Francisco Fernández-Carvaja 28 de julio de 2018
—
Jesús se nos muestra siempre atento a las diversas situaciones humanas y nos
enseña a santificar las realidades corrientes.
— En
el cumplimiento del propio deber encontramos el lugar, la materia y el modo de
ser fieles al Señor. El valor de las cosas pequeñas.
— Dios
nos pide cada día lo que está al alcance de nuestras fuerzas. Correspondencia
en lo que parece de poca importancia.
I. Gentes
de los pueblos vecinos habían acudido a un lugar alejado, junto al lago de
Genesaret. Y mientras Jesús hablaba, ninguno pensó en el cansancio, ni en las
horas de ayuno, ni en la falta de provisiones y en la imposibilidad de
obtenerlas. Las palabras de Jesús les han cautivado, les han llegado a lo más
hondo del corazón, y se han olvidado del hambre y del camino de vuelta. Sin
embargo, Jesús sí comprende nuestras necesidades materiales; por eso, se apiadó
también de aquellos cuerpos exhaustos de quienes, por un motivo u otro, le
habían seguido durante varios días. Y realiza el espléndido milagro de la
multiplicación de los panes y de los peces1.
Y
cuando todos han comido y están entusiasmados por el milagro que han visto con
sus propios ojos, el Señor aprovecha la ocasión para dar a los Apóstoles –y a
nosotros– una lección práctica, a la vez, del valor de las cosas pequeñas, de
pobreza cristiana, de buena administración de los bienes que se poseen. Cuando
se saciaron, dijo a sus discípulos: Recoged los trozos que han sobrado para que
nada se pierda. Entonces los recogieron y llenaron doce cestos con los trozos
de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Jesús
nos muestra su magnificencia con la abundancia, pues todos comieron cuanto
quisieron, y la necesidad de evitar el derroche inútil e irresponsable de
los bienes; nos da ejemplo cuando se compadece de las multitudes y obra grandes
prodigios, y también en estos detalles menudos.
La
grandeza de alma de Cristo se manifiesta en los grandes prodigios y en lo poco
de cada día. «La recogida de lo que sobró es un modo pedagógico de mostrarnos
el valor de las cosas pequeñas hechas con amor de Dios: el orden en los
detalles materiales, la limpieza, el acabar las tareas hasta el final»2. Durante treinta años de su vida estuvo ocupado en asuntos
aparentemente sin trascendencia: elaborar cola para ensamblar unas maderas,
aserrar troncos para fabricar muebles sencillos... Y también en estos trabajos
de poco relieve externo estaba el Hijo de Dios redimiendo a la humanidad.
El
Evangelio nos muestra con frecuencia cómo Jesús, durante su vida pública,
permanecía constantemente en diálogo con su Padre celestial, y a la vez estaba
atento a las cosas materiales y humanas, a lo que ocurría a su alrededor:
cuando devuelve la vida a la hija de Jairo ordena que le den de comer; ante el
asombro general que causó la resurrección de Lázaro, es Él quien ha de
decir: Desatadle y dejadle ir3; sabe darse cuenta del momento en que sus discípulos tienen
necesidad de descansar4... Vemos a Jesús bien atento a las situaciones humanas, y nos
enseña a nosotros a santificar esas menudas realidades corrientes: estar en las
cosas de los demás, estar en las cosas de la casa: no vivir en las nubes.
San
Pablo nos recuerda en la Segunda lectura de la Misa5 la atención que debemos tener con todos aquellos con
quienes nos relacionamos: sed siempre humildes y amables; sobrellevaos
mutuamente con amor... Es una llamada a la afabilidad, a la paciencia,
a la cordialidad..., a esas virtudes que permiten la convivencia y en las que
mostramos que amamos a Dios y a nuestros hermanos los hombres.
II. Recoged
los trozos que han sobrado... Parece que es un detalle de poca
importancia en comparición con el milagro realizado, pero el Señor pide que se
viva. Toda nuestra vida está compuesta prácticamente de cosas que casi no
tienen relieve. Las virtudes están formadas por una tupida red de actos que
quizá no sobresalen de lo corriente y ordinario, pero en ellas, con heroísmo,
se va forjando día a día la propia santidad. Cada jornada la encontramos llena
de ocasiones para ser fieles, para decirle al Señor que le amamos: «“Obras son
amores y no buenas razones”. ¡Obras, obras! —Propósito: seguiré diciéndote
muchas voces que te amo –¡cuántas te lo he repetido hoy!–; pero, con tu gracia,
será sobre todo mi conducta, serán las pequeñeces de cada día –con elocuencia
muda– las que clamen delante de Ti, mostrándote mi Amor»6.
