Francisco Fernández-Carvajal Hablar con Dios 21 de julio de
2018
I. En
la Primera lectura1 nos
dice el Profeta Jeremías: Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas (...)
y las volveré a traer a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen. La
profecía hace referencia al cuidado y atención del Mesías con todos los hombres
y cada uno de ellos. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis
fuerzas, leemos en el Salmo responsorial2.
El
Evangelio3 muestra la solicitud de Jesús con sus discípulos,
cansados después de una misión apostólica por las ciudades y aldeas
vecinas. Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco,
les dice. Y explica el Evangelista que eran tantos los que iban y venían que
no encontraban tiempo ni para comer. Se marcharon, pues, en la barca a un lugar
apartado ellos solos. «¡Qué cosas les preguntaría y les contaría Jesús!»4.
Nuestra
vida, que es también servicio a Cristo, a la familia, a la sociedad, está
repleta de trabajo y de dedicación a los demás. Por eso no podemos extrañarnos
si experimentamos la fatiga y sentimos la necesidad de descansar. En el tiempo
libre recuperamos fuerzas para servir mejor y evitamos daños innecesarios a la
salud que, entre otras cosas, repercutirían en quienes nos rodean, en la
calidad de lo que ofrecemos a Dios y en la propia tarea apostólica: en la
atención debida a los hijos, a la mujer, al marido, a los hermanos, a los
amigos; afectaría a la dedicación a esa labor de apostolado, a la atención y
formación de las personas que quizá el Señor nos ha encomendado.
En
ocasiones, el oportuno reposo constituirá un deber grave. «La cuerda no puede
soportar una tensión ininterrumpida, y las extremidades del arco necesitan un
poco de relajación, si se quiere poder tensar el arco de nuevo sin que se haya
vuelto inútil para el arquero»5.
El Señor quiere, en lo que depende de nuestra parte, que pongamos los medios
para estar en buenas condiciones físicas, pues es mucho lo que espera de todos.
«¡Cuánto nos ama Dios, hermanos –exclamaba San Agustín–, pues cuando
descansamos nosotros, llega a decir que descansa Él!»6.
Pero hemos de distraernos como buenos cristianos, santificando, en primer
lugar, esa pérdida de fuerzas, amando a Dios en la fatiga, aun prolongada,
cuando por determinadas circunstancias debamos seguir en la tarea de siempre.
Entonces nos consolará, de modo muy particular, acudir al Señor, que en tantas
ocasiones terminaba sus jornadas extenuado. Él nos comprende bien.
II. Muchos
días, quizá en largas temporadas, sentiremos la dureza de no encontrarnos bien
y de tener que sacar adelante el negocio, la casa, el estudio... No nos debe
desconcertar nuestra situación: es parte de la flaqueza humana y señal muchas
veces de que trabajamos con intensidad. «Vienen días –confesaba Santa Teresa
con gran sencillez– que sola la palabra me aflige y querría irme del mundo,
porque me parece me cansa todo»7.
También esos momentos deben ser para Dios, también en esas situaciones el Señor
está muy cerca, y quiere que tomemos las medidas que en cada caso sean
oportunas: acudir al médico, si es necesario, y obedecer sus indicaciones;
dormir un poco más; dar un paseo o leer un libro sano... Son circunstancias que
el Señor permite para que ahondemos en el desprendimiento de la propia salud,
para crecer en caridad, esforzándonos por sonreír, aunque nos resulte costoso,
incluso muy costoso. El ofrecimiento de esa situación a Dios puede ser de un
valor sobrenatural de gran mérito, aunque el corazón parezca seco y sin fuerzas
para los actos de piedad.
Venid
vosotros... y descansad un poco, nos dice el Maestro. Lejos
de centrar la atención en el propio yo, también en el descanso buscamos a
Cristo, porque en el Amor no existen vacaciones. «A cualquier lugar que se
dirija el hombre, si no se apoya en Dios, hallará siempre dolor»8,
nos advierte San Agustín. Al menos el dolor de haberle dejado a Él a un lado.
El
tiempo de vacaciones no debemos emplearlo en no hacer nada. «Descanso significa
represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de
ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual»9.
Ese tiempo ha de suponer un enriquecimiento interior, consecuencia de haber
amado a Dios, de haber cuidado con esmero las normas de piedad, y de haber
vivido también la entrega a los demás, tratando de fomentar el olvido de
nosotros mismos; deben ser días en los que especialmente procuramos hacer la
vida más amable a quienes nos rodean. Su alegría y su felicidad constituirán
una buena parte de nuestro descanso.
Hoy
son muchos quienes dejan su vida sobrenatural a un lado al elegir,
imprudentemente, lugares de vacaciones donde el ambiente moral se ha degradado
de tal modo que un buen cristiano no puede frecuentarlo, si desea ser
consecuente con su vida cristiana. Sería triste que una persona que
habitualmente vive de cara a Dios aprobase con su presencia el triste
espectáculo de esos ambientes y se expusiera gravemente a ofender al Señor. Más
grave sería, si se tratara de unos padres, cooperar a que sus hijos y las
personas que de ellos dependen sufrieran en sus almas un daño, muchas veces
irreparable: cargarían sobre sus conciencias los pecados propios y los de los
hijos.
