Francisco Fernández-Carvajal 15 de diciembre de 2018
— Los
frutos del examen de conciencia diario.
— El
examen, un encuentro anticipado con el Señor.
— Cómo
hacerlo. Contrición y propósitos.
I. Mira,
llego enseguida –dice el Señor–, y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada
uno su propio trabajo1.
En la
Ley estaba dispuesto que se cumpliera el mandamiento del diezmo: se debía
entregar la décima parte de los cereales, del mosto y del aceite para el
sostenimiento del Templo y para el servicio del culto. Los fariseos, rigoristas
sin amor, hacían pagar el diezmo de la hierbabuena, el eneldo y el
comino, plantas que por sus propiedades aromáticas se cultivaban a veces en
los jardines de las casas.
San
Mateo recoge unas palabras del Señor de gran dureza, dirigidas a la hipocresía
de los fariseos y a su falta de unidad de vida: ¡Ay de vosotros,
escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el diezmo de la hierbabuena y del
eneldo y del comino, y habéis abandonado las cosas más esenciales de la Ley: la
justicia, la misericordia y la buena fe. Estas debierais observar, sin omitir
aquellas. ¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello2.
En sus
vidas podemos ver, por una parte, una minuciosidad agobiante; por otra, una
gran laxitud en las cosas verdaderamente importantes: abandonan las cosas más
esenciales de la Ley: la justicia, la misericordia y la buena fe. No
supieron entender lo que realmente esperaba el Señor de ellos.
También
nosotros, en estos días del Adviento, podemos mejorar el examen de conciencia,
para no detenernos en cosas que en el fondo son accidentales, y dejar escapar
lo verdaderamente importante. Si nos acostumbramos a un examen de conciencia
diario –breve, pero profundo– no caeremos en la hipocresía y en la deformación
de los fariseos. Veremos así con claridad los errores que alejan nuestro
corazón de Dios y sabremos reaccionar a tiempo.
El
examen es como un ojo capaz de ver los íntimos recovecos de nuestro corazón,
sus desviaciones y apegamientos. «Por él veo, soy iluminado, evito los
peligros, corrijo los defectos y enderezo los caminos. Por medio de él, y
sirviéndome de antorcha, registro y veo claro todo mi interior, y de este modo
no puedo permanecer en el mal, sino que me veo obligado a practicar la verdad,
es decir, a adelantar en la piedad»3.
Si por
pereza descuidáramos nuestro examen, es posible que los errores y las
inclinaciones echen sus raíces en el alma y no sepamos ver la grandeza a la que
hemos sido llamados, sino que, por el contrario, nos quedemos en el
eneldo y en el comino, en pequeñeces que nada o poco importan al Señor.
En el
examen descubriremos el origen oculto de nuestras faltas evidentes de caridad o
de trabajo, la raíz íntima de la tristeza y del malhumor, o de la falta de
piedad, que se repiten, quizá con alguna frecuencia, en nuestra vida; y
sabremos ponerles remedio. «Examínate: despacio, con valentía. —¿No es cierto
que tu mal humor y tu tristeza inmotivados –inmotivados, aparentemente–
proceden de tu falta de decisión para romper los lazos sutiles, pero
“concretos”, que te tendió –arteramente, con paliativos– tu concupiscencia?»4.
El
examen de conciencia diario es una imprescindible ayuda para seguir al Señor
con sinceridad de vida.
II. Toda
nuestra actividad –familiar, profesional, social– es ocasión de encuentro con
Dios. También, a lo largo de nuestro día, tienen lugar muchos encuentros
especiales con el Señor: en la Comunión, en este rato de oración..., también en
el examen.
El
examen diario de conciencia es un repaso a fondo de lo que hemos escrito en la
página de cada día irrepetible. Muchas palabras torcidas se pueden enderezar
mediante la contrición. Una página de horror puede convertirse en algo bueno,
incluso muy bueno, mediante el arrepentimiento y el propósito para comenzar la
nueva página en blanco que nos presentará nuestro Ángel Custodio de parte de
Dios; página única e irrepetible, como cada día de nuestra vida. «Y estas
páginas blancas que empezamos a garabatear cada día –escribe un autor de
nuestros tiempos– a mí me gusta encabezarlas con una sola palabra: Serviam!,
¡serviré!, que es un deseo y una esperanza (...).
»Después
de este comienzo –deseo y esperanza–, quiero trazar palabras y frases, componer
párrafos y llenar la hoja con una escritura clara y nítida. Lo cual no es más
que el trabajo, la oración, el apostolado; es decir, toda la actividad de mi
jornada.
»Procuro
atender mucho a la puntuación, que es el ejercicio de la presencia de Dios.
Esas pausas, que son como comas, o como puntos y comas, o como dos puntos,
cuando son más largas, representan el silencio del alma y las jaculatorias con
las cuales me esfuerzo en dar significado y sentido sobrenatural a todo lo que
escribo.
