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jueves, 26 de julio de 2018

Liderar la lucha contra el totalitarismo por @martinezmeucci



Por Miguel Ángel Martínez Meucci


Una de las preguntas recurrentes en el debate político mantenido por quienes buscan un cambio político en Venezuela es la siguiente: ¿es posible salir de un régimen autocrático por medios democráticos? Las posiciones más enconadas responden con rotundidad, afirmativa o negativamente, exponiendo cada grupo una serie de casos históricos a modo de evidencia concluyente. Entre quienes ofrecen explicaciones menos rotundas, se afirma que la evidencia disponible demuestra la necesidad de una previa fractura de las élites políticas del régimen autocrático, situación que a veces, no siempre, se ha producido por vías electorales. Dentro de esta posición general aparecen diversos matices: algunos sostienen que fundamentalmente hay que concentrarse en la vía electoral, con la esperanza de sobrevivir e ir presionando al régimen hasta que algún día el intento funcione, mientras que otros argumentan que dichos intentos requieren el acompañamiento de una movilización nacional e internacional que va más allá de los comicios.

Todas estas posiciones se centran en el análisis de la vía a seguir, de la estrategia a desarrollar y en la demanda de una unidad estratégica. No cabe duda de que estos debates son fundamentales a la hora de pensar en el cambio político que requiere hoy en día Venezuela. Y desde mi punto de vista, no cabe duda tampoco de que estas distintas posiciones (cuando los argumentos que ofrecen son serios) están orientadas por el tipo de conocimiento que la ciencia política que predomina en nuestro tiempo intenta producir. La ciencia política, en su aspiración a ser verdaderamente científica, considerará como conocimiento aquello que sea capaz de ser comprobado mediante evidencia empírica, y como tal, uno de sus métodos más tradicionales es el de la comparación entre distintos casos más o menos semejantes. Dicha comparación resulta pertinente e ilustrativa, y nos permite profundizar en la compresión de elementos que, al menos vistos a posteriori, parecerían ejercer un peso determinante en medio de las relaciones causa-efecto que se intentan estudiar.

No obstante, el intento de comprender la realidad política como si ésta obedeciera a lógicas eminentemente lineales de causa-efecto, reduciendo su complejidad intersubjetiva y multicausal al estudio de ciertas variables que llegamos a considerar como más o menos aisladas o aislables, no debe llevarnos a incurrir en el error de confundir el mapa con el terreno. Estas comparaciones, rigurosas pero limitadas y acotadas a cierto tipo de conclusiones, ofrecen luces importantes para pensar la realidad política, pero ésta no se agota ni limita a los estrechos márgenes de la investigación politológica. Y cuando hablamos no sólo de pensar la realidad política sino además de cambiarla (esto es, de pensar políticamente con el objeto de incidir en la realidad), con mucha mayor razón hemos de comprender en su justa medida tanto el valor como las limitaciones del pensamiento que la academia de nuestro tiempo tiende a considerar como verdaderamente científico en política.


La comprensión de la política en vivo y con miras a la acción se antoja mucho más compleja. Si en el ámbito de la ciencia política tradicional difícilmente se puede sostener la última palabra, mucho menos en el convulsionado terreno de la realidad política, en el cual los hechos siempre terminan encargándose de desmentir los postulados de los más calificados especialistas. En este ámbito la facultad del juicio no puede ser sustituida por los resultados de innumerables investigaciones científicas, por la sencilla (aunque nunca plenamente comprensible) razón de que los seres humanos estamos dotados de libre albedrío. Si lo que la ciencia política convencional considera como conocimiento científico agotara la comprensión de la realidad política, la posibilidad de predecir la realidad estaría al alcance de la ciencia política, mientras que la implicación fundamental de dicha capacidad sería la ausencia de libre albedrío en los seres humanos. La política es impredecible, difícilmente pronosticable y siempre sorprendente porque los seres humanos podemos, el día menos pensado, cambiar de opinión, hacer lo que nunca antes hicimos y romper las estadísticas. En tal sentido, una más genuina, completa y profunda comprensión de la política y de lo político no sólo debería ser capaz de entender mejor a los seres humanos en su condición de seres libres, no condicionados por unas mecánicas leyes del comportamiento, sino también de verificarse en la capacidad de potenciar la realización de nuevas realidades.

Por tales razones nos parece que el debate acerca de si el cambio político puede producirse o no electoralmente debe expandirse a otras consideraciones, o incluso ser enfocado de un distinto modo si en verdad se trata de cambiar las cosas. En un par de artículos anteriores nos inclinamos por presentar el debate como la necesidad de responder a ciertos dilemas básicos de cara a la acción. Desde este punto de vista, y considerando que (en virtud de la condición libre del ser humano) el asunto no se trata de repetir una receta que haya funcionado en otras partes, sino en comprender lo que demanda la circunstancia concreta, quizás la insistencia en definir la vía a seguir deba incorporar también una reflexión ordenada con respecto a quiénes estamos siendo nosotros, los ciudadanos, los sujetos de la política, de cara a ese cambio que tanto anhelamos. Y ese “nosotros”, por supuesto, no excluye sino que incorpora de forma muy especial al liderazgo político.

La discusión en torno al qué debemos hacer (unirnos, votar, no votar, protestar, etc.) tiende a reflejar una perspectivas sobre la política que la entiende como técnica (τέχνη), pero desde una perspectiva más amplia quizás convenga preguntarnos cómo debemos ser, desde la convicción de que sólo desde la actitud adecuada y desde una verdadera transformación personal es factible alcanzar resultados difíciles e improbables. A fin de cuentas, toda recomendación estratégica, toda idea acerca del camino a seguir, habrá de ser ejecutada por personas de carne y hueso, y por ende conviene entonces saber si las personas encargadas de desarrollar y apoyar la vía de acción que suponemos adecuada están (o estamos, en el entendido de que todos somos y debemos ser parte de ese cambio) en realidad integralmente preparadas para ello. El reto, en el caso que nos ocupa, es propiciar el quiebre de un régimen que se caracteriza por su esencia totalitaria.

