Gonzalo González 12 de diciembre de 2018
El
pasado 6 de diciembre se conmemoraron veinte años de la elección de Hugo Chávez
como Presidente de la República.
No se
produjo un simple cambio de Gobierno, fue la sustitución de un régimen por
otro. Un cambio, a la postre, de corte regresivo.
Veinte
años de chavismo se han traducido
en el desmontaje de los avances
civilizatorios más importantes alcanzados por la sociedad venezolana durante su
historia. Avances que fueron logrados con mucho esfuerzo y sacrificio. El
retroceso del país ha sido colosal. Hoy, la sociedad venezolana no es ni más
libre ni más próspera, tampoco más segura o más justa e incluyente que hace dos
décadas. La situación del país y sus habitantes es bastante peor. La diáspora
venezolana es la prueba más contundente del daño causado por chavismo al país.
El segundo gobierno de Rafael Caldera no pudo
o no quiso cumplir con las expectativas de cambio demandadas por el país y dejó
la mesa servida para la emergencia de nueva alternativa en ese sentido
No era
fatal que Chávez liderara el sentimiento de cambio existente a finales del
siglo XX. Es conveniente recordar que para enero de 1998, la candidatura de
Chávez tenía una intención de voto de aproximadamente 4% del electorado según la encuestas de la
época. Esa candidatura era percibida como testimonial y no competitiva.
Lo que
si asomaba bastante probable era que en los comicios de diciembre se terminara
de consolidar la ruptura del bipartidismo adeco-copeyano y el fin de la
hegemonía del puntofijismo; tendencia que irrumpió con fuerza en 1993 con la
victoria de Caldera. De hecho, la campaña electoral de 1998 se polarizó entre
dos outsiders: Hugo Chávez y Salas Romer.
Transcurrido
un tercio del año 98, la candidatura Chávez había logrado convertirse en
competitiva; progresivamente fue deviniendo en el depositario principal del
mayoritario sentimiento de cambio, de un cambio sustantivo y progresista, deseo
compartido por una amplísima franja del cuerpo social. En el transcurso de ese
indetenible proceso logró apoderarse del electorado de centroizquierda (ya
bastante robusto y huérfano de una fórmula propia) lo cual le permitió despejar
las dudas existentes sobre su condición democrática y reforzar su
posicionamiento como agente de cambio.
Era
posible otro liderazgo y otro proyecto de transformación para revitalizar la
democracia desde la superación de sus evidentes déficits en el terreno de la
representatividad política y las
carencias sociales.
Esa
labor de convertirse en alternativa de poder correspondía a la centro izquierda representada por la Causa
R y el MAS, fuerzas políticas que habían logrado superar su condición de
minorías y devenido en relevantes en la política nacional. Ambos partidos
poseían experiencia de gobierno tanto a nivel regional y municipal –
gobernaciones de estado y alcaldías de primer nivel, Zulia y Caracas por
ejemplo -, y reunían en su conjunto cerca del 30% de apoyo nacional.
Lo
pertinente, a finales de 1996 era la construcción de una confluencia de ambas fuerzas, o de sectores
de las mismas no deslumbrados por Chávez, en una especie de frente amplio que
desde la centro izquierda le propusiera al país un proyecto de transformación
democrática para ampliar los logros de la democracia (no revertirlos como
termino haciendo el chavismo) y superar los déficits existentes en materia
social y política. En definitiva una agenda reformista de amplio espectro.
Una
operación política de tal calibre tenía muchas posibilidades de recoger y
representar el enorme y creciente sentimiento de cambio existente en el cuerpo
social. Y por tanto, de ganar las
elecciones de 1998 o haber impedido que Chávez lograra su propósito. El
requisito indispensable para poder desarrollar todo el potencial de esa fórmula
– si se materializaba – era su salida al ruedo durante el año 1997.
Es
injustificable que lo planteado no sucediera. La endogamia política, la
ausencia de visión estratégica y la falta de vocación de poder son algunas de
las razones para que tal escenario no fuese posible
Gonzalo
González
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