Editorial
Revista SIC
Julio 2018
Nicaragua comenzó muy bien. La
caída de Somoza (1979) no significó ir al otro extremo: no se pasó de una
dictadura estéril a un totalitarismo arrogante.
Los sandinistas se mostraron
como quienes habían aprendido la lección y, por eso, no venían a exigir cuentas
ni a instaurar el predominio de los antiguos perseguidos, bajo la capa de una
doctrina progresista. Entraron perdonando, para permitir que todo empezara de
nuevo. El gesto más emblemático fue el del comandante Borges, en la misa de
acción de gracias, abrazando al que lo había torturado.
Empezó queriendo ser no solo
un gobierno para los pobres sino de los pobres, es decir, expresión de los
movimientos populares, que tanto peso tuvieron en el proceso de crisis y
hundimiento de la dictadura somocista.
Empezó también con la simpatía
de Latinoamérica y de la mayor parte del mundo y de todas las personas de buena
voluntad, que vieron un buen espíritu en esa falta de arrogancia y en ese deseo
de superación democrática, acuerpado por muchas organizaciones sociales.
Desgraciadamente, una vez más,
EE.UU. –gobierno de Ronald Reagan– intervino descaradamente para proteger, no,
obviamente, la democracia, sino sus intereses económicos, ligados a un
capitalismo dependiente; pero, en el fondo se arrogaba el derecho de dictar la
política en una tierra que, desde el siglo XIX, consideraba su colonia.
Por eso bloqueó el país, minó
sus puertos y financió y protegió a la “contra”, como lo haría más tarde con el
ejército y la oligarquía de El Salvador en contra del Frente Farabundo Martí.
Latinoamérica, que miraba con
simpatía a Nicaragua por la genuinidad de su revolución, no ligada a ninguna
ortodoxia de izquierda, promovió el Grupo de Contadora, que sentó las bases de
una región no dependiente y pacífica. El gobierno de Nicaragua expresó su
voluntad de respetar el acuerdo, pero EE.UU. lo dinamitó, porque significaba
aceptar a Centroamérica como naciones soberanas y dignas.
La contra promovió una guerra
desgastanteen la que murieron ciento cincuenta mil personas, en un momento en
que se necesitaban todas las energías para reconstruir el país. Nicaragua se
atascó, víctima del hostigamiento militar y de la guerra económica. No hubo
dinero ni energías para la reconstrucción tan necesaria.
Desgraciadamente la política
vaticana, a causa del anticomunismo visceral del papa Juan Pablo II y de la
consiguiente falta de discernimiento evangélico, coincidió con la de Estados
Unidos.
Aun en esta situación tan
desgastante, las elecciones del 84 las ganó ampliamente el Frente Sandinista
con una masiva participación, a pesar de la llamada a la abstención por parte
de la oposición.
Sin embargo, las elecciones de
1990 las ganó Violeta Chamorro, lo que supuso el fin de la guerra. El esposo de
la presidenta había sido una de las víctimas de Somoza; por eso el empeño de su
esposa fue reconstruir la democracia y por tanto un país donde cupieran todos
sin estarse matando.
Las dos elecciones siguientes
(1996 y 2001) las siguió ganando lo que convencionalmente podemos llamar “la
derecha”. Hasta que las de 2006 las vuelve a ganar Ortega.
Sin embargo, el partido que
subió al poder por segunda vez no tenía nada que ver con el que lo tomó en
1979. La diferencia radical estriba en que en el lapso de la pérdida del poder
y de la asunción de Violenta Chamorro, unos cuantos sandinistas prominentes se
robaron muchas pertenencias del Estado y, por tanto, objetivamente formaban
parte ya de la burguesía. Lo que implicaba que la doctrina sandinista era ya
mera ideología para el pueblo y un modo de sostener la clientela.
Por eso habían renunciado al
Frente prominente sandinista que seguían creyendo en aquello por lo que habían
luchado toda su vida. Por eso, falto de propuestas superadoras, insensiblemente
el ejercicio democrático se fue convirtiendo en ejercicio dictatorial, aunque
sin variar el discurso, que ya es únicamente populista.
En estos momentos, después de
ganar unas elecciones fraudulentas, no reconocidas por ningún demócrata, Daniel
Ortega se mantiene en el poder reprimiendo y torturando cada día más
salvajemente, aunque sin contar con el ejército, que le hizo saber que no iba a
disparar contra el pueblo. Tristísimo final de algo que comenzó tan hermosa y
creativamente.