A
muchos podría decir el Señor: «¿Por qué sigues caminando por caminos difíciles
y penosos? El descanso no está donde tú lo buscas. Haces bien en buscar lo que
buscas; pero debes saber que no está donde lo buscas. Buscas la vida feliz en
la región de la muerte. ¡No está allí! ¿Cómo es posible que haya vida feliz
donde ni siquiera hay vida?»10.
Aunque
en algunos ambientes se haya olvidado la doctrina moral de la cooperación al
mal, nosotros, que deseamos ser buenos cristianos y que muchos otros lo sean,
la recordaremos, con oportunidad y con espíritu positivo, a nuestros amigos y
compañeros. No olvidemos que, aunque el descanso es un deber, no lo es de un
modo absoluto, y que el bien del alma, propia y ajena, está por encima del bien
corporal. En un cristiano que desea conducirse en unidad de vida, no quiere
Dios un tiempo en el que reponerse físicamente significara para el alma quedar
enferma, rota o, al menos, empobrecida. Además, con un poco de buena voluntad,
siempre será posible encontrar o crear lugares y modos en los que se pueda
descansar teniendo a Dios muy cerca, en nuestra alma en gracia, aprovechar el
tiempo para reforzar amistades y realizar un apostolado fecundo.
III. «Los
cristianos deben colaborar para que las manifestaciones culturales y las
actividades colectivas, que son características de nuestro tiempo, se impregnen
de espíritu humano y cristiano»11.
Es tarea nuestra abrir horizontes nobles y gratos a una sociedad en la que
muchas personas gozan de más tiempo libre debido a la tendencia de las
legislaciones a disminuir la jornada de trabajo, con fines de semana más
largos, mayor tiempo de vacaciones, etc. Hemos de enseñar también el sentido
esencialmente religioso que tienen las fiestas, sin el cual quedarían vacías de
contenido: Navidad, Semana Santa, domingos y demás fiestas del Señor y de la
Virgen. Este es un apostolado que nos urge, pues cada vez son más los que aprovechan
estos días para evadirse de los deberes cotidianos y, quizá, para alejarse más
de Dios.
Las
fiestas tienen una importancia decisiva «para ayudar a los cristianos a recibir
mejor la acción de la gracia divina y permitirles responder a ella más generosamente»12.
La Santa Misa es «el corazón de la fiesta cristiana»13,
y en ella hemos de ofrecer todo lo que constituye el día. Nada tendría sentido
si se descuidara este primer deber para con Dios, o si se relegara a una hora
que solo llenara un hueco del día, repleto de otras actividades a las que se
consideraría como más importantes. Revelaría al menos poco amor de Dios en un
cristiano que quiere tener a Dios como verdadero centro de su vida. Para Él ha
de ser lo mejor, especialmente cuando celebramos una fiesta, aunque para eso
tengamos que llevar a cabo un cambio de planes. Si somos generosos, sentiremos
la alegría profunda de quien ha correspondido al amor de su Padre Dios.
Cuando
Jesús se dirigió en una barca con los suyos a un lugar apartado –continúa el
Evangelio de la Misa–, muchos los vieron marchar y fueron allá a pie, y
llegaron antes que ellos. Al desembarcar, vio Jesús una gran multitud, y se
llenó de compasión, porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a
enseñarles muchas cosas. No pudieron descansar aquel día, ni Jesús ni sus
discípulos. Nos enseña aquí el Señor con su ejemplo que las necesidades de los
demás están por encima de las nuestras. También nosotros, ¡en tantas
ocasiones!, habremos de dejar el descanso para otro momento, porque otros
esperan nuestra atención y nuestros cuidados. Hagámoslo con la alegría con que
el Señor se ocupó de aquella multitud que le necesitaba, dejando a un lado los
planes que había proyectado. Es un buen ejemplo de desprendimiento que debemos
aplicar a nuestras vidas.
1 Is 23,
1-6. —
2 Sal 22,
1-6. —
3 Mc 6,
30-34. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 470. —
5 San
Gregorio Nacianceno, Oración 26. —
6 San
Agustín, Comentario sobre los Salmos, 131, 12. —
7 Santa
Teresa, Camino de perfección, 38, 6. —
8 San
Agustín, Las Confesiones, 4, 10, 15. —
9 Cfr. San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 514. —
10 San
Agustín, Las Confesiones, 4, 12, 18; cfr. Comentario
sobre los Salmos, 33, 2. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 61. —
12 Conferencia
Episcopal Española, Las fiestas del calendario cristiano,
13-XII-1982, 1, 5 —
13 Ibídem.
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