Francisco Fernández-Carvajal 30 de septiembre de 2018
— Las
pruebas y padecimientos de Job.
— El
sufrimiento de los justos.
— El
dolor y la Pasión de Cristo.
I. A lo
largo de esta semana, una de las lecturas de la Misa1 recoge
las enseñanzas del Libro de Job, siempre actuales, pues la
desgracia y el dolor son una realidad con la que nos tropezamos frecuentemente.
Vivía
en tierra de Hus –leemos en la Sagrada Escritura– un hombre temeroso de Dios,
llamado Job, que había recibido incontables bendiciones del Señor: era rico en
rebaños, ganado y productos de la tierra, y le había sido concedida una
numerosa descendencia. Según una concepción generalizada en aquellos tiempos,
existía relación entre vida virtuosa y vida próspera en bienes. Esta situación
de bienestar material era considerada como un premio que Dios otorgaba a la
virtud y a la fidelidad. En un diálogo figurado entre Dios, que se siente
contento por el amor de su siervo, y Satán, este insinúa que la virtud de Job
es interesada y que desaparecería con la destrucción de sus riquezas. ¿Acaso
teme Job a Dios en balde? ¿No le has rodeado de un vallado protector a él, a su
casa y a todo cuanto tiene? Has bendecido el trabajo de sus manos, y sus
ganados se esparcen por todo el país. Pero extiende tu mano y tócale en lo
suyo, veremos si no te maldice en tu rostro2.
Con la
autorización de Dios, fue Job despojado de todos sus bienes, pero su virtud
demostró estar profundamente enraizada: Desnudo salí del vientre de mi
madre y desnudo tornaré allá. Yahvé me lo dio, Yahvé me lo ha quitado. ¡Bendito
sea el nombre de Yahvé!3,
exclama en medio de su pobreza. Su conformidad con la voluntad divina fue
total, tanto en la abundancia como en la indigencia. La miseria de Job se
convirtió en enorme riqueza espiritual.
Una
segunda y más violenta prueba no pudo debilitar esa fe y confianza en Dios.
Esta vez todo su cuerpo fue herido con una úlcera que le cubría desde la planta
de los pies a la cabeza. Perder la salud es un mal peor que perder los bienes
materiales. La fe de Job, sin embargo, se mantuvo firme, a pesar de la
enfermedad y de los ataques hirientes de su mujer: Si recibimos de Dios
los bienes, ¿por qué no también los males?4,
contestó Job.
Hoy
puede ser una buena oportunidad para que examinemos nuestra postura ante el
Señor cuando, en nosotros o en aquellos que más queremos, se hacen presentes la
desgracia y el dolor. Dios es siempre Padre. También cuando nos visitan la
aflicción y el pesar. ¿Nos comportamos como hijos agradecidos en la abundancia
y en la escasez, en la salud y en la enfermedad?
II. Tres
amigos, pertenecientes a tribus y lugares diferentes, al enterarse de la
situación de Job se propusieron ir juntos para hacerle compañía y animarle.
Cuando los tres, Elifaz, Bildad y Sofar, llegaron y vieron a Job en un estado
tan lamentable, toda su compasión desapareció, convencidos de que se hallaban
en presencia de un hombre maldecido por Dios. Ellos compartían la creencia de
que la prosperidad es el premio que Dios da a la virtud, y las tribulaciones
son castigo de la iniquidad. La conducta de sus amigos, la prolongación de sus
sufrimientos, la soledad en medio de tanto dolor, pesaron demasiado sobre Job,
que rompió su silencio en una queja amarga. Los amigos, convencidos de la
existencia de algún pecado oculto de Job, también ignorantes del premio o
castigo después de esta vida, se dirigen duramente contra él, pues no
encuentran otra explicación a las desgracias de Job. Este, convencido de su
propia inocencia, admite ciertamente la existencia de pequeñas transgresiones,
comunes a todo hombre5,
pero no hasta el punto de ser proporcionales al castigo. Recuerda igualmente el
mucho bien que llevó a cabo. De aquí nace una gran lucha dentro de su alma.
Él
sabe que Dios es justo, y sin embargo todo parece hablar de injusticia en
relación a él. También él creía que el Señor trata al hombre según sus méritos
o deméritos. ¿Cómo podría conciliarse la justicia divina con su amarga experiencia?
Los amigos tienen una respuesta, pero él, en conciencia, la cree falsa. Estas
dos convicciones, aparentemente contradictorias, la justicia divina y su propia
inocencia, le causan a Job una angustia y un desgarro interior más penoso que
sus mismas enfermedades físicas y la ruina material6.
Es el desconcierto que fuera de la fe produce el sufrimiento del inocente:
niños que mueren pronto o con enfermedades que los dejarán inútiles para una
vida normal, personas que han sido generosas y han servido fielmente a Dios y
que se encuentran en la ruina económica, sin trabajo, o con una enfermedad
difícil..., mientras que a otros que han vivido a espaldas de Dios parece que
la vida les sonríe.
El Libro
de Job «pone con toda claridad el problema del sufrimiento del hombre
inocente: el sufrimiento sin culpa. Job no ha sido castigado, no había razón
para infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima»7.
Después de esta prueba, Job saldrá fortalecido en su virtud, que no dependía de
su situación acomodada ni de los grandes beneficios que había recibido de Dios.
