Por: Lorena Meléndez G.
Dejusticia y Provea reunieron
a diez periodistas venezolanos y a tres colombianos para contar, a través de
siete historias de migración, cómo la crisis sociopolítica de Venezuela le está
cambiando la vida a millones de personas
La estructura que comunica a
Colombia y Venezuela y que llegó a ser considerada la “frontera más dinámica de
Latinoamérica” hoy es símbolo de la emergencia humanitaria del país gobernado
por Nicolás Maduro
Dos veces por semana Sujey
Chacón recorre con su hijo cerca de una hora y media, desde San Cristóbal,
Venezuela, hasta La Parada, en Colombia, para alimentarse en un comedor
popular. Oddy Benítez pasa al menos 12 horas en un autobús con cuatros woks a
cuestas hasta cruzar a Cúcuta, donde prepara y vende salsas, y compra productos
asiáticos para revender en Venezuela. Yolimar Galvis atraviesa el puente para
que sus gemelas de dos años, que carga en brazos, sean vacunadas en Colombia.
Los hijos de Juan Gamboa cruzan diariamente el paso binacional, de madrugada,
vistiendo sus uniformes escolares para ir a la escuela en el país de sus
abuelos.
Todos estos venezolanos
soportan el sol, la brisa arenosa y los empujones mientras atraviesan los 315
metros del Puente Internacional Simón Bolívar: el mismo que hace décadas era
llamado la “frontera más dinámica de América Latina”, el mismo que el
presidente Nicolás Maduro cerró al paso vehicular hace casi tres años; el punto
donde se cruzan sus historias y las de otras 25.000 personas que pasan
diariamente a pie, huyendo de la crisis que vive una Venezuela desabastecida de
comida, medicinas y futuro.
Gustavo Gómez Ardila,
secretario general de la Academia de Historia del Norte de Santander, dice que
cuando habla del puente recuerda una frase del escritor tachirense Pedro Pablo
Paredes: “La línea fronteriza no se hizo para dividir sino para unir”. En su
infancia, este experto fue testigo de la Venezuela próspera de los años 50, que
él y su familia visitaban con frecuencia sin ningún tipo de barrera. Eran los
tiempos de una nación que comenzaba a disfrutar de los réditos del petróleo,
con nuevas y modernas vías de comunicación, con proyectos de infraestructura
firmados por arquitectos afamados y con mostradores repletos de productos Made
in USA.
Pero lejos de aquella bonanza
del siglo XX, la Venezuela de hoy obliga a sus habitantes a huir de hambre,
como lo hizo Sujei y tantos más - pues según la Encuesta de Condiciones de Vida
(Encovi) en el 2017 al menos 87% de la población no podía cubrir sus gastos en
alimentos- otros, como Yolimar y su bebé, atraviesan el puente en busca de la
atención médica que Venezuela no les provee: de acuerdo con el Ministerio de
Salud de Venezuela, el año pasado aumentó la mortalidad materna en 66%, la
malaria creció 76% y reapareció la difteria. Hay unos que se van buscando
seguridad, huyendo del país donde en 2017 asesinaron a 26.616 personas según el
Observatorio Venezolano de Violencia. Y muchos otros más, corren de la
hiperinflación: el Fondo Monetario Internacional calcula que sólo en el 2018
los precios habrán subido un 14.000%.
Primera estación: San Antonio
no tiene quien le compre
Si no fuese por las miles de
personas que transitan a diario por la avenida Venezuela de San Antonio del
Táchira, esa que conduce directamente al puente internacional Simón Bolívar, el
pueblo luciría desolado. Las tiendas de aquel tradicional enclave económico
tienen hoy los portones abajo. Hay locales abiertos sin mercancía, tiendas que
cambiaron de naturaleza para poder sobrevivir, panaderías sin pan y
restaurantes sin clientes en pleno mediodía.