»Me
agradan mucho los puntos, y más todavía los puntos y aparte con los cuales me
parece que cada vez vuelvo a empezar a escribir: son como esbozos de gestos
mediante los cuales rectifico mi intención y digo al Señor que vuelvo a empezar
–nunc coepi!–, que vuelvo a empezar con la voluntad recta de servicio y
de dedicarle mi vida, momento por momento, minuto por minuto.
»Pongo
también mucha atención en los acentos, que son las pequeñas mortificaciones por
medio de las cuales mi vida y mi trabajo adquieren un significado
verdaderamente cristiano.
»Una palabra
no acentuada es una ocasión en la que no supe vivir cristianamente la
mortificación que el Señor me enviaba, la que Él me había preparado con amor,
la que Él deseaba que yo encontrara y que abrazase a gusto.
»Me
esfuerzo porque no haya tachaduras, equivocaciones, o manchas de tinta, ni
espacios en blanco, pero... ¡cuántos hay! Son las infidelidades, las
imperfecciones, los pecados... y las omisiones.
»Me
duele mucho ver que no hay casi ninguna página en donde no haya dejado huella
mi torpeza y mi falta de habilidad.
»Pero
me consuelo y me tranquilizo pronto, pensando que soy un niño pequeño que
todavía no sabe escribir y que tiene necesidad de una falsilla para no torcerse
y de un maestro que le lleve la mano para que no escriba tonterías –¡qué buen Maestro
es Dios nuestro Señor!–, ¡qué inmensa paciencia tiene conmigo!»5.
III. La
finalidad del examen de conciencia es conocernos mejor a nosotros mismos, para
que podamos ser más dóciles a las continuas gracias que derrama en nosotros el
Espíritu Santo y nos asemejemos cada vez más a Cristo.
Quizá
una de las primeras preguntas que pueden darnos abundante luz es: ¿Dónde está
mi corazón? ¿Qué es lo que ocupa más espacio en él? ¿Es Cristo? «En el instante
mismo en que me pregunto eso tengo la contestación dentro de mí. Esta pregunta
me hace dirigir un golpe de vista rápido sobre el centro más íntimo de mí
mismo, y enseguida veo el punto saliente; presto el oído al sonido que da mi
alma, e inmediatamente recojo la nota dominante. Es un procedimiento intuitivo,
instantáneo. Es un golpe de vista, in ictu oculi. Unas veces veré
que la disposición que me domina es el ansia del aplauso o el deseo de
alabanzas, el temor de una censura; otras veces, es el desabrimiento, nacido de
una contrariedad, de una conversación o de un proceder que me ha mortificado, o
bien el resentimiento procedente de una reprensión agria y dura; otras veces es
la amargura producida por la suspicacia o el malestar mantenido por una
antipatía, o tal vez la cobardía inspirada por la sensualidad, o el desaliento
causado por una dificultad o un fracaso; otras veces, es la rutina, fruto de la
indolencia, o la disipación, fruto de la curiosidad y de la alegría vana,
etcétera; o, por el contrario, el amor a Dios, la sed de sacrificio, el fervor
encendido por un toque señalado de la gracia, la plena sumisión a la voluntad
de Dios, el gozo de la humildad, etcétera. Buena o mala, lo que urge averiguar
es cuál será la disposición principal y dominante, porque hay que ver el bien
lo mismo que el mal, pues lo que se trata de conocer es el estado del corazón:
es preciso que yo vaya directamente a examinar el gran resorte que hace mover
todas las piezas del reloj»6.
Podemos
preguntarnos, al hacer el examen de nuestra conciencia, si ese día hemos
cumplido la voluntad de Dios, lo que Él esperaba de nosotros, o si hemos ido
más bien a lo nuestro. Y descender a detalles concretos acerca de nuestro trato
con Dios, del cumplimiento de nuestros deberes para con Él en el plan de vida,
del trabajo, de nuestras relaciones con los demás. Examinaremos con qué empeño
luchamos contra la tendencia a la comodidad o a crearnos necesidades; qué
esfuerzo ponemos, por ejemplo, para llevar una vida sobria y templada –también
en las relaciones sociales– en la comida y bebida, y en el uso de los bienes de
la tierra. Hemos de ver si ese día lo hemos llenado de amor de Dios, o si por
desgracia lo hemos dejado vacío para la eternidad –cosa que no va a suceder si
nos dejamos ayudar por la gracia–, o en pecado. Es como un pequeño juicio
adelantado que nos hacemos a nosotros mismos.
Veremos
algunas cosas que merecen ser tenidas en cuenta para la próxima Confesión.
Terminaremos siempre nuestro examen con un acto de contrición, porque si no hay
dolor, es inútil el examen. Haremos un pequeño propósito, que podemos renovar
al iniciarse el nuevo día, en el ofrecimiento de obras, en la oración personal,
o en la Santa Misa. Y al acabar, daremos gracias al Señor por todas las cosas
buenas con las que hemos cerrado la jornada.
1 Antífona
de la comunión. Apoc 22, 12. —
2 Mt 23,
23-24. —
3 J.
Tissot, La vida interior, p. 44. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 237. —
5 S.
Canals, Ascética Meditada, pp. 130-137. —
6 J. Tissot, o. c., p.
534.
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