Con todo, «el libro de Job no es la última palabra sobre este
tema. En cierto modo es un anuncio de la Pasión de Cristo»8,
la única que puede dar luz a este misterio del sufrimiento humano, de modo
particular al dolor del inocente.
Tanto
amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en
Él no perezca, sino que tenga la vida eterna9.
El dolor cambia radicalmente de signo con la Pasión de Cristo. «Parece como si
Job la hubiera presentido cuando dice: Yo sé que mi Redentor vive, y al
fin... yo veré a Dios (Job 19, 25); y como si hubiese
encaminado hacia ella su propio sufrimiento, el cual, sin la redención, no
hubiera podido revelarle la plenitud de su significado. En la Cruz de Cristo no
solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo
sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo –sin culpa alguna propia– cargó
sobre sí el mal total del pecado»10.
Los padecimientos de Jesús fueron el precio de nuestra salvación11.
Desde entonces, nuestro dolor puede unirse al de Cristo y, mediante él, participar
en la Redención de la humanidad entera. «Esta ha sido la gran revolución
cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un
bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la
eternidad»12.
III.
Nunca pasa el dolor a nuestro lado dejándonos como antes. Purifica el alma, la
eleva, aumenta el grado de unión con la voluntad divina, nos ayuda a desasirnos
de los bienes, del excesivo apego a la salud, nos hace corredentores con
Cristo..., o, por el contrario, nos aleja del Señor y deja el alma torpe para
lo sobrenatural y entristecida. Cuando Simón de Cirene fue reclamado para
ayudar a Jesús a llevar su Cruz aceptó al principio con disgusto.
Fue forzado13,
escribe el Evangelista. En un primer momento solo miraba la cruz, y la cruz era
un simple madero pesado y molesto, Después no se fijó ya en el madero, sino en
el reo, aquel hombre del todo singular que iba a ser ajusticiado. Entonces todo
cambió: ayudó con amor a Jesús y mereció el premio de la fe para él y para sus
dos hijos, Alejandro y Rufo14.
También nosotros hemos de mirar a Cristo en medio de nuestras pruebas y
tribulaciones. Nos fijaremos menos en la Cruz y daremos paso al amor.
Encontraremos que cargar con la Cruz tiene sentido cuando la llevamos
junto al Maestro. «Su más ardiente deseo es encender en nuestros corazones esa
llama de amor y de sacrificio que abrasa al suyo, y por poco que correspondamos
a este deseo, nuestro corazón se convertirá pronto en un foco de amor que
consumirá poco a poco esas escorias acumuladas por nuestras culpas y nos
convertirá en víctimas de expiación, dichosos de lograr, a costa de algunos
sufrimientos, una mayor pureza, una más estrecha unión con el Amado; dichosos
también de completar la Pasión del Salvador por el bien de la Iglesia y de las
almas (Col 1, 24) (...). A los pies del Crucificado, allí es donde
comprenderemos que en este mundo no es posible amar sin sacrificio, pero el
sacrificio es dulce al que ama»15.
Al
terminar nuestra oración contemplamos a Nuestra Señora en la cima del Calvario,
participando de modo singular en los padecimientos de su Hijo. «Admira la
reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano –no
hay dolor como su dolor–, llena de fortaleza.
»—Y
pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz»16.
Junto a Ella entendemos bien que «el sacrificio es dulce al que ama», y
ofreceremos a través de su Corazón dulcísimo los fracasos, las incomprensiones,
las situaciones difíciles en la familia o en el trabajo, la enfermedad y el
dolor... «Y una vez hecho el ofrecimiento, tratemos de no pensar más, sino de
cumplir lo que Dios quiere de nosotros, allí donde estemos: en la familia, en
la fábrica, en la oficina, en la escuela... Sobre todo, tratemos de amar a los
demás, a los prójimos que están a nuestro alrededor.
»Si
hacemos esto, podremos experimentar un efecto insólito e insospechado: nuestra
alma estará llena de paz, de amor, y también de alegría pura, de luz. Podremos
encontrar en nosotros una nueva fuerza. Veremos cómo, abrazando las cruces de
cada día y uniéndonos por ellas a Jesús crucificado y abandonado, podremos participar
ya desde aquí de la vida del Resucitado.
»Y,
ricos de esta experiencia, podremos ayudar más eficazmente a todos nuestros
hermanos a encontrar la bienaventuranza entre las lágrimas, a transformar en
serenidad lo que les preocupe. Seremos así instrumentos de alegría para muchos,
de felicidad, de esa felicidad que ambiciona todo corazón humano»17.
1 Primera
lectura. Año II. —
2 Job 1, 9-11.
3 Job 1, 21. —
4 Job 2, 10. —
5 Cfr. Job 13, 26; 14, 4. —
6 Cfr. B.
Orchard, Verbum Dei, Herder, Barcelona 1960, vol. II, pp.
104 ss. —
7 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 11.
—
8 Ibídem.
—
9 Jn 3,
16. —
10 Juan
Pablo II, loc. cit., 19. —
11 Cfr. 1
Cor 6, 20. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 887. —
13 Mt 27,
32. —
14 Cfr. Mc 15,
21. —
15 A.
Tanquerey, La divinización del sufrimiento, Rialp, Madrid
1955, pp. 203-204. —
16 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 508. —
17 Ch.
Lubich, Palabra que se hace vida, Ciudad Nueva, Madrid
1990, p. 39.
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