Un viernes de mayo, cerca de
la hora del almuerzo, la venta de pollos en brasa más cercana a la aduana, Tío
Rico, está completamente vacía. San Antonio era conocido por las ventas de
artículos de cuero. Las calles principales, entre los años ochenta y noventa,
tenían tiendas que ofrecían carteras, chaquetas, zapatos. En la frontera se
acabaron los clientes que compraban pieles.
Segunda estación: 315 metros
La gente marcha hacia la
frontera en silencio, sin detenerse, con el paso redoblado y los documentos a
la mano. El cruce se hace en medio de maletas que pesan, el sol que quema,
equipajes que atropellan; uniformados que importunan, revisan y retrasan; y un
vallado metálico que estrecha el espacio. A la mitad del recorrido, la caminata
se ralentiza, los codos se rozan, los pasos se arrastran. Se empiezan a alzar
las manos con pasaportes, cédulas o carnets fronterizos. Después del puente
viene La Parada, el sector del municipio de Villa del Rosario que recibe a los
recién llegados a Colombia, con un enjambre de vendedores ambulantes de
cualquier cosa que pueda aliviar a quien acaba de cruzar. También se gritan los
nombres de destinos de viaje: Cúcuta, Medellín, Bogotá... Ecuador, Argentina. A
viva voz se escucha a quienes compran dólares, bolívares, oro, tablets,
teléfonos móviles, cabello… Todo, todo lo que se pueda convertir en pesos
colombianos.
“La Parada siempre fue muy
movida porque era a donde llegaba el contrabando. Ahora está así por la
cantidad de emigrantes”, dice Gómez Ardila, el historiador. El editor de
Domingo del diario La Opinión, John Jácome, es más severo cuando habla de la
zona. “Difícilmente se saca algo bueno de allí”, recalca, y luego lanza una
cifra roja: entre agosto de 2017 y mayo de 2018, hubo más de 30 balaceras en la
frontera propiciadas por las mafias que quieren controlar el negocio del
tráfico de mercancías.
Tercera estación: La nueva
Parada
Allí, del otro lado, las cosas
también han cambiado a raíz de la crisis y el cierre de la frontera. En las
aceras, el paisaje lo dominan las casas de cambio, abastos, farmacias y
confiterías con ventas al mayor. La mayoría de los negocios comenzaron a operar
cuando empezaron a llegar los venezolanos en busca de lo más básico: alimentos
y medicinas.
Un antiguo taller mecánico se
convirtió en una próspera venta de cauchos que maneja Fabio Lazarazo, un
colombiano que antes del cierre de la frontera viajaba a diario a San Antonio
para trabajar en una compañía de neumáticos. Una cuadra más adelante comienza
el área de las hosterías: un puñado de edificios pequeños con recepciones de
cemento, paredes de cerámica y sillas plásticas. Pero la parada no es sólo
ventas y bullicio. Detrás de las calles tomadas por el comercio, están las
casas modestas de quienes durante décadas han vivido a menos de un kilómetro
del otro país. Allí, algunos venezolanos que cruzan el puente se han
establecido en posadas improvisadas y residencias que arriendan habitaciones
por noche.
Endry Báez se queja de lo
mucho que ha cambiado su barrio. Para ella, el arribo de los vecinos
profundizado el desempleo y la inseguridad. Dice que los propietarios ya no
quieren arrendar sus casas, porque se han escuchado historias de venezolanos
que hasta han llegado a matar a sus caseros. Desaprueba que crucen el puente
solo para vacunar a los niños.
Hay unas palabras del escritor
tachirense Pedro Pablo Paredes, que ayudan a explicar esas sensaciones y
contradicciones que expresan algunos habitantes de La Parada frente a la crisis
migratoria. Cuenta el historiador Gómez Ardila, que a Paredes solían decirle
que parecía más colombiano que de su tierra. “Y él contestaba: es que somos la
misma cosa. Llevamos la misma sangre de allá y de acá. Nos dividieron, por las
razones que sea nos dividieron, pero ahora somos nosotros quienes estamos
contribuyendo a esa división”.
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23-07-18
23-07-18
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