MARIO VARGAS LLOSA 09 de diciembre de 2018
Los discursos del delictuoso siquiatra en
'Sangre en el diván' se parecen a los del comandante Chávez, volcando una
lluvia de injurias contra la corrupta democracia y prometiendo el paraíso a sus
creyentes
Por su
prontuario, su narcisismo, sus delirios y sus crímenes parece un hombre
inventado, pero el doctor Edmundo Chirinos existió y los españoles que van al
teatro acaban de comprobarlo viendo en escena el espectáculo Sangre en el diván
que dirige y protagoniza el director y actor venezolano Héctor Manrique.
En el
monólogo de hora y media que mantiene al público sobrecogido y medio ahogado
por las carcajadas, el propio doctor Chirinos nos cuenta su odisea: fue
psiquiatra, rector de la Universidad Central de Venezuela, miembro de su
Asamblea Constituyente, candidato a la presidencia lanzado por el Partido
Comunista, y tuvo entre sus pacientes nada menos que a tres presidentes de la
república: Jaime Lusinchi, Rafael Caldera y el comandante Hugo Chávez. Hombre
influyente y poderoso, por su consultorio pasaron miles de pacientes, de los
que abusó con frecuencia e incluso asesinó, como a la estudiante Roxana Vargas,
un crimen por el que estuvo en la cárcel sus últimos años de vida.
Lo más
extraordinario del espectáculo tal vez no sea la espléndida recreación que hace
de semejante personaje Héctor Manrique, vistiéndose y desvistiéndose, cantando,
bailando y delirando sin tregua, exhibiendo su egolatría y desmesura hasta
extremos descabellados, sino que todo aquello que dice el doctor Chirinos en el
escenario lo dijo de verdad a una periodista, Ibéyise Pacheco, que lo grabó y
publicó luego en un libro que lleva el mismo título de la obra de teatro,
adaptada y dirigida por el propio Héctor Manrique.
A
Héctor lo conocí hace ya una punta de años, en Caracas, porque dirigió una obra
mía, Al pie del Támesis —un bello montaje, diré al pasar—, que llevó luego a
Colombia. El comandante Chávez solo comenzaba la obra de demolición de una
Venezuela cuya vida cultural fosforecía aún por su diversidad y riqueza. No
sólo el teatro, también la danza, la pintura, la música y la literatura. Pero el
país vivía un peligroso encandilamiento con el militar golpista, cuyo
levantamiento contra el gobierno legítimo de Carlos Andrés Pérez había sido
reprimido por un Ejército leal a las leyes y a la Constitución. Como es sabido,
el comandante sedicioso, en vez de ser juzgado, fue indultado por el presidente
Rafael Caldera y se convirtió al poco tiempo en un líder popular que arrasó en
las elecciones.
A mí
me costaba trabajo entenderlo. ¿Cómo un país que había sufrido dictaduras tan
feroces en el pasado y que había luchado con tanta hidalguía contra el régimen
espurio de un Marcos Pérez Jiménez podía caer rendido ante la demagogia de un
nuevo caudillito matonesco, inculto y mal hablado? Con una excepción, sin
embargo: los intelectuales. Ellos fueron mucho más lúcidos que sus
compatriotas. Con pocas excepciones —apenas cabrían en una mano—, se
mantuvieron en la oposición o al menos guardando una distancia prudente, sin
participar en el embelesamiento colectivo, en la absurda creencia, tantas veces
desmentida por la historia, de que un hombre fuerte podía resolver todos los
problemas sin los enredos burocráticos de la inepta democracia.
La
Venezuela de aquellos años, con sus grandes exposiciones, sus festivales
internacionales de música y de teatro, con sus editoriales flamantes, sus
museos y sus encuentros y congresos que atraían a Caracas a los pensadores,
escritores y artistas más celebrados en el mundo, ahora está muerta y
enterrada. Y tardará muchos años e ingentes esfuerzos resucitarla.
