Por Willy McKey
En la historia de mi abuelo
siempre hubo dos maneras de oler el peligro. La primera ha rondado la noche y
las mujeres. La segunda sigue escondida en las viejas maneras de hacer
política. Mi abuela, según él, era “perejimenista sin saberlo, aunque con una
lealtad inquebrantable”. Él fue reportero y linotipista de El Nacional.
Reportero primero y linotipista después. El apartamento donde vivían, en la
avenida Baralt y a dos cuadras de la redacción de Puerto Escondido, sirvió de
concha a muchos líderes opositores a la dictadura.
En la historia de El
Nacional siempre hubo dos maneras de oler el plomo. La primera ha rondado
la amenaza de las armas y el Poder. La segunda sigue escondida en los rincones
del linotipo. Cuando salió a la calle su primera edición, el 3 de agosto de
1943, Venezuela contaba con el lujo de tener un periódico dirigido por un
respetado narrador y editado por un poeta, ambos con una profunda formación
política. Toda una rareza. Quizás demasiada para enfrentar, apenas cinco años
después, el derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos por Marcos Pérez
Jiménez.
Los oficios y las ideas de
mi abuelo más de una vez lo condujeron a los calabozos de la Seguridad
Nacional. El propio Pedro Estrada le pidió que dejara de enconchar adecos “…o
vamos a tener que cortarte la otra pierna, Cojito”. Y así fue como llegó al
noble oficio de linotipista: don Miguel Otero Silva, quien conocía por el poeta
Antonio Arráiz la eficacia editorial de mi abuelo, le sugirió dejar de
reportear durante un tiempo. “Nos conviene que estés cerca de otro tipo de
plomo, Cojo. Eres un editor rápido en papel, pero eso te necesitamos en el
taller de montaje. Y, además, será muy conveniente tener un amigo en la
linotipia cuando nos provoque hacernos los locos con alguna sugerencia del
censor”.
En esos talleres mi abuelo
contrajo la psoriasis. Quizás hoy resulte una metáfora demasiado urticante para
explicar un tipo de periodismo que era capaz de ponerse el plomo en la piel con
tal de explicar el mundo a sus lectores. Antes de la crisis del papel, antes de
la hiperinflación, antes de las divisas negadas para comprar tinta, supe de un
jefe a medianoche afilándole los dientes a un párrafo, confesando nombres y
apellidos, replanteando una noticia con la única intención de que el impacto
pasara desapercibido para la policía, pero no para los lectores.
El arte de decir la verdad y
saber cómo hacerlo, explorando con avidez arqueológica las ruinas de la
pirámide invertida. La intención desmontando los mitos de lo objetivo. Un
periodismo que se permitía delirios neoyorquinos, sólo que en medio de una
dictadura militar.
Es la épica impresa del
plomo contra el plomo.
Hoy la sempiterna suma
del qué, quién, cuándo, cómo, dónde y por
qué que enseñan en las escuelas de periodismo sólo nos sirve para contar
que desapareció la versión impresa de un diario referencial en el periodismo
latinoamericano. Hacemos un repaso que deje saber que las páginas que en algún
momento sirvieron de asilo impreso a las palabras como las de Gabriel García
Márquez y Tomás Eloy Martínez mañana no darán espacio a nadie más. Ni el
soporte de las discusiones de Juan Nuño contra el mundo. Ni lo que le dio a
José Ignacio Cabrujas eso que no le dejó hacer el teatro. Ni el mundo de papel
que le permitió a Juan Liscano hacer de la literatura un asunto público. Ni las
controversias de Luis Alberto Crespo o Juan Barreto. Ni los experimentos en
letra alta de Pedro Chacín. Ni las diagramaciones que reunían, en una misma
página, a Adriano González León y a Juan Nuño. Ni la orilla de imprenta que
tuvieron Guillermo Meneses y Oscar Guaramato.
Los duelos tienen esa
pulsión que permite revisarnos, rectificar, asumir consecuencias.
Hasta hoy circulará la
edición impresa de El Nacional. Y quizás el dolor que estamos expiando ya
no puede tener las dimensiones adecuadas, porque de alguna manera nos hicimos
la idea de que pasaría y creímos que nada de eso estaba en nuestras manos, sino
en un dios del destino que se parece demasiado a los antojos del Poder.
Vimos cómo se adelgazaba la
edición dominical, mientras otros periódicos desaparecían. Vimos el divorcio
entre las maneras de la edición impresa y las de la versión digital, con la intención
de sobrevivir buscando el clic a como diera lugar. Vimos bobinas de papel
prestadas que cruzaban la frontera en camiones escoltados por otros periodistas
que hacían la cobertura de nuestra crisis con la piedad de los donativos.
Vimos el asedio. Vimos la
herida. Vimos todo lo que pasaba.
Nada funcionó.
Vimos el duelo antes de la
tragedia y ahora, al parecer, lo único a mano es la noticia.
Y la noticia, por sí sola,
tampoco será suficiente.
Si bien la desaparición de
la edición impresa de El Nacional es una tragedia, toda tragedia
esconde dos lecciones del destino: aquella que la origina y aquella que la
lleva a su final. De modo que es el momento de hacer un inventario responsable:
reparar en cuánto hemos perdido con esta tragedia, asumir cuanto nos toca y
recuperarlo, así sea simbólicamente.
Una de las acepciones más
hermosas del vocablo ‘palabra’ era “Metal de la voz”. Se refería a esa piecita
de plomo que identificaba cada voz, cada palabra, en el taller del
linotipista. Entró en desuso y desapareció de nuestras voces en la medida en
que la técnica del linotipo fue relevada por nuevas rotativas y magias
digitales.
Las palabras también se van
perdiendo. Cuando olvidamos las palabras, también desaparece aquello que
nombrábamos con ellas. Sin embargo, el plomo sigue allí. Ya no en forma de
palabras, quizás, sino transformado en soldaditos, en balas, en excesos.
Aquella épica impresa del
plomo contra el plomo merece mucho más que un duelo. No podemos conformarnos
con ser, como diría Ana Teresa Torres, los últimos espectadores. Porque no es
un mérito echar de menos aquello que desde hace rato habíamos dejado de cuidar:
la nostalgia también es una trampa que sirve para quitarnos de encima un
pedacito de culpa.
14-12-18
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