Ismael Pérez Vigil 09 de diciembre de 2018
A
veces hay que hacer un alto en la discusión de las propuestas y el análisis del
quehacer político, para reflexionar sobre algo más básico y árido; en este
caso, la corrupción.
Lo
primero es recordar el contexto. Este es un gobierno, una dictadura, sostenida
únicamente por la fuerza de las armas y las “mieles” de la corrupción. Carece
de proyecto histórico, como no sea quedarse en el poder, mantenerlo –como ya he
dicho, por la fuerza de las armas– para disfrutar sus beneficios, como también
he dicho.
Técnicamente
el gobierno no existe, no funciona. No toma una sola medida eficaz ni eficiente
para resolver ninguno de los graves problemas de la gente. Solo espasmódicos
–en todos los significados de la palabra– aumentos de salario mínimo que, sin
hacer juicios de valor sobre la justicia de los aumentos, en pocos meses son
devorados por la hiperinflación, y que lo obliga a devaluar, reconvertir y a
emitir y mal poner a circular escasos billetes, con lo cual contribuye más a
acelerar la hiperinflación y cavar más la fosa en la que estamos metidos todos
los venezolanos, los que no alcanzan a huir por las fronteras de Colombia y
Brasil.
En
este contexto estallan y se revelan a diario escándalos de corrupción mil
millonarios, de cuyo foco el régimen quiere inútilmente que desviemos la vista
–que en parte lo logra– culpando a los demás y poniendo a circular información
falsa o tendenciosa. En nuestra frustración por la situación política en que
sobrevivimos, caemos en la trampa y creemos y difundimos buena parte de esa
falsa información sin confirmarla, y nos ponemos a sospechar y denigrar sin
base ni criterio de los que están a nuestro alrededor.
En
realidad, poco podemos hacer el común y mayoría de los venezolanos, frente al,
literalmente hablando, espectáculo de la corrupción, como no sea apoltronarnos
a contemplar la sordidez de los juicios y escándalos que envuelven a personajes
venezolanos, otrora altos funcionarios o amigos de la administración del difunto
Chávez Frías y que amenazan con hacer palidecer los guisos y manejos de
Odebrecht o las andanzas “hamponiles” de los gánsteres de comienzos del siglo
XX de los Estados Unidos.
Pero
digo mal. No somos meros espectadores apoltronados. Tampoco es que seamos
actores, mucho menos en los casos que se destapan últimamente; pero
participamos subiendo o bajando el pulgar, como espectadores de circo romano.
La única diferencia es que no hay cristianos ofrecidos a los leones, o
gladiadores que disputan por sus propias vidas en mortales combates; lo que hay
son “despreciados políticos” sometidos a la picota y el escarnio público sin
posibilidad de defensa, pues el régimen controla casi toda la prensa y algunos
irresponsables buena parte de las redes sociales.
A los males
propios de cualquier clase política, a la nuestra se le suma la sospecha de
corrupción, de “mala conducta”, de aprovechadores del erario nacional, por el
solo hecho de aspirar a un cargo publico o aspirar a la noble tarea de ser un
servidor público; porque lo es, ser servidor público es una noble tarea, que
exige de vocación, desprendimiento y de sacrificio.
No
digo que nuestros políticos sean una pléyade de ángeles, pero tampoco son,
todos, una caterva de hampones; y usualmente se nos olvida que, en nuestros
países –en realidad en todas partes–, la corrupción no viene sola, suele venir
en pareja. Es decir, por cada “corrupto político”, hay alguien a su sombra o a
su lado: un empresario, un profesional, un hombre de negocios, que se aprovecha
y beneficia del cohecho de ese funcionario. Es lo que estamos viendo en el más
reciente juicio en la Florida. Por lo tanto, queda muy mal la mojigatería de
algunos que se solazan en denigrar de “los políticos”, sin ver la viga en el
propio ojo. En el peor de los casos, se trata de un sistema corrupto o una
“sociedad de cómplices”.
Sin
embargo, al ciudadano común el único papel que le queda en política no es el
del mero espectador. Algunos han optado por involucrarse, no digamos en
partidos, que sería lo deseable –al menos para los que critican su hacer y
desempeño– sino en muchas de las organizaciones de la sociedad civil que se
dedican a esa actividad, sin competir directamente por el poder, que es la
tarea específica y natural de los partidos.
Otros,
que no son pocos ni poca cosa, se conforman con acudir a los procesos
electorales y respaldar con su voto la aspiración de algún candidato, pero esta
actividad hoy día –a las elecciones, me refiero– esta tan “devaluada”, que ya
no es opción para muchos.
Por lo
tanto, nos va quedando un sector, no muy grande afortunadamente, pero si muy
activo y bullicioso, que su única tarea “política”, “ciudadana”, es poner a
circular por redes sociales cuanto chisme y maledicencia de algún político
logran pescar o inventar por allí. Algunos pertenecen al sector que durante
años denigró y hecho pestes de los políticos y los partidos; razones había,
pero criterio, poco. Varios de esos después apoyaron las aspiraciones
presidenciales de Chávez Frías, como quien alentaba una especie de “justiciero”
o “ángel exterminador” que purificaría a la política y el país y trataron de
convencernos para que nosotros también lo apoyáramos. Cuando se dieron cuenta
de que el personaje, que habían ayudado a “entronizar”, se les escapó de
control, muchos de ellos fueron los primeros en abandonar el país y en tratar
de dirigir desde afuera los hilos de la política.
No
digo que la critica no sea necesaria, lo es; ni digo que no haya hechos
criticables, los hay; pero esa no es ni puede ser la tarea fundamental del
ciudadano, sino que ésta debe ser la de ejercer control, pedir cuentas a sus
representantes, obligarlos a rendirlas, a responder por sus actuaciones, a
informar de su gestión, sugerirles ideas, llevarles propuestas, realizar una
bien conducida y responsable contraloría social y ciudadana.
Los
políticos no vienen de marte, no son extraterrestres, se criaron en nuestros
hogares, fueron a nuestras escuelas, colegios y liceos, se graduaron en las
universidades con nosotros y están allí, porque los pusimos allí, para que
realizaran la tarea de gobernar, mientras nosotros nos dedicábamos a ejercer
nuestras profesiones o a desarrollar nuestros negocios. Y ahora muchos han
desarrollado un agudo sentido de la “antipolítica”, como si no tuvieran nada
que ver, por acción u omisión, en el problema.
Es
cierto, para algunos la “antipolítica” es una “coartada” (Carlos Blanco, El
Nacional, 5 de diciembre de 2018), pero para otros, es una estrategia. No se
trata de lavarle la cara a los políticos que no lo merezcan, se trata de
repartir adecuadamente cargas y responsabilidades, involucrándonos como
ciudadanos.
Ismael
Pérez Vigil
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