CEV 26 de julio de 2018
@CEVmedios
Queridos
hermanos: con mi saludo cordial y fraterno, agradezco la presencia de todos
ustedes, en el inicio de mi ministerio episcopal como Pastor y Administrador
Apostólico de esta Iglesia arquidiocesana capitalina, en esta eucaristía
compartida con el pueblo que peregrina en Caracas y que por Providencia divina
coincide con la fecha aniversario del natalicio del más ilustre hijo de este
pedazo de Patria, el Libertador Simón Bolívar. No es fecha para exaltar a un
héroe prometeico, sino para rescatar los valores de libertad, igualdad,
rompimiento de las cadenas de cualquier esclavitud, la exaltación de la
civilidad por encima de las gestas guerreras, y la entrega generosa de la vida
por la causa de los oprimidos.
La
palabra de Dios que acabamos de proclamar y escuchar nos recuerda, en la
primera lectura tomada del libro del Éxodo cuál no debe ser la actitud del
creyente ante el forastero, la viuda, el huérfano o el necesitado de ayuda. Por
vía negativa es un espejo de la tentación de omisión insolidaria subyacente a
la situación omnipresente, dramática y angustiosa que vivimos por la pobreza e
incluso miseria generalizadas.
Es el
reverso negativo de la opción preferencial por los pobres hecha de solidaridad
y misericordia como sello distintivo de encarnación evangélica en un presente
con claros rasgos de inhumanidad insoportable. La pobreza aquí es múltiple: la
material, clara y primariamente; pero también social, moral, espiritual.
Pobreza espiritual doble: en su aspecto rechazable: caer en la mentira, la
denigración, la doblez, el ansia violenta de poder, la acción sin escrúpulos.
Pobreza, sin embargo, como actitud de humildad, de apertura a la Gracia, de abrirse
a todo otro por “prójimo”, porque no se vive al nivel del tener, poder, placer.
Respondemos
con el salmo: “yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza”. Pero no nos quedamos
sólo en palabras, como nos dice San Pablo a los Tesalonicenses. El testimonio,
siendo imitadores del apóstol y sus discípulos, lleva “a probar la alegría del
Espíritu Santo en medio de fuertes oposiciones”. El breve evangelio de Mateo
que escuchamos nos pone también a prueba a nosotros. El primer mandamiento es
amar al Señor con todo el corazón y con toda el alma. Este es el principal y
primero, pero el segundo es semejante: “amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Estos dos mandamientos contienen la ley entera y los profetas”.
Aquí
radica lo más bello y transformante de la vocación cristiana: tener y comunicar
esperanza contra toda desesperanza. Es la cara positiva de la realidad negativa
que denuncia la primera lectura y que cargamos sobre nuestros hombros. En
efecto, venimos a anunciar la alegría del evangelio, resumido en las
bienaventuranzas, en particular las relativas a la vida, la paz y la esperanza.
En nuestra cotidianidad ellas corresponden a los tres niveles del Bien Común:
la supervivencia, la convivencia social, política, y el “buen vivir” moral
trascendente, espiritual. Todo ello asentado en los “bienes mesiánicos”: la
libertad de los hijos de Dios; la justicia como igualdad de fraternidad; la
caridad como reconciliación y misericordia. Todo un programa evangélico de fidelidad
al Señor y de dignificación de nuestros hermanos.
Inicio
esta nueva etapa de mi ministerio episcopal con la convicción profunda de pedir
al Espíritu Santo el don del discernimiento que debemos ejercer todos, ustedes
y yo, en la seguridad de la unidad que nos otorga la gracia divina, mediante el
análisis permanente de la realidad, la confrontación con el mensaje evangélico
y la creatividad de acciones que den razón de la alegría y la esperanza. “Sin
la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a
merced de las tendencias del momento”. “El discernimiento no solo es necesario
en momentos extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o
cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un instrumento de lucha para
seguir mejor al Señor. Nos hace falta siempre, para estar dispuestos a
reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no desperdiciar las
inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación a crecer. Muchas
veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante, porque la
magnanimidad se muestra en lo simple y en lo cotidiano” (G et E. 169).
