Por Marco Negrón
En estos días han aparecido en
distintos lugares de la ciudad cuadrillas dedicadas a reparar tramos de aceras,
pintar brocales de amarillo, podar árboles y colocar macetas en el medio de los
corredores viales de mayor tráfico.
Según la prensa se trata de
una iniciativa de la mismísima Presidencia de la República, un “plan relámpago”
de “embellecimiento de toda la Gran Caracas”, el cual habría sido asumido por
la Alcaldía del Municipio Libertador conjuntamente con el ilegal Gobierno del
Distrito Capital; más allá de eso no se sabe si responde a alguna
planificación, quién lo dirige ni cómo se coordina con los restantes municipios
autónomos no inscritos en el ámbito de los dos citados pero sobre los cuales
también interviene; se dice además que se le han asignado más de 30
millardos de bolívares sin que se sepa a cuál partida presupuestaria
corresponden.
Aquí sin embargo no nos
encontramos simplemente frente a la clásica improvisación que ha distinguido
toda la actuación del socialismo “bolivariano”, a su reiterada mala costumbre
de pretender gobernar por “operativos”: en honor a la verdad, consideradas las
pésimas condiciones a las que en casi dos décadas han reducido a la capital,
hay que decir que estamos ante una burla a la ciudadanía, una letal mezcla
de cinismo con ignorancia sin que tampoco pueda descartarse un toque de
corrupción.
Un breve recordatorio de
algunos de los males que hoy padece Caracas, todos atribuibles a la revolución
“bolivariana”, tal vez ayude a entender la afirmación que se acaba de hacer: la
ciudad no sólo atraviesa la peor crisis de agua de su historia sino que además
la amenaza un futuro aún peor por el abandono de los planes de expansión de los
reservorios y el indetenible deterioro de la red de distribución; en materia de
movilidad se registra la parálisis de alrededor del 85% de las unidades de
transporte colectivo superficial mientras que el sistema subterráneo se
encuentra al borde del colapso por el triple efecto de la falta de
mantenimiento, la impericia técnica y la sobresaturación, debida en parte a la
crisis del sistema superficial; y el más grave: el total abandono de las
políticas hacia los barrios informales que, además de la condición de exclusión
que padecen, mantiene a sus habitantes ante un riesgo grave y cada vez más
cercano a causa de su vulnerabilidad y la sismicidad recurrente de la ciudad.
Todos estamos predispuestos a
agradecer, como se decía en una época, “una cariño para mi ciudad”, pero, en
las condiciones actuales de crisis estructural, pinturitas, florecitas y
desmalezamientos no son otra cosa que un obsceno acto de desprecio hacia sus
agobiados habitantes.
En 1908 el arquitecto
austríaco Adolf Loos publicó un artículo que marcó época, Ornamento y
delito, en el cual, quebrando lanzas contra lo superfluo e innecesario,
anunciaba el nacimiento de la arquitectura moderna. Más de un siglo después,
frente a la insensatez y banalidad de la situación que ahora se comenta,
algunas de sus frases cobran una notable actualidad: “El ornamento no sólo es
símbolo de un tiempo ya pasado. Es un signo de degeneración estética y moral…
Los rezagados retrasan la evolución cultural de los pueblos y de la humanidad,
ya que el ornamento no está engendrado sólo por delincuentes, sino que es un
delito en tanto que perjudica enormemente a los hombres atentando a la salud,
al patrimonio nacional y por eso a la evolución cultural”.
Hoy Loos se levantaría todavía
más indignado al comprobar que, otra vez, “la epidemia ornamental está
reconocida estatalmente y se subvenciona con dinero del Estado”. El urbanismo
socialista del siglo XXI ha hecho cosas aún peores, pero este es un buen
ejemplo de la vacuidad de su visión de ciudad y de su falta de respeto hacia el
ciudadano.
24-07-18
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