
por ejemplo, en el primer gobierno de Hugo Banzer en Bolivia (1971-1978) y en
su forma más pura en la terrible pero breve dictadura de José Efraín Ríos Montt
en Guatemala (1982-1983). En otros casos, sobre todo en el Cono Sur, apareció
un nuevo tipo de dictaduras no esencialmente oligárquicas ni agraristas cuya
función originaria fue detener “el avance del comunismo” en contra de frentes
políticos sociales (Unidad Popular chilena, Frente Amplio uruguayo) los que, de
acuerdo a la doctrina kissengeriana, podían portar la posibilidad de una
“segunda Cuba” que facilitara la entrada del imperio soviético en la región.
Por esa razón tales dictaduras son también llamadas dictaduras de Guerra Fría y
dentro de ellas, las más emblemáticas fueron las dictaduras de Pinochet en Chile y de Videla en
Argentina.
Interesante
es constatar que las dictaduras –anticomunistas y modernizadoras a la vez-
tuvieron lejanas precursoras en la Venezuela del “bolivariano” Marcos Pérez
Jimenez (1952-1958) y en la Colombia de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Es
por eso que la mirada del historiador debe considerar que lo que en
determinadas ocasiones aparece como un hecho aislado, puede ser el anuncio de
un nuevo contexto histórico, del mismo modo que la aparición de una estrella
errante puede ser el anuncio de una constelación no divisada.
Interesante
es también constatar que a diferencia de
las dictaduras patriarcales y agraristas las dictaduras de “seguridad nacional”
se hicieron co-partícipes de proyectos empresariales cuyo objetivo era
modernizar las economías nacionales, abriendo las fronteras económicas en un
plan bautizado despué como “neo- liberal”, plan destinado a reemplazar la
llamada “sustitución de importaciones” (de origen desarrollista y “cepalino”)
por un proyecto basado en la “diversificación de las exportaciones”.
Los
intentos más serios de modernización agroexportadora tuvieron lugar en el
Brasil dictatorial de los años sesenta y setenta. Baste recordar que sociólogos
de inspiración marxista como Fernando Henrique Cardoso, llegaron a hablarnos
durante esos tiempos de una revolución “burguesa” la que ante la ausencia de
una burguesía clásica debía ser realizada por una “burguesía en uniforme”. Ruy
Mauro Marini –siguiendo los esquemas de André Günder Frank- fue más lejos que
Cardoso al desarrollar la teoría del sub-imperialismo brasileño dirigido por un
cuarto poder: el militar. En cualquier caso, el proyecto modernizador fue
realizado hasta sus últimas y más radicales consecuencias durante la dictadura
de Pinochet en Chile cuando comenzó a ponerse en práctica el plan de ajuste
tendiente a generar un sistema basado en la diversificación de la
exportaciones. No tanto éxito tuvieron los militares argentinos quienes se
vieron enfrentados a corporaciones agrarias e industriales, incluso sindicales,
muy difíciles de domesticar.
Por
último, cabe recordar que a diferencia de la versión “izquierdista” que asigna
a estas dictaduras el simple papel de autómatas de los EE UU, ellas gozaron de
una autonomía relativa que se expresada incluso en enfrentamientos políticos
con los EE UU como ocurrió con la dictadura chilena durante el periodo Carter.
Del mismo modo, no está de más recordar que la dictadura del general Videla
recibió el apoyo económico y político de la URSS, documentado en textos de la
Revista Internacional, en donde se diferenciaba el “fascismo pinochetista” del
“progresismo nacionalista” de los militares argentinos. La historia, en fin, es
y será más compleja que la historiografía.
En un
tercer lugar tenemos que referirnos a las dictaduras militares de tipo
populista a las que en otras ocasiones he mencionado bajo el concepto de
dictaduras nacionalistas- sociales (a fin de diferenciarlas del nacional-
socialismo de tipo europeo). Al hacer esta referencia imagino que más de algún
lector ha pensado inmediatamente en el gobierno militar inaugurado por Hugo
Chávez. Por eso es importante destacar que el gobierno de Chávez estuvo lejos
de ser único en su especie.
El
gobierno militar chavista representaba la cristalización de una tendencia que
ha acompañado, de modo latente, después de modo manifiesto, la historia de la
modernidad latinoamericana. O para decirlo de otro modo: así como la dictadura
militar oligárquica corresponde a una alianza entre militares y sectores
terratenientes; o así como la dictadura de seguridad nacional realizó en
algunos países una alianza con un nuevo sector empresarial exportador, la
dictadura militar populista conoce tres momentos. El primer momento se
caracteriza por una alianza entre el ejército y masas urbanas y agrarias
emergentes, alianza en la cual el Estado militar ocupa el lugar de la absoluta
hegemonía. El segundo se caracteriza por la autonomización del Estado militar
con respecto a las bases populares que le sirvieron de base. El tercero se
caracteriza por la autonomización del caudillo y su camarilla con respecto al
propio Ejército.
