Mibelis Acevedo D. 26 de julio de 2018
@Mibelis
Un
país que camina entre ruinas, que se sume en el hueco del hambre y se exhibe
esquelético en las aceras; que añora la vuelta de la luz -cualquier luz-
y la
reposición milagrosa del agua, aunque sea por minutos. Que creyó y fue
engañado, que se incorpora y es derribado, que mira ahora estupefacto cómo la
normalidad se vuelve un antojo vano, distante; que hace repaso de la
prosperidad reciente y no logra reconocerse en este sinvivir, en la tierra
asolada tras el paso de mil pestes, lobos del hombre recolectando despojos para
aguantar la brutal mecha. Drama “de asunto terrible y desenlace funesto”, lo de
Venezuela reúne condiciones para ser juzgado como tragedia, seguramente. Somos
como personajes que intentando "hacer lo correcto" deambulamos
enfrentados de manera misteriosa, quién sabe si por causa de una “condición de
carácter” o de un pecado, de un error fatal (lo que Aristóteles llamó hamartia)
contra un fatum ocupado en destruirnos, que amenaza con aniquilarnos, con
enloquecernos.
Tristeza,
temor, euforia, esperanza, desolación, rabia… la hýbris y su alud, toda la emoción, todo el pathos
vive revuelto en estos tiempos. Por sobre los frenos de la razón, hay que
admitirlo, ese ha sido el signo de los vaivenes de esta historia de
adolescencia recurrente. En medio de eventuales fogonazos de adultez -vitales,
preciosos, pero a duras penas mantenidos- la brega contra un régimen que afina
cada vez más sus métodos de permanencia en el poder ha sido toda una
espasmódica faena, un tango que lleva a avanzar un paso, embriagarnos, luego
retroceder tres. Descolocados por la espera, incapaces de apreciar el valor del
logro menudo y ordinario, nos toca quizás pagar las consecuencias de los
procesos que jamás se completaron, ese crecimiento sistemáticamente truncado
que tampoco deja ileso al imaginario, desordenado, vaciado y vuelto a llenar,
según la tiránica circunstancia.
“Fase
terminal”, claman algunos en ejercicio de terca y “vigorosísima fantasía”, aún
cuando las señales escupen lo contrario. De momento parecemos demasiado
cansados para seguir estrujando la propia fuerza, así que todo empuja a abrazar
la “mentira feliz”, a mudar ellocusde control de adentro hacia afuera: en ese
espacio reservado a los héroes, a la hipérbole, a la hazaña imposible, al
mágico y dispendioso voluntarismo, suponemos que el milagro de una transición
surgida de la nada tendrá más chance de ocurrir. Mejor confiar en el poder del
ungido-casi puede escucharse al Corifeo- pues lidiar con esa “bête noire” no es
asunto para mortales.
En
efecto: no extraña que a merced de la degradación generalizada, de la
mutilación de las expectativas, de la reducción de la necesidad humana a su
expresión más primitiva con el consecuente aferramiento a lo natural y lo
sobrenatural, topemos con este tenaz retorno a una “edad heroica”, en desmedro
del espacio de posibilidad real y madura interacción que habilita la política.
La noción de ciudadanía, con todo lo que implica -no sólo en términos de
derechos y exigencias, sino sobre todo de deberes y cumplimiento- va borrándose
en aras de esa pretendida ruptura que otro -nunca nosotros- propiciará. Está
visto, y es penoso: cuando se invoca a ese “hombre providencial” el énfasis en
el ciudadano se debilita. Con el mesías aparece también el “contraciudadano”, como
lo llama Sartori.
Los
mitos están allí, a la orden del día, prestos a manosear nuestros miedos y
carencias, a desalojar la racionalidad plenamente desplegada–Vico dixit- cuando
es necesario, cuando la barbarie y su tosco bufido retornan para aturdirnos. El
héroe, convertido en centro de la identidad del colectivo, parido a cuenta de
ese drama de aire irresoluble que amenaza con la vuelta al estado primitivo,
parece un recurso casi, casi válido. Peritos en saberes ocultos, conocedores de
sibilinas lenguas, impolutos, humanos no tocados por los vicios humanos; sin
estrategia, ni política, ni sentido del tiempo, pero inflamados de pasión
moral, ese “yo” voraz del redentor trasmuta en padre-madre dispuesto a
cobijarnos, a defendernos de toda la saña del mundo… ¿cómo no picar el
fascinante señuelo de su promesa?
Es
difícil, sí. Ahogada en su desesperación y su dolor, la gente pide hazañas y
portentos, demanda salvadores, reniega de lo visible, se entrega a una nueva
fe, se santigua, cierra los ojos, desconfía de sus iguales, pone a la sazón su
destino en manos de los dioses y sus delegados en la tierra. La impotencia
abruma, es cierto. Tan cierto como que prescindir de la razón es una
trampa.
¿En
qué momento los líderes deciden ser superhombres en lugar de hurgar en el
asombro por lo llano, de asumir la modesta labor de trabajar con lo que se
tiene, como mejor se puede? ¿Cuándo la colosal tarea de ser demiurgos de la
historia, artífices de nuestro propio destino, pierde toda significación?
Quizás residan allí algunas claves para descifrar esta nueva, vieja tragedia
que se reedita, que no nos suelta.
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