Por Gustavo J.
Villasmil-Prieto
“Tendría unos quince años, y
aunque la comida escasa, el agua mala, el desaliño y la rustiquez le
marchitaban la juventud, bajo aquella miseria de mugre y greñas hirsutas se
adivinaba un rostro de facciones perfectas”
Rómulo Gallegos, Doña
Bárbara
La penumbra que se posesionó
de los pasillos del hospital por las tardes después de que robaran todas sus
lámparas y bombillos me hacía imposible definir los rostros de aquellas dos
siluetas que deambulaban entre sombras llamando a las puertas cerradas de
servicios y departamentos. Pero aun así pude notar que se trataba de una mujer
acompañada de una muchacha jovencísima, una niña casi. Con cautela –tan
necesaria como resulta para los que hacemos vida en cualquier hospital público
venezolano- me les aproximé tratando de descifrar de qué iba aquello. Era una
mujer todavía en sus treinta. Su rostro reflejaba un cansancio denso, antiguo.
Edéntula y de tez oleosa, la pobre se adelantó a responder mis preguntas
diciéndome “venimos de lejos, doctor. Del Tuy”. Con ella iba su hija, una
muchacha de apenas 14 años. Habían pasado el día entero yendo de hospital en
hospital en procura de un ecosonograma para ella. Y mientras la exhausta mujer
me mostraba el sucio papel contentivo de la orden del referido estudio, la
escasa luz que entrando por la ventana de la sala de hospitalización nos
alcanzaba hasta el pasillo me desveló todo el drama tras aquella escena: la
muchacha estaba embarazada. Su abdomen, increíblemente voluminoso, alojaba la
matriz gestante no de una, sino ¡de dos criaturas! Fue entonces cuando,
consternado, le pregunté: “¿Cómo te llamas, mija?” Y aquella niña-madre me
contestó con voz infantil: “me llamo Marisela”.
Marisela fue el nombre que
Rómulo Gallegos diera a aquella otra muchacha del llano profundo venezolano
concebida en el coito brutal entre la degradación moral -Lorenzo Barquero- y la
barbarie –la mismísima Doña Bárbara- con la que un atlético doctor en Derecho
por la Universidad Central, montado a lomos de un corcel y llevando al cinto su
Colt 38 – Santos Luzardo- habría de topar una tarde a orillas del río. Fue el
encuentro luminoso entre la idea civilizatoria occidental -racional y fuerte- y
la inocencia mancillada del país representado en la mugrienta muchacha llanera
cuya belleza Luzardo descubriría al lavar su rostro con el agua de la
corriente. La por el gran Luis Castro Leiva llamada paideia cívica
galleguiana encarnaba ahora, con fuerza moralizadora, la fe venezolana en un
mañana mejor.
Era la fe en
el totem del progreso que tanto fascinara a los positivistas del
decimonono, Don Rómulo incluido. Fe que se expresara en una apuesta a fondo por
la escuela como maquinaria civilizatoria por excelencia así como por una
sanidad pública que hiciera posible la vuelta del venezolano a aquellas
inmensidades insalubres en las que campeaba la malaria. Sueña Luzardo
–simbólico paladín de tal promesa- con la llegada del ferrocarril a sus pampas
y no duda en trabar un inútil contencioso contra la ama de El
Miedo cuando de fijar linderos se trata: porque el cercado era el símbolo
de la propiedad privada, valor esencial de esa modernidad de la que la tan
esperada vía férrea vendría a ser sendero preferente. Y símbolo de esa nueva
épica esperanzadora era la hermosa y virginal Marisela a la que el doctor
Luzardo hiciera asear, calzar zapatos y enseñar a leer; el rostro de la
Venezuela postergada cuya hora por fin llegaba del brazo fuerte del joven abogado
que desafiaba al terror de aquellos llanos blandiendo a un tiempo sus códigos
jurídicos y su revólver. Surgió así de la prolija pluma de Gallegos el más
potente de todos los mitos venezolanos posteriores a la Independencia: el de
Marisela, símbolo de la redención venezolana.
Ni que decir que la historia
de esta otra Marisela que me encontré en mi hospital es bien distinta. En
la Venezuela del chavismo, una de cada cuatro madres concibe durante la
adolescencia. La concepción a tal edad supone riesgo de vida tanto para
esa joven madre como para la criatura que está gestando. El aro de Marisela al
que me he referido nada tiene que ver con alianzas como las que intercambian
los novios frente el altar o con sortijas como las que se imponen en las
ceremonias de graduación, no: es el ARO de los obstetras, acrónimo del temible
Alto Riesgo Obstétrico cuyo saldo con frecuencia es el de la muerte de la
madre, la del niño o la de ambos.
El embarazo no es una
enfermedad. De allí que mucho más que un indicador de salud, en Venezuela la
tasa de mortalidad materna encarne uno de los peores pecados de omisión -el
otro es el de la mortalidad en niños menores de 5 años- por el que la historia
condenará a la revolución chavista algún día. Es la paradoja cruel de la madre
que muere en el trance de dar vida. El último dato disponible corresponde
a 2016, cuando según cifras del propio Ministerio de Salud la mortalidad
materna se saldó con 756 fallecimientos, ¡300 más que en 2015! En la
última década, de acuerdo con estimaciones de mi colega profesor Julio Castro
Méndez, la mortalidad materna en Venezuela se ha incrementado interanualmente
entre el 12 y el 15%, mientras que en el resto de la región su tendencia es
hacia la reducción por el orden de 2 al 4% anual. Ello eleva entre 10 y 50
veces el riesgo de las venezolanas a morir dando vida.
¡Cuán grave peligro corre esta
pobre muchacha, cuya pelvis infantil soporta la excruciante presión de dos
criaturas creciendo en el inmaduro vientre que contiene! ¡Pelvis de niña que
debiera estar correteando a estas horas en alguna cancha deportiva o moviéndose
al ritmo de algún baile escolar de “hula-hoops”!
“Vengan mañana temprano
para que agarren cita”, les dijeron. Derrotadas una vez más, Marisela y su
madre se retiraron cabizbajas, exhaustas, hambrientas, aplastadas por el peso
aquel drama. Hasta allí llegaron todas las aporías revolucionarias basadas en
la llamada “ideología de género”, batiburrillo que sirviera de base a la
construcción de todo un costoso y complejo tinglado institucional que de nada
sirvió para evitar tragedia de esta pobre muchacha. Ni ministros ni
“ministras”, ni almirantes ni “almirantas”, ni fiscales ni “fiscalas”: nadie
apareció en esta hora amarga con algo que decir a una niña-madre que ignora que
es su propia vida la que está en juego. Nadie para ver de esta infeliz
Marisela, imagen vívida de la derrota a manos de la barbarie y la degradación
roja del viejo sueño galleguiano de redención para esa “raza buena” que en la
Venezuela profunda aún “ama, sufre y espera”
Referencias: 1. Castro Leiva,
L (1996) Ese octubre nuestro de todos los días. De la paideia cívica a la
Revolución: Rómulo Gallegos, ética, política y el 18 de octubre de
1945.Ediciones de la Fundación CELARG, Caracas. 2. Anuario de Epidemiología y
Estadísticas Vitales (2015-2016), MPPS (publicado el 9 de mayo de 2017).
28-07-18
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