La
Iglesia se construye en la pluralidad y diversidad de sus miembros, señal
positiva de fruto abundante por la riqueza de dones y cualidades puestas al
servicio de todos, en particular de los más pobres y necesitados. Tomo pues,
sobre mí, con “temor y temblor” (San Pablo), pero con la ayuda de la gracia,
esta inesperada nominación que me hace el Papa Francisco. Intentaré, por tanto,
con la ayuda de todos y cada uno, no defraudar la confianza depositada en mí
por el Santo Padre. Una primera actitud es la que nos señala San Agustín: “para
ustedes soy el obispo, con ustedes soy el cristiano”, aquél es el oficio, éste
la gracia. Hay que serlo con apertura a todos, para que ninguno se pierda.
Nuestra actitud, la mía y la de ustedes, debe ser la de la escucha, la
fraternidad y la paternidad espiritual compartidas en espíritu de continuidad y
renovación.
Esto
sólo es posible si somos “iglesia en salida”, “con olor a oveja”, es decir,
inmersos con lucidez y valentía en una sociedad herida, desorientada,
desanimada. El sufrimiento de la inmensa mayoría es, debe ser, también nuestro,
y exige una actitud samaritana de entrega sacrificada, pero generosa y alegre.
Las líneas trascendentales del Evangelio nos tienen que llevar a superar
partidismos y visiones miopes y estrechas. El futuro de nuestra esperanza es
una sociedad reconciliada en la verdad, la justicia y la misericordia, sin
venganzas fratricidas ni memorias selectivas; este servicio se impone cristiana
y patrióticamente, sin injerencias clericales ni maniqueísmos entre fe y
política, para caminar con creatividad y coraje, en la seguridad de que quien
da el incremento o el “más y mejor” es el Señor.
Como
nos dice el Papa Francisco: “Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio.
Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien
impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un
horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por
proselitismo sino «por atracción»” (EG. 14). “Por consiguiente, un
evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y
acrecentemos el fervor, ‘la dulce y confortadora alegría de evangelizar,
incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas (…) Y ojalá el mundo actual que
busca a veces con angustia, a veces con esperanza pueda así recibir la Buena
Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor
de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo’” (EG.
10).
El
crédito moral, la confianza social de que disponemos como Iglesia a partir de
una vivencia religiosa presente en nuestro pueblo descansa en dos pilares: la
“piedad” expresada hacia Cristo, la Virgen y algunos santos; y la aceptación
por el servicio social-caritativo desplegado en circunstancias adversas. Esto
no podemos ni debemos hacerlo solos. La colaboración de todos es urgente. Pero
colaboración no es seguimiento ciego a “mi” proyecto o propuesta. Ni siquiera
puede cerrarse a “los míos”, a los católicos, a los que piensan como yo;
relegando ese inmenso mundo civil, bautizados o no, a la vera del camino o a la
exclusión.
La
reciente exhortación de la Conferencia Episcopal nos convoca a un “sursum
corda”, a un arriba los corazones de humanización contra la desesperanza; de
compromiso con obras que expresen la solidaridad de rigor; de plantear la
exigencia de acción a largo plazo que exige formación y cultivo del espíritu
para encarar los desafíos. La tarea que tenemos por delante es de todos. En
continuidad y creatividad con lo que esta iglesia de Caracas ha desplegado a lo
largo del tiempo, debemos reforzar los valores y virtudes que nos permitan que
cualquier acción que emprendamos esté signada por el respeto, la ayuda mutua,
la reconciliación, el perdón y la misericordia, con la actitud samaritana de
que estamos salvando la vida, curando heridas con la satisfacción interior de
ser hermanos y no enemigos.
Los
invito a que juntos emprendamos la suave carga de ser los auténticos
constructores del mundo que deseamos, preludio de los bienes eternos en esta
porción patria y del Pueblo de Dios que es Caracas. Me pongo a la disposición
de todos, cuenten no sólo conmigo, sino también con mis colaboradores más
cercanos, dispuestos a ser discípulos misioneros al servicio de todos, mujeres
y hombres, niños, adultos y ancianos, pero primeramente de los más pobres y excluidos.
En este quehacer nos acompañan la protección maternal de María Santísima y la
fuerza transformadora del Señor, que en la imagen del Nazareno de San Pablo
renueva el milagro del limosnero del Señor. Que así sea.
CEV
@CEVmedios
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