La división, típica de la
modernidad, entre lo privado y lo público, y la falta de cultivo de lo privado,
es decir, de la humanidad integral como atributo de la persona completa,
provocó, como está provocando en todo el mundo, sin distinción entre derechas e
izquierdas, la entrega a la corrupción y el ocultamiento sistemático de las
corruptelas, con lo que la democracia se vacía, reduciéndose a un trámite
electoral, convertido cada día más en carnaval publicitario, aunque se
mantengan proclamas vacías y atención clientelar a la base electoral y a la
maquinaria.
En Venezuela Chávez subió al
poder como alternativa esperanzadora de la mayoría de los venezolanos que
sentían que lo anterior estaba gastado y no tenía nada que ofrecer.En su
campaña tomó contacto con el pueblo, que en una medida notable se sintió
interpretado por él. Este contacto simbiótico no hizo sino crecer. Y en esos
primeros años fue fundamentalmente positivo.
En buena medida, por el empeño
de Chávez, no solo el pueblo sino todos los sectores sociales se repolitizaron
y volvieron a analizar la realidad para tomarla en sus manos en procura de
mayor eficiencia y justicia. Sus intervenciones ponían el dedo en la llaga de
problemas reales y hondamente sentidos.
Eso implicó un reacomodo de
las cuotas de poder y de la relevancia de los actores en la escena nacional,
que fue hondamente resentida por los que detentaban el poder económico e
indirectamente el político, que reaccionaron intentado tumbar al Gobierno con
crecientes medidas de presión que llegaron hasta el paro y el golpe de Estado.
Chávez reaccionó de dos modos
complementarios: ante todo, con las misiones, que hicieron ver al pueblo que él
estaba con ellos y que sus demandas eran por fin atendidas y, además, con un
discurso crecientemente antiimperialista y antioligárquico, que señalaba a
ambos como enemigos, externos e internos, de la patria.
Él, obviamente, entendió que
su mando era para el bien de la patria y, sobre todo, del pueblo. Pero, cada
vez más, ese bien no fue lo que cada sector–según el caso–, o la mayoría, como
sujetos pensantes y deliberantes, veían como bien, sino lo que él pensaba que
era el bien de todos.
Llegó a convencerse de que el
pueblo era él. Al fin el propio Chávez, en persona, fue proclamado oficialmente
como el corazón del pueblo. El no era el Presidente, sino el Comandante, que
mandaba siempre de arriba abajo, no deliberantemente. Por eso, a pesar de las
elecciones, que fueron siempre plebiscitarias, no gobernó democráticamente,
porque copó todos los poderes y el Gobierno se tragó al Estado.
Pero cuando demostró, sin
ningún lugar a dudas, que el pueblo era el coro y no el protagonista fue
después de perder el plebiscito sobre la reforma de la Constitución, porque la
siguió implementando, a pesar del voto en contra. Como tirano que se respeta,
murió imponiendo su sucesor.
Chávez no fue capaz de llevar
adelante ninguna reforma estructural superadora porque gobernó solo con los
suyos, no con los más idóneos, porque concibió derechos y no deberes y porque
extremando esta tendencia concibió el socialismo del siglo XXI como rentista.
Un país de rentistas es un
país de parásitos. Por eso, incluso cuando los precios del petróleo estaban
altísimos, se endeudó escandalosamente, administró el dinero sin dar cuentas a
nadie y, en contra de su intención inicial, tuvo que emplear cada vez más la
represión y colectivos paramilitares.
Ahora, como cada vez se
produce menos y la capacidad de importar es menor, cada vez hay menos cosas y
como aumenta sin límite el dinero inorgánico sin sustento, cada día todo cuesta
más y el ochenta por ciento del país no puede vivir y menos curarse de sus
enfermedades.
Pero si el presente es
invivible, el futuro es peor, porque la gente se siente presionadísima, sin
fuerzas y sin esperanza. Por eso se van cada día más. Y la represión selectiva
es cada día más cruel.
¿Significa, en ambos casos,
que no hay que hacerse ilusiones, sino aceptar el capitalismo con democracia
liberal? De ningún modo. Eso significaría que la única alternativa es elegir de
qué palo ahorcarse.
Nosotros apostamos por un ser
humano que no es mero individuo, sino un sujeto que entabla relaciones
horizontales y mutuas para constituir cuerpos sociales y comunidades, que
aspira a vivir de un trabajo productivo y no se cansa de luchar por una
democracia real de cuerpos deliberantes en procura del bien común.
24-07-18
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