El totalitarismo es la modalidad más extrema que pueden alcanzar los regímenes autocráticos de nuestro tiempo. Su característica principal no es el genocidio (aunque a menudo llegue a incurrir en él), sino la dominación a través de un control exhaustivo de la vida de cada persona, hasta llegar a influir poderosamente en la dimensión más íntima de su conciencia. Para ello se vale del terror y del adoctrinamiento, ampliamente desarrollados mediante la propaganda masiva y el uso de la policía secreta y fuerzas paramilitares. El control es tan incisivo y absoluto que se manifiesta a través de lo que Orwell llamó el “doble-pensar” y de una neolengua por la cual se va perdiendo toda referencia entre palabra y realidad, hasta que se hace casi imposible distinguir lo verdadero de lo falso. En último término, los genocidios que propician los totalitarismos sobrevienen como consecuencia de la incapacidad moral (para pensar y para actuar) en la que sumen a buena parte de la población.

                                                    Foto: EFE

Frente a este tipo de régimen, responder a la pregunta ¿cómo debemos ser? es por lo menos tan importante como contestar a la de ¿qué debemos hacer? La lucha frente al totalitarismo, más que frente a cualquier otro tipo de régimen autocrático, requiere una verdadera transformación interior. Y dado que la base de la dominación totalitaria es el uso combinado del terror y la mentira, la tarea de combatirlo pasa, sobre todo y como requisito previo a cualquier consideración técnico/estratégica, por el cultivo del valor personal y de la indeclinable búsqueda de la verdad. El mal totalitario es tan rotundo, tan enraizado en nuestras propias debilidades y carencias morales, que sólo desde la mayor integridad personal es factible rehuir el laberinto de ficciones y medias verdades en el que aquel prolifera y pretende obligarnos a vivir. El totalitarismo se sustenta y propicia la incapacidad de la gente para atreverse y para pensar, y como tal no es el dominio de muchos mediante la fuerza de unos pocos; es más bien la reconfiguración de una sociedad entera a partir de sus peores vicios, carencias y debilidades. Transigir con eso, transitar por los caminos torcidos que nos deja medio abiertos, expresarnos con su lenguaje falaz y engañoso, es en definitiva sucumbir a su sistema.

No perdamos de vista que a la tragedia actual no se llegó a punta de pistola; se llegó a punta de votos más o menos manipulados, de dólares preferenciales, de cupos de CADIVI, de “misiones” salvadoras y de cajitas CLAP, todo ello al fragor de consignas altisonantes y camisas rojas empleadas para acostumbrarnos a odiar el esfuerzo, la virtud y el talento. A ello contribuyó tanto quien militó activamente en semejante despropósito como quien negó su peligrosidad, asegurándonos que sólo se trataba de otro mal gobierno frente al cual ninguna medida excepcional era necesaria. A menudo incluso se copió una y otra vez el discurso del propio régimen y se intentó competir con él en sus dádivas y prédica demagógica, mientras éste avanzaba en el saqueo del país y la destrucción de su tejido social. Cada quien sabe en qué medida ha sido compañero de viaje del totalitarismo chavista, aunque no esté dispuesto a reconocerlo públicamente.

Resulta entonces casi natural que las voces de quienes llaman ante todo a una recuperación moral, enfocada en el cultivo de las actitudes necesarias para enfrentar al totalitarismo, resulten tan odiosas a oídos de quienes, o comparten de algún modo las ideas del régimen, o prefieren evitar los costos de actuar conforme a la rectitud moral. Estas actitudes no dejan de ser humanas y comprensibles, y de hecho proliferan en todos los regímenes políticos que logran implantar una gran ficción y atmósfera de terror sobre la que sustentan su dominación. Pero quizás sea este momento, en el que todo parece perdido, el más propicio para dejar de engañarnos, para entender que ningún cambio sobrevendrá sin grandes esfuerzos de parte de todos y sobre todo de nuestro liderazgo, sin un corte definitivo con la ficción totalitaria y sin la superación del miedo.

La acción política guiada por un cálculo de costo-beneficio inmediato en un contexto de terror no tiene oportunidades de victoria frente a la dominación totalitaria. Sólo la acción desafiante y valiente, guiada por un apego indeclinable a valores fundamentales, tiene la capacidad de levantar los ánimos colectivos e ir articulando, lenta pero tenazmente, la actitud y el poder necesarios para romper la atmósfera de ficción y terror en la que se sustenta el totalitarismo. Un liderazgo que no sea capaz de insuflar en la gente ese espíritu de resistencia, esa convicción profunda en el poder liberador de la verdad, esa motivación para trabajar unidos por algo superior a cada uno de nosotros, será por el contrario un falso liderazgo, un esfuerzo impotente y contradictorio cuyo ejemplo sólo invitará a que cada quien haga su propio pequeño cálculo de supervivencia. Por algo sostenían los antiguos que el coraje era un componente esencial de la virtud política, y por algo generan tanta desconfianza quienes se irritan ante los actos de valentía que se acometen frente a un poder omnímodo e injusto. Ninguna teoría ni ninguna técnica podrá rendir resultados en el terreno de la política si se renuncia de entrada a la enorme capacidad transformadora que sólo el coraje, la reflexión directa sobre la realidad y la pasión por la justicia son capaces de generar.

23-07-18




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