Francisco Fernández-Carvajal 09 de diciembre de 2018
— La
casa de Nazareth.
— El
hogar de Nazareth, modelo que han de imitar los hogares cristianos.
—
Hacer la vida amable a quienes conviven con nosotros.
I. El
culto de la Santísima Virgen bajo la advocación de Nuestra Señora de Loreto
«está vinculado, según la antigua y viva tradición, a la casa de Nazareth; la
casa en la que, como recuerda el Evangelio de la Misa de hoy, María habitó
después de los desposorios con José; la casa de la Sagrada Familia»1, el hogar que con tanto cariño prepararía San José para
recibir a Santa María. Esta morada fue en primer lugar la casa de María, pues
«toda casa es, ante todo, santuario de la madre. Y ella lo crea de modo
especial con su maternidad»2. Dios desea «que los hijos de la familia humana, al venir al
mundo, tengan un techo sobre su cabeza, que tengan una casa. Sin embargo, la
casa de Nazareth, como sabemos, no fue el lugar del nacimiento del Hijo de
María e Hijo de Dios. Probablemente, todos los antepasados de Cristo, de los que
habla la genealogía del Evangelio de hoy según San Mateo, venían al mundo bajo
el techo de una casa. Esto no se le concedió a Él. Nació como un extraño en
Belén, en un establo. Y no pudo volver a la casa de Nazareth, porque, obligado
a huir desde Belén a Egipto por la crueldad de Herodes, solo después de morir
el rey, José se atrevió a llevar a María con el Niño al hogar de Nazareth. Y
desde entonces en adelante, esa casa fue el lugar de la vida cotidiana, el
lugar de la vida oculta del Mesías; la casa de la Sagrada Familia. Fue el
primer templo, la primera iglesia en la que la Madre de Dios irradió su luz con
su maternidad. La irradió con su luz, procedente del gran misterio de la
Encarnación; del misterio de su Hijo»3.
Sus
muros fueron testigos del amor entrañable de los miembros de la Sagrada
Familia, del trabajo escondido de los seres que Dios más amó en el mundo. Esta
morada, llena de luz y de amor, limpia, alegre, de servicio gustoso, es el
modelo de todos los hogares cristianos. En ella se reflejaría el alma de María;
los modestos adornos, el orden, la limpieza, hacían que Jesús y José, después
de una jornada de trabajo, encontraran el descanso junto a Nuestra Señora. El
cuidado material de nuestros hogares, a veces rodeados de una gran pobreza, de
unos muebles modestos, nunca es indiferente para esa convivencia en la que
debemos encontrar a Dios. La Virgen María nos enseña hoy a que sean también
muestra de caridad hacia los demás.
II. Ante
el Cielo, aquella casa de Nazareth resplandecía de luz, porque allí se
encontraba la Luz del mundo. A la vez, fue un hogar que sobresalía
por su limpieza, por el buen gusto dentro de su pobreza, por el cuidado de las
cosas... Nuestra Señora preparó la comida muchas veces, remendó la ropa y
procuró que aquel hogar estuviera siempre acogedor. ¡Con qué amor serviría
Santa María a Jesús y a José! ¡Cómo estaría pendiente de esos momentos del
mediodía cuando hacían un parón en el trabajo, o al atardecer cuando daban por
concluida su tarea! En el calor de intimidad de aquel hogar fue creciendo el
Hijo de Dios, hasta que llegó el tiempo prefijado desde la eternidad para
iniciar su predicación por ciudades y aldeas. Siempre tendría presentes
aquellas paredes y aquel lugar pobre, pero ordenado y limpio, humanamente
agradable. Cuando, en su ministerio público, Jesús volvió a Nazareth recordaría
momentos inolvidables junto a su Madre y a San José. Entre las cosas que Santa
María guardaba en su corazón4 estarían sin duda tantos pequeños sucesos corrientes de
su Hijo, que fueron la alegría de su alma. «No olvidemos que la casi totalidad
de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera
muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de
su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar.
María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como
intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención
hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de
parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto
amor de Dios!»5.
Dios
quiere que sus hijos nazcan, vivan y se formen en un hogar, que ha de ser
imitación del de Nazareth. Aunque la mujer está llamada a desempeñar funciones
capitales en otros trabajos en bien de la sociedad, la dedicación al cuidado de
su hogar ocupará un lugar central en su vida, pues es allí donde
principalmente, a través de múltiples detalles, ejerce esa maternidad sobre los
suyos, el encargo más excelente que ha recibido del Señor. Y marido y mujer no
deben olvidar «que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no
en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar;
en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que
colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que
afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos
que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más
sencilla, la formación más eficaz»6.