Los
discursos que regurgita ante el público en Sangre en el diván el delictuoso
doctor Edmundo Chirinos se parecen mucho a los del comandante Chávez, volcando
una lluvia de injurias contra la morosa y corrupta democracia y prometiendo el
paraíso inmediato a sus creyentes. A los venezolanos que le creyeron les ha ido
tan mal como a los encandilados pacientes del psiquiatra que terminaban dejando
su sangre en el diván. Muchos de ellos comen ahora sólo lo que encuentran en
las basuras.
La
obra que interpreta Héctor Manrique no ha sido prohibida en Venezuela —por el
contrario, lleva cuatro años en cartelera y muchas decenas de miles de
espectadores—, acaso porque los censores son menos perceptivos que lo que
exigiría su triste oficio, y, también, porque, a primera vista, Sangre en el
diván podría parecer un caso aparte, el de un individuo fuera de lo común, la
muy famosa excepción a la regla, el “mirlo blanco”.
Sin
embargo, no es así. Mucho de lo que después iría a ocurrir en Venezuela se
muestra, resumido en el escenario, en la siniestra odisea del doctor Edmundo
Chirinos, su poder acumulado a partir del fraude y su locuacidad enfermiza.
Renunciar a la razón puede dar frutos extraordinarios en los campos de la
poesía, la ficción y el arte, como lo sostuvieron el surrealismo y otros
movimientos de vanguardia. Pero abandonarse a la sinrazón, a lo puramente
emotivo y pasional, es peligrosísimo en la vida social y política, un camino
seguro a la ruina económica, a la dictadura, en fin, a todos esos desastres que
han llevado a uno de los países más ricos del mundo a ser uno de los más pobres
y a ver a millones de sus habitantes lanzarse al exilio, aunque sea andando,
para no morirse de hambre.
De
nada de eso hablamos con Héctor Manrique cuando bajé a los camerinos del teatro
a darle un abrazo y a felicitarlo. Le pregunté si es cierto que no hay una
palabra en su monólogo que no dijera de verdad el doctor Chirinos, y me
confirmó que es así, y me presentó además a Ibéyise Pacheco, que fue quien lo
entrevistó, durante muchas horas, en la celda de la cárcel donde el asesinato
de una paciente lo tenía confinado. Con Héctor me hubiera gustado recordar
aquellos años hermosos en que la literatura y el teatro nos parecían las cosas
más importantes del mundo, y también parecía creerlo así toda Venezuela, por
las revistas culturales que aparecían cada semana, y la cantidad de nuevos
escritores y artistas y compañías de teatro y de conciertos que surgían y
disputaban las noches de Caracas. Aquello no sólo ocurría en la capital,
también en el interior del país, donde aparecían nuevas universidades y nuevos
artistas. Venezuela entera parecía recorrida entonces por una avidez frenética
de cultura y creatividad. Y recordar a grandes amigos que ya no están más, como
Salvador Garmendia o Adriano González León, el autor de País portátil, una
magnífica novela, que, me dicen, cayó súbitamente muerto en el bar donde tomaba
siempre la última copita, y de aquel grupo revoltoso de jóvenes, El Techo de la
Ballena, que sembraron Caracas de escándalos anarquistas.
Lo
único bueno de las dictaduras es que, aunque provocan desastres, siempre
mueren. Con el paso del tiempo, su recuerdo se va empobreciendo y, a veces, los
pueblos que las padecen llegan a olvidarse que las padecieron. Pero dudo que
ocurra muy pronto con la que ha convertido a Venezuela en un país que no es ni
sombra de aquel que conocí a mediados de los años sesenta. Ojalá que el horror
que ha vivido todos estos años, convertida poco menos que en uno de los
sanguinarios delirios del doctor Edmundo Chirinos, la preserve en el futuro de
volver a renunciar a la razón y a la sensatez, que en política son la única
garantía de no perder la libertad.
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