Ante
el Señor tienen gran trascendencia el orden, la puntualidad, el cuidado de los
libros con los que estudiamos o de los instrumentos de trabajo, la afabilidad
con nuestros colegas, con la mujer, con los hijos, con los hermanos, el huir de
la rutina que mata el amor humano –también el amor a la propia profesión–, el
querer darle sentido a cada día, a cada hora, aunque sea el mismo trabajo que
hemos realizado durante años. La vida se vuelve mediocre, desamorada, cuando
permitimos que entre la rutina, cuando no damos importancia a lo que hacemos
porque nos parece que da igual hacerlo de un modo o de otro. En el trabajo
diario, en nuestros deberes profesionales, encontramos habitualmente un campo
importante para vivir la mortificación: «no hablando mal de lo que va mal» en
las personas o en la empresa si no hay verdadera necesidad de hacerlo –y
entonces lo haremos con objetividad y caridad, salvando siempre la intención de
las personas, que no conocemos–, poniendo intensidad, sin dejar para después lo
que resulta más duro y costoso, prestando esos pequeños servicios que todo
trabajo en común lleva consigo...
Es
posible que se nos presenten pocas ocasiones –quizá ninguna– de salvar a otros
con un acto heroico, exponiendo nuestra propia vida. Sin embargo, todos los
días tendremos oportunidad de decir una palabra amable a ese amigo, a ese
hermano que se le nota más cansado o preocupado, de pedir las cosas con
amabilidad, de ser agradecidos, de evitar conversaciones o comentarios que
siembran la inquietud y de los que nada positivo resulta, de ceder en la
opinión, de evitar a toda costa el malhumor, que tanto daño causa a nuestro
alrededor; podemos esforzarnos por entablar una conversación cuando el silencio
se vuelve oneroso, o en escuchar con interés a quien nos habla. A veces, lo que
parece más trivial (un recuerdo, un saludo amable, un favor que casi no es
nada) produce en los demás un bien desproporcionado: les hace sentirse seguros,
tenidos en cuenta, apreciados, estimulados para el bien. Notamos entonces como
un reflejo de Dios en la convivencia, en la vida familiar, tan distinto de
aquellas situaciones en las que se desatan las envidias, se crea una situación
tensa o distante, o se dicen palabras que nunca se debían haber pronunciado...
Y así ocurre con todas las virtudes: la fe se expresa a veces en un acto de
amor («Jesús, te quiero, cuenta conmigo, no me dejes») cuando pasamos cerca de
un Sagrario en medio del ruido de la ciudad; la piedad, en una mirada a una
imagen de la Virgen (¡cuánto se puede decir en el solo mirar!); la fortaleza,
en cortar una conversación impura, en dar la cara por Jesucristo, por la
Iglesia..., en evitar una ocasión de pecado, en procurar rendir en la última
hora de trabajo de esa jornada que nos ha parecido más larga porque han surgido
más problemas, porque estábamos con menos salud...
Cada
día nos espera Cristo con las manos abiertas. En ellas podemos dejar esfuerzos,
sonrisas, constancia en la labor..., muchas cosas pequeñas, que Él sabe
apreciar, tesoros que guarda para la eternidad, en donde nos dirá al
llegar: Ven, siervo bueno y fiel, ya que has sido fiel en lo poco, yo
te daré lo mucho7.
III.
Nuestra vida se compone de muchos pequeños esfuerzos, y si todos los orientamos
en la dirección de la voluntad de Dios, del amor, nos llevarán muy lejos.
Muchos pequeños pasos llevan hasta el final del camino, y la fidelidad en lo
pequeño nos permitirá resistir tentaciones importantes8. Por el contrario: el que desprecia las cosas
pequeñas, poco a poco vendrá a caer en las grandes9.
Dios
nos pide algo en cada momento, pero siempre al alcance de nuestras fuerzas.
Tras la primera correspondencia, llegan más gracias para una segunda, por haber
correspondido a la primera. Y así una gracia mayor se sucede a otra, si somos
fieles.
Por
otra parte, las cosas pequeñas no suelen mover a la vanidad, que tantas obras
deja vacías. ¿A quién se le va a ocurrir aplaudir a quien ha cedido su asiento
en el autobús, o a quien ha dejado ordenados los papeles y libros al terminar
el estudio? ¿Quién va a alabar a la madre de familia porque sonría, si es lo
que todos esperan de ella, o al profesor que ha preparado a conciencia su
clase, o al alumno que ha estudiado la materia del examen, o al médico que ha
tratado con delicadeza al enfermo?
Y
estas cosas pequeñas, muchas de las cuales son meramente humanas, se tornan
divinas por el ofrecimiento de obras que de ellas hacemos
todas las mañanas y que luego hemos procurado renovar durante el día. Lo humano
y lo divino se funden en una honda unidad de vida, que nos permite ganarnos
poco a poco el Cielo con lo humano de cada jornada. Para ser fieles en lo
pequeño necesitamos un gran amor al Señor, el deseo profundo de ser todo de Él,
de querer buscarle en las ocasiones que se presentan en toda vida normal. A la
vez, el cuidado de lo pequeño alimenta de continuo nuestro amor a Dios.
La
Virgen Nuestra Señora nos enseñará a valorar lo que parece sin importancia, a
cuidar los detalles, lo menudo. Y esto en la vida familiar, en las relaciones
sociales, en el cumplimiento de nuestro deber, en la piedad con Dios.
1 Jn 6,
1-15. —
2 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mc 6, 42. —
3 Jn 11,
44. —
4 Mc 6,
31. —
5 Ef 4,
16. —
6 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 498. —
7 Mt 25,
21. —
8 Cfr. Lc 16,
10. —
9 Eclo 19,
1.
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