En la
Sagrada Familia tenemos el modelo que hemos de mirar muchas veces. «Nazareth es
la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se
inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar,
a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde
y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende
incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida»7. ¡Cuántas veces en nuestra oración mental hemos entrado en
aquella casa modesta de Nazareth y hemos contemplado a Jesús, a María y a José
mientras trabajan, y en los muchos detalles que tendrían entre sí, en la
convivencia diaria!
Examinemos
hoy junto a la Sagrada Familia si nuestros hogares son un reflejo de aquel de
Nazareth: si procuramos que Jesús ocupe el centro de los pensamientos y del
amor de todos, si mantenemos despierto el espíritu de servicio, si nos
desvivimos por hacer la vida amable a los demás; o si, por el contrario, se dan
riñas frecuentes, si nos preocupamos excesivamente de lo nuestro, si por
presiones del ambiente dejamos esas costumbres cristianas que tanto ayudan a
tener presente a Dios: la bendición de la mesa, el rezo de alguna oración en común,
el asistir juntos a la Misa del domingo o de alguna fiesta principal...
III.
«¡Qué gran ejemplo de convivencia cotidiana! afirmaba León XIII, refiriéndose a
la Sagrada Familia. ¡Qué perfecta imagen de un hogar! Allí se vive con
sencillez de costumbres y calor humano; en constante armonía de sentimientos;
sin desorden, con mutuo respeto; con amor sincero, sin fingimientos, plenamente
operativo por la perseverancia en el cumplimiento del deber, que tanto atrae a
los que lo contemplan»8. Es allí donde debemos mirar para reproducir en nuestras
familias el ejemplo de Jesús, María y José.
El calor
de hogar no solo depende de la madre aunque su función no es
fácilmente sustituible, sino de la aportación personal de cada uno. Hemos de
vivir pensando en los demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que
ofrecer siempre a otros, cuidar de las tradiciones propias de cada familia...
¡Cuánta semejanza puede haber entre nuestra vida y la de Jesús, María y José en
la casa de Nazareth! Todo transcurrió allí con la más completa normalidad, sin
acontecimientos de extraordinario relieve externo. El Señor no nos pide
sacrificios llamativos. Nos busca, sin embargo, en la propia familia, en mil
pequeños detalles de entrega: una sonrisa para aquel que se encuentra más
cansado, adelantarnos en los pequeños servicios que requiere toda convivencia,
no manifestar desagrado por cosas de poca importancia, vencer el malhumor para
no hacer daño a los demás, estar atentos al santo o cumpleaños de quienes
conviven con nosotros, festejar en familia esos aniversarios y fiestas
especialmente ligados a todos...
«Acepta,
¡oh Señora de Loreto! oraba el Papa Juan Pablo II en este Santuario, Madre de
la casa de Nazareth, esta peregrinación mía y nuestra, que es una gran oración
común por la casa del hombre de nuestra época: por la casa que prepara a los
hijos de toda la tierra para la casa eterna del Padre en el Cielo»9. A Ella le pedimos que nos enseñe a cuidar del propio hogar,
como del lugar querido por Dios para aprender y ejercitar las virtudes humanas
y sobrenaturales y para restaurar las fuerzas perdidas en orden a una mayor
eficacia en el servicio que prestamos a la sociedad con nuestro trabajo, y en
el apostolado. Le pedimos que nuestras casas «constituyan esos hogares vivos
del amor, en los cuales el hombre puede calentarse cada día»10, y que sean anticipo de la Casa del Cielo, un cielo aquí
en la tierra.
1 Juan
Pablo II, Homilía en Loreto, 8-IX-1979. —
2 Ibídem.
—
3 Ibídem.
—
4 Cfr. Lc 2,
51. —
5 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 148. —
6 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 91. —
7 Pablo
VI, Homilía en Nazareth, 5-I-1964. —
8 León
XIII, Enc. Laetitiae sanctae, 8-IX-1893, 3. —
9 Juan
Pablo II, loc cit. —
10 ídem,
Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-IX-1981, 37.
*En el
Santuario de Loreto, según antigua tradición, se conserva la Santa Casa, donde
la Virgen nació y recibió el anuncio de su divina maternidad. El pequeño
edificio, tal como aparece hoy, consiste en una pieza rectangular, construida
con piedras arenosas de sillería unidas por argamasa de barro; la parte
superior es de ladrillo. Las paredes no son visibles desde el exterior,
habiendo sido incluidas en el siglo xvi en un monumental
revestimiento marmóreo. La imagen de la Virgen es obra reciente, y sustituye a
una procedente del siglo xvi que fue destruida en el incendio de
1921. Loreto fue, desde muy antiguo, centro de peregrinaciones y foco de piedad
mariana.
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