El
gobierno militar chavista representa el entrecruce de dos líneas. Una es la
línea populista, la otra es la militarista. Desde comienzos del siglo XX dichas
líneas tendieron cada cierto tiempo a juntarse. Momentos efímeros fueron, por
ejemplo, el primer gobierno militar- popular de Fulgencio Batista, el que contó
con la participación del Partido Comunista de Cuba (1940-1944). Dichos momentos
aparentemente fortuitos emergieron después fugazmente en la guerra civil de la
república Dominicana en torno al general Francisco Caamaño (1965) o en la
Bolivia de Juan José Torres (1970-1971). Pero sin duda, los gobiernos que mejor
anunciaron el momento chavista -si se quiere, los grandes profetas del
mesianismo político de Chávez- fueron el de Juan Francisco Velasco Alvarado en
Perú (1968-1975), el de Omar Torrijos en Panamá (1969-1981), y aunque parezca
extraño, el de Alberto Fujimori (1990-2000), otra vez en Perú. En todos esos
gobiernos -habría que agregar el de Manuel Antonio Noriega durante sus primeros
tiempos (1983-1989) y el mal realizado proyecto de Lucio Gutiérrez en Ecuador
(2002-2005)- se anunciaba la utopía de la dictadura militar populista que hoy
está cristalizando en Venezuela y, en gran medida en Nicaragua.
Extrañará
tal vez que no ubique a la dictadura castrista como precursora del militarismo-
populista. La verdad es que la dictadura castrista, quizás por su larguísima
duración, es un caso especial de “camaleonismo tipológico”. Emergida de una
revolución democrática (antidictatorial) pasó, gracias a su entrega al imperio
soviético, a convertirse en la primera dictadura de tipo estalinista del
continente. Después de la (auto) destrucción del imperio soviético, adquiere
los rasgos típicos de una dictadura socialista-nacional. Eso no impide que
Fidel Castro como gobernante hubiera mantenido muchos rasgos típicos de los
dictadores patriarcales y agraristas del siglo XlX.
El
“aporte” chavista reside en haber unido el destino de su gobierno con la
dictadura militar de los Castro, dotar a su jefatura de un rudimentario pero
efectivo sistema ideológico de dominación, utilizar un sistema electoral
controlado desde el gobierno, ejecutar “golpes desde el Estado” en las zonas
que lo adversan, y formar un conglomerado internacional expansionista a través
del ALBA, cuya hegemonía reside en el eje Habana-Caracas con muchas
ramificaciones en la Nicaragua post-sandinista.
Cabe
mencionar que, en lo que se refiere a las dictaduras socialistas-nacionales, o
militar-populistas, no existe un concenso unánime de definición entre los
llamados cientistas sociales. No son pocos quienes con ciertas razones aducen
que estos gobiernos no pueden ser denominados como dictaduras sino simplemente
como “gobiernos autoritarios” aunque puedan ser más crueles y arbitrarios que
las dictaduras tradicionales. Eso depende, ciertamente, desde que punto de
vista argumentamos.
Desde
el punto de vista jurídico una dictadura se define por la concentración de los
tres poderes del estado en una sola entidad y en ese caso las mencionadas
serían, efectivamente, dictaduras. Desde el punto de vista político, sin
embargo, la dictadura se define en términos de dominación y hegemonía. Ahora, la
dominación hegemónica a diferencias de la dominación “pura” no se basa solo en
relaciones de fuerza sino en la existencia de determinados espacios políticos,
entre ellos la existencia de segmentos opositores, si no permitidos, tolerados,
así como en eventos electorales sometidos a control estatal. En ese sentido
podríamos decir que las neo-dictaduras, o dictaduras de nuevo tipo, pueden
ocasionalmente aparecer ocasionalmente como simples democracias deformadas.
Una
vez escuché ironizar a un politólogo afirmando que las nuevas eran “dictaduras
cuánticas”. La metáfora no es muy desafortunada. Así como en los paquetes
cuánticos las partículas elementales aparecen en forma de materia y otra vez en
forma de luz dependiendo de la posición del observador, bajo las nuevas
dictaduras aparecen ocasionalmente espacios políticos desde donde es posible
para la oposición iniciar una lucha por la hegemonía. Por cierto, bajo
condiciones muy precarias. Ese, naturalmente, debería ser un buen tema para
otro ensayo: ¿“Cómo luchar políticamente contra una dictadura post-moderna”?
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